Jorge Edwards (La muerte de Montaigne)

Michel de Montaigne, todavía lúcido, pero víctima del tumor ardiente que le había salido debajo de la lengua, y que se hinchaba por minutos, que le provocaba fiebre alta, en un estado de espíritu parecido al delirio, contemplaba las caras conocidas que desfilaban y las acogía con una inclinación de cabeza, con una mueca, con un estremecimiento convulsivo de la espalda, con una agitación vaga de los dedos. Adelante, regocijaos hipócritas amigos, parecía decir, como diría muchos años más tarde un casi contemporáneo y tocayo suyo Miguel de Cervantes, que yo me voy muriendo, y ustedes, en cambio, están condenados a seguir trotando, y sufriendo, y sudando la gota gorda. Después, cuando ya la sala del segundo piso de la torre estaba enteramente llena, y algunos habían tenido que subir para escuchar la misa desde las escaleras o desde el estudio del tercero, llegó el cura de la parroquia de Saint Michel de Montaigne vestido con sus mejores galas, portador de una alta cruz de plata, y dos monaguillos que le sujetaban los paramentos, y otro que le llevaba un cáliz tapado, y un cuarto que portaba campanillas, vinajeras, paños de encaje y otros acccesorios.

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