Alain Finkielkrau (La ingratitud) Conversaciones sobre nuestro tiempo

Bueno. Planteo entonces de otra manera mi pregunta: ¿Siente usted nostalgia de la nostalgia, es decir, de un mundo donde el conservadurismo tuviera derecho de ciudadanía?

Hannah Arend contestó un día a Hans Morgenthau, que le preguntaba con cierta impaciencia, dónde se situaba políticamente: <<No lo sé, realmente no lo sé, y nunca lo he sabido. La izquierda piensa que soy conservadora y la derecha que soy de izquierda, anticonformista o Dios sabe qué. Y, tengo que decirlo, la verdad es que todo eso me tiene sin cuidado>>.

Pero eso es una pirueta.

No es una pirueta, es una paradoja. Una paradoja que, lejos de ser consecuencia de la ambición tan frecuente en los filósofos, de apoderarse del mundo a través del concepto -al mismo tiempo que uno mismo no deja por eso de seguir siendo inasible e incalificable-, da fe, en lo que respecta a Arend, de la experiencia misma del siglo XX.

El conservadurismo, es sabido, nace como reacción a la Revolución Francesa. Como pone de manifiesto la discusión que le dio nombre entre Edmund Burke y Thomas Paine, el conservador es en principio el hombre que protesta contra los derechos del hombre. En sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, que publica en 1790, en caliente, pues, Burke sostiene que el lenguaje de los derechos del hombre, atenta a las condiciones de una vida humana. La declaración de esos derechos hace de aquellos a quienes pretende exaltar -los hombres- individuos cuando, ante todo, son herederos. Y el Estado debe concebirse como <<una asociación no sólo entre vivos, sino entre los vivos, los muertos y los que están por nacer>>. Contrariamente a la orgullosa razón ilustrada, la sabiduría conservadora da crédito a los muertos, es decir, a la razón oculta en las costumbres, las instituciones y las ideas transmitidas. Frente al hombre en general, el conservador opone tradiciones concretas. A la abstracción, la autoridad de la experiencia. Al individuo quimérico, la realidad efectiva del ser social. A las reivindicaciones presentes, la piedad respecto al pasado. A la filosofía, en fin, la sociología y la historia. <<Uno de los primeros principios, escribe Burke, <<uno de los más importantes entre los que consagran la república y sus leyes, es el de evitar que quienes poseen temporalmente su usufructo se olviden de lo que han recibido de sus ancestros o de lo que deben a su posterioridad y actúen como si fueran dueños absolutos de ella [...]. Si se concediera sin reparos la facilidad de cambiar de régimen tantas veces y con tanta frecuencia como fluctuaciones se producen en las modas e imaginaciones, se rompería toda la cadena y toda la continuidad de la cosa pública. Dejaría de haber vínculo alguno entre una generación y otra. Los hombres apenas valdrían más que las moscas de un verano.

En los derechos del hombre, libro publicado en 1792, Thomas Paine denuncia con furor esta apología de la procedencia, de la circunspección y de la humildad. La igualdad y la libertad, viene a decir en sustancia, no rigen únicamente las relaciones entre los contemporáneos, sino las relaciones que los hombres de hoy mantienen con las generaciones difuntas. El pasado no es decisivo, sino caduco. La jurisprudencia no es, como Burke pretende, <<el orgullo de la inteligencia humana>>, sino el inútil fardo que impide ejercerla. Ya Jefferson dijo: <<Los muertos no tienen ningún derecho, no son nada, y ninguna nada puede poseer cosa alguna>>. Y Paine remacha el clavo: <<Defiendo los derechos de los vivos y me esfuerzo en impedir que sean alineados, alterados o recortados por la usurpada autoridad de los muertos>>.

