Rosa María Rodríguez Magda (De playas y espectros) Ensayo sobre pensamiento contemporáneo

LA CULPABILIDAD DE OCCIDENTE

Este proceso de crítica de la cultura occidental ha conllevado aspectos positivos: revisión del imperialismo cultural, mostración de la ocultación e invisibilización de otras tradiciones, emergencia de los discursos marginales de minorías étnicas, sexuales..., denuncia del androcentrismo, incorporación al saber de opciones multiculturales... Pero, en gran medida, se ha olvidado que esta vertiente está posibilitada precisamente por los valores de la cultura occidental: la libertad de pensamiento, la secularización de la razón de las tutelas religiosas, el espíritu democrático que se enfrenta a cualquier tendencia totalitaria, el pluralismo que potencia la mirada sobre el Otro. Es desde estos valores que el pensamiento occidental ha podido denunciar los episodios en que traicionaban sus ideales: la esclavitud, el expolio de otros pueblos, el Holocausto, los genocidios, los totalitarismos nazis, fascistas, comunistas... No obstante, esta dinámica de autocrítica y superación, que debería habernos hecho más fuertes, esto es, consolidar los valores que se sitúan como un horizonte siempre perfectible, se ha tornado vergüenza, culpabilidad y denigración. La cultura occidental se ha sumergido, como ya hemos visto, en una especie de euforia de autofragelación, dando argumentos a los predicadores del odio a Occidente. Así observamos cómo los sectores que denuncian su exclusión están sufriendo un repliegue identitario. Mientras los intelectuales de Europa y Estados Unidos enaltecen un masoquismo con el que pretenden limpiarse de toda mancha imperialista y convertirse en adalines de la lucidez crítica, observamos que los estudios subalternos, poscoloniales y multiculturalistas alimentan reivindicaciones comunitarias y posiciones premodernas, lo que en el terreno político tiene unas consecuencias concretas: sus discursos son utilizados como argumentos en la pujanza de movimientos tan dispares como los antiglobalización, indigenistas, o incluso el yihadismo, que ni siquiera disimula sus conveniencias con derivas dictatoriales. Un nuevo totalitarismo emerge —esta vez disfrazado del marchamo de «pueblos oprimidos»—, belicosa alternativa a una insidiosa globalización. Un nuevo nazismo recorre el mundo, enmascarado como lucha de los desheredados de la tierra o como nacionalismo reactivo, y parece que hoy, como ayer, buena parte de los intelectuales, vuelven a ser ciegos o cómplices. 

Europa pretende una posición conciliadora con la que hacerse perdonar su pasado colonial. Occidente empieza a identificarse prioritariamente con Estados Unidos, cuando este término comienza a ser no sólo sospechoso, sino francamente acusatorio. 

Muchos son los beneficiarios de esta configuración hoy predominante que demoniza la cultura occidental: los intelectuales «críticos» al estilo de Negri o Chomsky se alzan como inmaculados acusadores del imperialismo; los propulsores de estudios poscoloniales y subalternos consolidan su prestigio académico precisamente en los departamentos de las universidades norteamericanas cuya sociedad tanto denigran; los dirigentes políticos promueven en los organismos de la Unión Europea un interesado angelismo bajo la terminología grandilocuente de «Alianza de Civilizaciones» o «Diálogo Euro-Mediterráneo; los movimientos altermundistas intentan socavar las estructuras democráticas en su denuncia al capitalismo global, el populismo de América del Sur legitima una impronta dictatorial en su antiamericanismo; finalmente el yihadismo internacional se beneficia de todo esto en su lucha contra Occidente y el gran Satán. La fascinación de la izquierda radical desea encontrar, en estos elementos, aliados para un renacer del impulso revolucionario. 

Curiosamente, de todos los que han contribuido a conformar esta crítica a la cultura occidental, hay un grupo que no sólo no ha resultado beneficiado, sino que además ha quedado marcado con el estigma de la ignominia: Israel. El judío ha pasado de constituir el emblema de la víctima, humillada y perseguida, a convertirse en el colono imperialista y nazi. Por una paradoja e ignominosa inversión, el ser tildado de nazi incorpora la herencia de barbarie que en el pasado promovió su propio exterminio.

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El islamo-izquierdismo cierra los ojos ante el totalitarismo religioso, confiando en la fuerza revolucionaria del islam frente al capitalismo liberal. Esta complicidad aparece en amplios sectores de la izquierda, que sitúan primero su antiamericanismo y su antisionismo —un antisionismo que apenas esconde el resurgir de la judeobofia—frente a la defensa de las libertades. Al promover el relativismo cultural, se resta legitimidad a los valores occidentales, rebajados al nivel de meros prejuicios, y el ejercicio de la crítica queda estigmatizado con el calificativo de islamofobia, convirtiendo el islam en un tema intocable, a riesgo de ser peligrosamente etiquetado de «islamófono». Es el racismo de los antiracistas. Pero una cosa son las actitudes antimusulmanas, en todo punto rechazables, y otra muy distinta el análisis libre, las acciones totalitarias que el islamismo político radical pretende justificar. 

Para Bruckner, esta debilidad occidental, que busca ante todo la no beligerancia, proviene de la experiencia de las dos guerras mundiales; tras el horror, el primado de la paz se convierte en un requisito capital, que muchas veces busca simplemente la tranquilidad aun a riego de determinadas cesiones. Así "el Viejo Mundo, globalmente, prefiere la culpabilidad a la responsabilidad".

Resulta necesario recuperar la propia estima. Ningún pueblo está libre de momentos oscuros en su historia, pero Europa viene ejerciendo dese hace muchos una saludable autocrítica, y precisamente gracias a ella ha logrado desembarazarse de la esclavitud, del absolutismo, del colonialismo, de los totalitarismos fascistas y comunistas; un ejercicio de la razón, del consenso y de la democracia que para sí quisieran tantos regíemnes que hoy parecen anclados en la Edad Media o en el premitivismo más tribal. La deuda de Occidente frente a aquellos pueblos que tiempo a trás diminara es, en primer lugar, reconocer dicho pasado y, posteriormente, intentar ayudarlos a lograr acceder a un régimen democrático respetuoso de los derechos humanos, pero en modo alguno debilitar nuestros valores dejando libre espacio a comunitarismos reactivos.

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