Fougeret de Monbron (El cosmopolita)

Antes no tenía idea de por qué los hombres me eran odiosos. La experiencia me lo ha descubierto. He conocido a mi costa que la dulzura de su trato no compensa los fastidios y sinsabores que resultan del mismo. Estoy totalmente convencido de que en todas partes la rectitud y la humanidad son sólo términos convencionales que en el fondo no tienen nada de real ni de verdadero, que cada uno vive sólo para sí y sólo se ama así mismo, y que el hombre más honrado no es, propiamente hablando, más que un hábil comediante que posee el gran arte de acicalar las cosas bajo la máscara impostora del candor y la equidad. Y por razón inversa, el más malvado y más despreciable es el que menos sabe fingir.
Ésta es justamente toda la diferencia que hay entre el honor y la perfidia. Pero por incontestable que pueda ser esta opinión, no me sorprendería que encontra pocos partidarios. Los más viciosos y corruptos tienen la manía de querer pasar por las personas de bien. El honor es un maquillaje del que hacen uso para ocultar sus iniquidades a los ojos de los demás. ¿Por qué la naturaleza ingrata me ha negado el talento de ocultar las mías?
Un vicio o dos de más -quiero decir, el disimulo y la hipocresía- me han puesto al unísono con el género humano. Sería, en verdad, un poco más pillo. Pero ¿qué desgracia habría en ello? Tendría eso en común con todas las personas honradas del mundo. Disfrutaría como ellas del privilegio de engañar a mis semejantes sin ningún cargo de conciencia. ¡Vanos anhelos! ¡Inútiles deseos!
Mi destino es ser sincero, y mi sino, haga lo que haga, odiar a los hombres a cara descubierta. He declarado antes que los odiaba por instinto sin conocerlos, declaro ahora que los aborrezco porque los conozco, y que no me trataría con indulgencia a mí mismo si no estuviera en mi naturaleza perdonarme antes que a los demás.

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España es la más orgullosa de las naciones y la que tiene menos motivos para serlo, a menos que las cualidades monacales -a saber, la beatería, la holgazanería y la mugre- sean títulos para enorgullecerse. En todo caso, no se le puede negar una gran bravura a este pueblo altanero y soberbio, pero sería de desear que lo templara la humanidad. Se recordarán siempre con tanto horror como indignación los actos crueles y feroces que llevaron a cabo en la conquista del Nuevo Mundo y los ríos de sangre que hicieron correr. Sólo los diablos o los frailes pueden haber inspirado tanta barbarie. No obstante, si creemos a esa buena gente, fueron sólo motivos caritativos lo que hubo en aquellas abominables expediciones. Era la propagación de la fe y la salvación eterna lo que regalaban a todos aquellos desgraciados a quines degollaban. ¡Qué infamia! Así la religión, mediante abusos sacrílegos, se convierte a menudo en pretexto de las iniquidades más perversas, y la maldad de los hombres llega a veces a hacer a Dios cómplice de sus crímenes.
Las falsas muestras de piedad tienen tal predicamento entre los españoles que el mayor de los canallas pertrechado de un escapulario y un rosario pasará por ser un muy buen cristiano, mientras que el más virtuoso que se niegue a llevar semejante baratija será visto como un excomulgado y un réprobo. Esto es lo que producen la superstición y la ignorancia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Está jefe

amado

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