Si el paro no existiese, el régimen ultraliberal lo habría inventado. Le es indispensable, pues es el desempleo lo que permite a la economía privada tener bajo su yugo a la población planetaria manteniendo sin embargo la <<cohesión>> social, es decir, su sumisión.
Así pues, su política se afana en mantener su concepto en un contexto en el que ya no tiene lugar y amenaza a cada uno de los individuos, salvo raras excepciones. ¿Qué medio de apremio más eficaz? ¿Qué mejor garantía de paz social>>?
Con la condición, no obstante, de no trastocar el viejo orden de valores relativo al paro y al empleo, de empujar a los unos a su veneración, aunque los otros lo pisoteen. De considerar <<arcaica>> toda preocupación vinculada a quienes sufren el mantenimiento del tal situación y toda crítica a una modernidad que consiste en hacer que el empleo siga siendo tan fundamental para los unos como beneficio lo es para aquellos de quienes depende, mientras que empleos y beneficios se convierten en incompatibles. Así pues, con la condición de evitar cualquier reevaluación, cualquier puesta al día, cualquier puesta al descubierto del sistema actual.
De ahí a la exaltación del culto al empleo, a medida que el empleo desaparece, y la focalización en él de toda la vida social y política, a medida que se extiende el paro. Mientras éste se incrusta y se convierte en estructural, se trata de imponer una versión del empleo que considera que su escasez es accidental y furtiva, y está a punto de desaparecer, desdramatizar así de manera muy oficial la situación de los parados. Decir que sólo se les pide un poco de paciencia y que serían ingratos si no estuviesen emocionados por todas las molestias que nos tomamos por ellos mientras ellos no hacen nada, por los esfuerzos incansable desplegados a fin de fomentar sus ilusiones con respecto a promesas ya presunta y virtualmente formuladas, y finalmente de manifestar esta confianza no tratando sus problemas, considerados prácticamente resueltos.
Esta buena conciencia permite insinuar que el estado de los parados no se debe en absoluto a las carencias de la sociedad, sino a su propia incapacidad, mala suerte o torpeza. O incluso a su pereza. De hecho, ¿no serían sospechosas de abusar de los bienes sociales esas personas <<que no trabajan, no buscan trabajo>> y se abandonan?
[...] Para los utopistas del siglo XIX, el fin del trabajo significaba la felicidad, un fin supremo reivindicado. No hace mucho, la misma idea de la desaparición del empleo gracias a la cibernética todavía era considerada una utopía, un acontecimiento altamente deseable pero que tenía pocas probabilidades de cumplirse; casi ciencia ficción, pero que a veces hacía soñar. De manera muy natural se suponía que tareas a menudo penosas y sin interés, o no elegidas, dejarían lugar a otras más significativas y gratificantes, que alumbrarían vidas más solazadas ¡y también más útiles! De hecho estábamos persuadidos de que el empleo en sentido estricto daría entonces lugar al verdadero trabajo y al mismo tiempo al esparcimiento, al tiempo liberado. ¿Cómo íbamos a imaginar que su desaparición engendraría más angustia, más miseria y esta desestabilización mundial de la sociedad, esta obsesión creciente y sin precedentes por el trabajo bajo la apariencia de trabajo, cuya ausencia, lejos de causar alivio, provocaría desesperación? ¡Y que esta ausencia, convertida en una presencia obsesionante, constituiría un peligro de tal naturaleza?
¿Cómo imaginar que se acentuaría la noción de laboriosidad, retrotrayéndonos a la época en que los <<patronos>> lo eran por derecho divino, y que el <<progreso>> consistiría en reconocerles un poder exorbitante, cada vez más tiránico, extendido a una dominación total y sin más fronteras? ¿Un poder convertido en una potencia anónima, abstracta y fuera de alcance que determinaría la política planetaria?
A nadie se le ocurría -pero ¿quién tenía entonces la menor idea en este campo?- que esta utopía se materializaría a favor de los amos sin identidad de una economía privada desbordada, de una especulación delirante, y que crearía para ellos un espacio apartado del derecho, de hecho un país virtual y preponderante, basando en su ideología, y que, con la fuerza que le da esa ausencia del derecho, se otorgaría todos los derechos. No imaginábamos de ningún modo que, frente a esta potencia cada vez más autónoma, en divorcio con la sociedad, el número ya no sería considerado una baza, una fuerza capaz de suscitar acontecimientos o de oponerse a ellos, sino una desventaja en sí.
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