José Luis Olaizola (Los amores de San Juan de la Cruz)

Como un ladrón en la noche

Fray Juan de la Cruz tomó la determinación de escapar de su prisión el día que le informaron que el nuncio, monseñor Sega, había revocado las disposiciones de su predecesor Ormaneto y puesto el gobierno de los descalzos en manos de los calzados.

Esta noticia llegó a Toledo el día 14 de agosto del 1578 y el padre Maldonado se aprestó a comunicársela, triunfante, a su prisionero. Entró en su celda y como se lo encontrara rezando de rodillas, de cara al lucernario, le dio con el pie y le reprendió:

-¿Por qué no os levantáis viniendo yo a veros?

-Discúlpeme, reverendo padre, creí que era el carcelero- se excusó humildemente.

-¿Y qué pensábais con tanto recogimiento?- se interesó puntilloso.

-En que mañana es día de Nuestra Señora y gustara mucho decir misa.

-No en mis días- le respondió con gran brusquedad; y a continuación le dio cuenta de las disposiciones de monseñor Sega.

Con dolerle mucho tales medidas, más le dolió el que ni en día tan señalado le dejaran celebrar misa, estando claro, además, que en lo que dependiera del padre Maldonado nunca más había de celebrarla.

Según manuscritos de la época, la fuga de fray Juan tuvo carácter milagroso y en ella intervino de manera señalada la Virgen María, que se le presentó en sueños y le dijo que había de huir y por dónde debería hacerlo. A lo que el santo replicaba: <<Que soñé con Nuestra Señora cierto es, como procuraba soñar todas las noches, pero no siempre lo conseguía; que me encomendé a ella, también cierto es, pues no hago nada sin ponerlo en sus manos; y que me ayudó en aquella ocasión no es menos cierto, pues ¿qué sería de mi sin su ayuda en ésa y en todas las ocasiones de mi vida? En lo demás me comporté como los hijos de las tinieblas, a los que alaba el Señor en los Evangelios por su astucia, es decir, valiéndome de las mañas de las que se sirven los condenados a galeras para liberarse de su triste condición>>

Su astucia consistió en calcular la distancia que mediaba entre la ventana del corredor más próxima a su celda y el suelo, sirviéndose de un hilo con una piedrecita atada en su extremo; luego, aprovechando la benevolencia de su carcelero, que sólo cerraba el candado de la celda por la noche, cuidó de aflojar las armellas que lo atornillaban; y, por último, partió en tiras las dos mantas de su lecho y con ellas trenzó una cuerda.

El dieciséis de agosto fue cuando se despidió de fray Juan de Santa María y le regaló el crucifijo que, a su vez, a él le había regalado la madre Teresa y tenía en gran estima; pero en más tenía a las almas y sabía cuánto convenía aquel desprendimiento con quien se lo merecía. Acertó en la dádiva pues este fray Juan de Santa María acabó profesando en la Descalcez y siendo muy buen fraile.

La llegada la noche, que era de luna creciente, se aprestó a la fuga, y tuvo sus apuros para alcanzar el balconcillo, por el que había de deslizarse, ya que debía atravesar la pieza de huéspedes, en la que descansaban dos frailes que estaban de paso. Por ser noche muy calurosa dormían mal, se removían a cada poco, parecía que se despertaban, se volvían a dormir, y fray Juan avanzaba y retrocedía tan sofocado según sus propias palabras, que hasta se olvidaba de encomendarse a la Virgen.

Por fin llegó al balconcillo, ató la cuerda al antepecho, se quitó el hábito para andar ligero, lo lanzó al vacío, y comenzó a descolgarse por la cuerda que, pese a estar hecha de mantas viejas y deshilachadas, aguantó su cuerpo por las pocas carnes que tenía.

Al llegar al suelo comenzaron los verdaderos apuros, porque se encontró sobre un murete, de unos tres pies de ancho, que él pensaba que comunicaría con la calle, pero no era así, sino que daba con el corral del monasterio de las monjas de la Concepción. Y en este corral se vió fray Juan, en camisa, pues el hábito se había enganchado en algún saliente y en las sombras de la noche no era a dar con él.

<<Sentí angustias de muerte, de ser encontrado de aquellas trazas en lugar prohibido para un fraile -escribió pasado un tiempo a la madre Teresa de Jesús-; volverían a apresarme los calzados y en esta ocasión motivos sobrados tendrían para ser aún más justicieros con mi persona, por el gran escándalo que es un fraile en camisa en clausura de monjas. Tentado estuve de dar voces, confesando mi culpa para que tuvieran compasión de mí, pues no veía modo de salir de aquel patio, todo él rodeado por edificios muy altos. Pero antes de gritar me encomendé a un santo muy de mi devoción para encontrar lo que es perdido, y con gran paciencia me puse a tantear entre las sombras y en esa paciencia, y en virtud de ese santo, estuvo mi salvación, pues encontré el hábito y con él, el camino de salida. El hábito estaba sujeto a una esquina de un muro, y todavía no alcanzo a comprender cómo llegó tan lejos en su caída, a menos que mi Ángel de la Guarda lo mandara allá, para que en mi torpeza viera que aquel muro tenía asperezas suficientes para que  pudiera trepar por él, como así hice, y del otro lado estaba la calle.

* José Luis Olaizola (La vida y la época de Juana La Loca)

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