Unos ciento cincuenta años después, Hannah Arend continúa la discursión. Y su meditación sobre el desastre totalitario la lleva, contra toda expectativa, a tomar partido por el conservadurismo. El siglo XVIII, dice, proclamó los derechos del hombre, pero es en el siglo XX cuando el hombre hace su aparición efectiva en la escena de la historia. Hoy ya no se puede decir con Joseph de Maistre: <<He visto a franceses, italianos, rusos, etcétera. Y hasta sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa. Pero, en cuanto al hombre, afirmo que nunca en mi vida he encontrado ninguno. Si existe, es sin que yo lo sepa>>. Pero nosotros sabemos, y es un doloroso saber, que se puede ser hombre, sólo eso. El hombre a secas, el hombre sin determinativos, el hombre liberado del todo anclaje y extraído de toda comunidad, el hombre reducido a sí mismo y exclusivamente identificable con su humanidad, no es una quimera metafísica o una pura concepción mental. Al hacer de la persona desarraigada su figura distintiva, nuestro tiempo se las ha ingeniado para producir millones de ejemplares de ese hombre. Así pues, el hombre existe, y a todo existir; pero la pura pertenencia a la especie es la peor prueba de ese existir: reducido a lo que es, el ser humano pierde a la vez la posibilidad de existir humanamente sobre la tierra y las cualidades que permiten a los otros tratarle como su semejante. El hombre que es nada más que un hombre no es ya un hombre: el argumento que Edmund Burke oponía al pensamiento de la Ilustración ha recibido, en los tiempos sombríos, <<la confirmación irónica, amarga y tardía de la experiencia>>

Si le entiendo bien, la meditación sobre el totalitarismo, es decir, sobre la negación total del hombre a sus derechos, habría llevado a Hannah Arend a ratificar la crítica reaccionaria de los derechos del hombre. Una itinerario verdaderamente singular.

Singular, quizá, pero impuesto por las circunstancias. Del desarraigo de los apátridas al internamiento concentracionario, la negación de lo humano ha tomado forma de desolación, es decir, de privación de suelo, de experiencia radical y desesperada de una absoluta no pertenencia al mundo. La libertad necesita un mundo. No es cualquier sitio, ni de cualquier manera, como el hombre puede vivir en tanto que tal entre los hombres, es decir, <<expresar opiniones significantes y llevar a cabo acciones eficaces>>. Para eso necesita existir en el seno de un pueblo, en cierto medio vital, en el interior de una comunidad política. Tal es lo que nos enseña, a contrario, un siglo devastado por la voluntad totalitaria de disolver el mundo humano en el progreso de la Historia. Lucha de razas, o lucha de clases, en el universo totalitario no hay más ley que la del movimiento: lo único real es el proceso histórico y lo único vivo la humanidad en marcha. Lo que, en definitiva, equivale a lo expresado en la fórmula glacial del Angkar (la organización de los jmeres rojo): <<Perderte no es una pérdida, conservarte no tiene ninguna utilidad>>. En el reino del Hombre, todos los hombres acaban por ser superfluos. Dicho de otra forma: la negación ontológica del individuo va acompañada del hundimiento del mundo en el río del devenir. Así pues, son los acontecimientos, y no el capricho, lo que ha hecho que Hannah Arend se niegue a elegir entre orden y movimiento. Porque ha sido testigo de cómo el movimiento se tragaba simultáneamente toda la estabilidad y cualquier iniciativa.

Sí, Hannah Arend es conservadora, porque tiene miedo. Tras haber experimentado la fragilidad de la permanencia, tiene miedo por el mundo. Próxima aquí a Simone Weil, tiene miedo por eso tan bello, gracioso, frágil y perecedero que es la patria no mortal de esos mortales que somos nosotros. Tiene miedo por esa ley positiva que rodea a todo recién llegado de barreras y, al mismo tiempo, garantiza la libertad de movimiento, la posibilidad de que algo nuevo e imprevisible ocurra. Tiene miedo por la trama simbólica, la comunidad de sentido que nos liga no sólo a nuestros contemporáneos, sino también a los que han muerto y a los que vendrán después de nosotros. Tiene miedo por el pasado, por el tiempo humano, por la continuidad que instituyen los objetos y las obras, por el marco duradero en cuyo inteior es posible desplegar la acción y la creación.

* Alain Finkielkraut (La humanidad perdida) Ensayo sobre el siglo XX
Alain Finkielkraut (Lo único exacto)

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