El viejo Marx no padeció ninguna de estas complicaciones. Era un hombre sencillo, serio, bien educado, ni particularmente inteligente ni anormalmente sensible. Discípulo de Leibnitz y Voltaire, Lessing y Kant, poseía además un carácter tímido y bondadoso y, en los últimos años de su vida, se convirtió en apasionado patriota y monárquico prusiano, actitud que procuraba justificar señalando la figura de Federico el Grande, tolerante y esclarecido príncipe que salía triunfante de una comparación con Napoleón, notorio por su desprecio por los intelectuales ilustrados. Después de su bautismo, adoptó el nombre cristiano de Heinrich y educó a su familia como protestantes liberales, leales al orden existente y al monarca reinante de Prusia. Ansioso como estaba por identificar a este gobernante con el príncipe ideal descrito por sus filósofos preferidos, la poco atractiva figura de Federico Guillermo III provocó el rechazo de su leal imaginación. Y en verdad, la única ocasión en que, según se sabe, este hombre tembloroso y retraído se comportó con valentía fue en un banquete en que pronunció un discurso señalando lo deseable de moderadas reformas sociales y políticas, dignas de un gobernante sabio y benévolo. Esto atrajo al punto sobre él la atención de la policía prusiana. Heinrich Marx se retracto inmediatamente de cuanto había dicho y convenció a todos de que era totalmente inofensivo. No es improbable que este leve, pero humillante contratiempo, y en particular la actitud cobarde y sumisa del padre, produjeran definida impresión en su hijo Karl Heinrich, que entonces contaba dieciséis años, y de dejaran tras de sí el rescoldo de una sensación de resentimiento que el viento de sucesos ulteriores convirtió en llama.
Pronto su padre había advertido que, mientras los otros hijos no ofrecían características que los destacaran, tenía Karl a un hijo poco común y difícil; a una aguda y lúcida inteligencia se aliaba en él un temperamento tenaz y dominante, un truculento amor por la independencia, una excepcional contención emocional y, sobre todo, un colosal, indomable apetito intelectual. El timorato abogado, cuya vida había sido una permanente transacción social y personal, estaba desconcertado y asustado por la intransigencia de su hijo, que, en su opinión, lo enfrentaría inevitablemente con importantes personajes y podría un día ponerlo en serios apuros. Ansiosamente le rogaba en sus cartas que moderase sus entusiasmos, que se impusiera alguna suerte de disciplina, que no perdiera tiempo en temas que con toda probabilidad se revelarían inútiles en su vida posterior, que cultivara hábitos corteses y civilizados, que no se negara violentamente a adaptarse a las circunstancias para evitar así que la gente se apartara de él; le rogaba, en suma, que satisfaciera los requisitos elementales de la sociedad en que había de vivir. Pero estas cartas, aun cuando censuraban con mayor énfasis, eran siempre dulces y afectuosas; a pesar de la creciente inquietud que le inspiraba el futuro y el carácter de su hijo, Heinrich Marx lo trataba con instintiva delicadeza y jamás intentó oponerse a él ni imponerle su autoridad en ninguna ocasión seria. Consecuentemente, sus relaciones continuaron siendo cálidas e íntimas hasta la muerte de Heinrich Marx en 1838.
Parece cierto que el padre ejerció definida influencia en el desarrollo intelectual del hijo. Heinrich Marx creía como Condorcet que el hombre es bueno y racional por naturaleza y que, con sólo apartar de su camino los obstáculos artificiales, cabe asegurar el triunfo de tales cualidades. Aquéllos estaban ya desapareciendo, y desapareciendo con rapidez, y se acercaba velozmente el día en que las últimas ciudades de la reacción -la Iglesia católica y la nobleza feudal- habían de desplomarse ante el irresistible avance de la razón. Las barreras sociales, políticas, religiosas, raciales, eran otros tantos productos del deliberado oscurantismo de sacerdotes y gobernantes; con su desaparición alborearía un nuevo día para la raza humana, cuando todos los hombres fuesen iguales, no sólo política y legalmente, en sus relaciones exteriores, formales, sino social y personalmente en su más intimo trato diario.
Le parecía que su propia historia corroboraba esto triunfantemente. Nacido judío, ciudadano de inferior condición legal y social, había llegado a igualarse con sus vecinos más ilustrados, se había ganado el respeto de éstos como ser humano y se había asimilado a lo que se le aparecía como un modo de vida más racional y digno. Creía que despuntaba un nuevo día en la historia de la emancipación humana, a cuya luz sus hijos vivirían como ciudadanos libres en un estado justo y liberal. Algunos elementos de esta creencia aparecen claramente en la doctrina social de su hijo. Desde luego, Karl Marx no creyó en el poder de los argumentos racionales para influir la acción: al contrario que algunos de los pensadores de la Ilustración francesa, no creía en una mejora constante de la condición humana; aquello que puede definirse como progresivo en términos de la conquista humana de la naturaleza se ha logrado al precio de incrementar la explotación y degradación de los verdaderos productores -las masas trabajadoras-; no hay movimiento continuo en dirección a una felicidad o libertad cada vez mayor para la mayoría de los hombres; el camino hacía la realización de las potencialidades últimas, armónicas, de los hombres transcurre entre la miseria y la <<alineación>> cada vez mayor de la inmensa mayoría de ellos; esto es lo que Marx quería expresar con el carácter <<contradictorio>> del progreso humano.
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