Juan Manuel de Prada (Dinero, demogresca y otros podemonios)

Chesterton avisaba a sus lectores contra quienes les metían miedo con las calamidades que acarrearía un hipotético triunfo del comunismo, a la vez que introducían de matute esas mismas calamidades mediante el consumado triunfo del capitalismo. Un siglo más tarde, esas calamidades han destruido por completo nuestras sociedades; pero todavía hay quienes siguen agitando grotescamente el espantajo del comunismo (que en estos momentos luce coleta y es guapito de cara), anunciándonos que viene a abolir la religión, destruir la familia y arrebatar la propiedad. Pero lo cierto es que el comunismo no podrá hacernos estas fechorías, por la sencilla razón de que ya nos las hizo el capitalismo: ha sido, en efecto, el capitalismo el que mandó a los viejos a residencias geriátricas para que no dieran la murga en casa; ha sido el capitalismo el que enfrentó a las generaciones, destruyendo el respeto reverencial que los hijos deben a los padres; ha sido el capitalismo el que instigó la competencia entre los sexos, convirtiendo los hogares en campos de Agramante; ha sido el capitalismo el que obligó a nuestros ancestros a abandonar la tierra donde habían eregido su morada (que el capitalismo se encargó después de convertir en campo de golf o urbanización de adosados) y los enviaron a un suburbio fabril a mil leguas de distancia (para que finalmente, después de malvivir durante décadas en un piso angosto, sus nietos pudieran comprarse un adosado en la urbanización que el capitalismo construyó sobre la tierra que sus abuelos tuvieron que abandonar). No dudo que el comunismo, si hubiese tenido ocasión, habría hecho lo mismo; pero lo cierto es que lo hizo el capitalismo.

Los profetas y profetisas también nos anuncian, jeremíacos, que el comunismo quiere destruir nuestra «forma de vida». Supongo que se refieren al way of life que nos impuso el capitalismo internacional, arrasando todas nuestras tradiciones y nuestra lúcida manera de entender el paso por este valle de lágrimas, con los pies afianzados en la tierra y la vista clavada en el cielo. Esa «forma de vida» consiste en vestir como si fuéramos mendigos yanquis, con vaqueros rotos que nos permiten mostrar gallardamente la raja del culo cuando nos agachamos (y lucir ufanamente en verano chanclas y bermudas); esa «forma de vida» consiste en trabajar como chinos en una oficina donde se nos obliga a comportarnos como chavales con nuestros compañeros y como gusanos con nuestro jefe; esa «forma de vida» consiste en comer un sándwich al mediodía (para no abandonar el puesto de trabajo, logrando así que nuestro jefe nos dispense una palmadita cariñosa, como si fuéramos caniches) y una pizza recalentada en el microondas por la noche (porque ya no sabemos cocinar, aunque a veces el recuerdo de los platos que nos cocinaba nuestra abuela nos hagan llorar de rabia); esa «forma de vida» consiste en desahogarnos el modo pauloviano retuiteando exabruptos, trolleando en foros donde se permite el anonimato y haciéndonos gayolas ante el ordenador, gracias al suministro de porno que nos garantiza el «mundo libre»; esa «forma de vida» consiste en divorciarnos, amancebarnos y volvernos a divorciar (cuidado de no tener muchos hijos por el camino, porque nuestros sueldos mil veces recortados por la crisis sólo nos permiten alguna escapadita low cost con nuestra «pareja»); esa «forma de vida» consiste en amuermarnos todas las noches delante del televisor, viendo programas cochambrosos en el que se nos habla de coitos (a ser posible por retambufa), o tertulietas más cochambrosas todavía, donde nos alertan de los peligros del comunismo.

Esa «forma de vida» amenazada por el comunismo consiste, en fin, en acatar rutinas trazadas por otros para la abolición de nuestra maltrecha humanidad, en aceptar modas creadas por otros para el saqueo de nuestros bolsillos, en amar de forma compulsiva y pasajera, en repetir como loritos las palabras gastadas y perogrulladas que escuchamos en las tertulias (haciéndonos la patética ilusión de que son brillantes ideas de cosecha propia), en realizar las funciones pasivas que nos asignan y disfrutar de los placeres permisivos que nos conceden. Y esa «forma de vida« uniformada, animalizada, impersonal y monótona, querido lector, es precisamente la forma de vida comunista; sólo que esa «forma de vida» tan abyecta, clausurada de Dios, huérfana de amores duraderos, aliviada tan sólo por desahogos sórdidos y solitarios, no nos la trajo el comunismo, sino el capitalismo, a cuyo cadáver quieren que nos atemos a toda costa, no sea que vengan los comunistas a jodernos una «forma de vida» tan molona.

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En los últimos años hemos observado, sin embargo, una nueva forma de propaganda sugestiva, muy astutamente adaptada a la presente coyuntura de crisis económica. Quienes manejan los hilos del poder, los «reyes de la tierra», saben que cada vez hay más pobres; y saben también que esta propagación de la pobreza podría poner en peligro su hegemonía. Sin embargo, los reyes de la tierra necesitan seguir exprimiendo a esas gentes cada vez más empobrecidas, sin que la conciencia de su pobreza les resulte aprobiosa en demasía; necesitan que sigan votando pacíficamente a sus negociados de izquierdas y de derechas; necesitan que sigan trabajando por menos dinero; necesitan que no monten demasiadas algaradas en las calles; necesitan, en fin, seguirlos adormeciendo con los mismos cuentos chinos con que los anestesiaron en épocas de vacas gordas. Pero la pobreza no pueden hacerla desaparecer; es más, necesitan seguir fabricando pobres a porrillo, pero pobres que no se den cuenta de que lo son. ¿Qué hacer entonces? ¡Pues convertir la pobreza en «tendencia»!

El otro día leíamos en un concurridísimo portal de interné una noticia rocambolesca. Una pareja de jóvenes neoyorquinos con sueldos birriosos mostraba con orgullo su casa de veinte metros cuadrados, un cuchitril inmundo disfrazado de cuchitril chupiguay: en él cocinaban, comían, dormían, excretaban y, desde luego, navegaban por interné como fieras; mantenían un blog en el que daban consejos de decoración a otros jóvenes en igual situación, para que pudieran disfrazar sus respectivos cuchitriles inmundos de cuchitriles chupiguay. Por supuesto, el concurridísimo portal de interné presentaba a estos pobres de solemnidad como monarcas del interiorismo coll; de tal modo que su ejemplo sirviera de consuelo (¡y orgullo, oiga!) a otros pobres de solemnidad amenazados por el desahucio, a la vez que de brújula esnob para ricos atentos a las «tendencias en boga». Este esfuerzo de la propaganda sugestiva por evitar que los pobres se subleven se aprecia muy significativamente en las modas indumentarias, que exigen a los ricos ir por la calle disfrazados de pobres, con chancletas y bermudas y camisetas pringosas (aunque sean de marca); también en los esfuerzos grotescos de los «reyes de la tierra» por retratarse engullendo comida basura, viajando en vuelos low cost, etcétera. 

Se trata, en fin, de convertir la pobreza en tendencia, para que el pobre no se sienta relegado, sino confortado y jaleado en su condición. Para poder seguir, en fin, exprimiéndolo indoloramente, haciéndolo sentir acompañado. Aunque sólo esté «rodeado» de otros que han sido sometidos al mismo proceso degradante.

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