Identidad cultural
Una de las majaderías más enconadamente repetidas desde hace doscientos o trescientos años es la que predica la existencia de unos supuestos <<caracteres nacionales>> que determinan de modo inamovible la forma de ser y pensar de los diferentes países. Aún seguimos oyendo que los andaluces son alegres, los alemanes disciplinados, los gallegos nostálgicos, los italianos embaucadores y los uruguayos vaya usted a saber qué. Desde luego, no niego que por razones de educación común o circunstancias históricas compartidas las comunidades humanas no puedan ofrecer un cierto <<aire de familia>> que las singularice muy grosso modo. Son rasgos, por otra parte, que varían de una época a otra. A finales del siglo XVII, se daba por supuesto que los franceses eran un pueblo obediente y respetuoso de la tradición jerárquica frente a los tumultuosos ingleses, capaces recientemente de decapitar a su rey. Cien años más tarde, los franceses se caracterizaban por su furor revolucionario, mientras que el conservadurismo inglés era tópico propicio a los chistes. En cuanto a los españoles, durante siglos fuimos tenidos por racialmente sombríos, crueles y beatos hasta convertirnos hoy -por razones no menos inescrutablemente raciales- en juerguistas sin remedio y la alegre pandereta irreverente de la Europa comunitaria. Etcétera.
Valgan lo que valgan tales generalizaciones (que a mi juicio, si alguien me lo pregunta, valen más bien poco) lo que resulta obvio es que nada puede decirnos sobre el concreto carácter de tal o cual inglés, francés o español individual. En todos los lugares y en todas las culturas encontramos cualquier tipo imaginable de formas de ser personales. Estoy seguro de que en lo más profundo de la selva amazónica ha de vivir algún tupíguaraní cuya idiosincrasia se parezca más a la mía que la de muchos de los vecinos de mi barrio. Y seguro que no faltan esquimales cuyas dotes personales les asemejen más a Einstein o Groucho Marx que al resto de su comunidad. Nadie está programado por su etnia o su crianza para ser irremediablemente tal o cual cosa: sólo quien sueña con rebaños y no con personas piensa de otro modo.
Desde que el pensamiento político moderno trató de potenciar al individuo libre como sujeto creador de su propio destino entre los demás humanos, ha tropezado con doctrinas que ponen el elemento colectivo no elegido como determinación fundamental de cada vida personal. El siglo XIX vio surgir las doctrinas <<racialistas>> del conde de Gobineau, convencido de que los pueblos degeneran ineluctablemente cuando se mezclan unos con otros ( lo cual, por otra parte, está pasando sin cesar desde el alba de los tiempos). Este <<racionalismo>> fue sustituido más tarde por el racismo seudocientífico que mide los cráneos y analiza el Rh con el fin de establecer genéticamente diferencias insalvables entre los grupos humanos, así como una jerarquía de aptitudes para desempeñar ciertas tareas políticas, técnicas o artísticas. Por supuesto tales planteamientos son tan <<científicos>> como la astrología o la quiromancia, pero ello no ha impedido que en su nombre se hayan cometido las peores atrocidades a lo largo de todo nuestro siglo.
En la actualidad el racismo biológico ha sido sustituido por otra especie de racismo cultural o étnico. Se supone que las culturas son realidades cerradas sobre sí mismas, insolubles las unas para las otras, y cada una de las cuales es portadora de un modo completo de pensar y de existir que no debe ser <<contaminado>> por las demás. ¡Ojalá dentro de cincuenta años las invocaciones a la sacrosanta <<identidad cultural>> que debe ser a toda costa preservada políticamente sean vistas con el mismo hostil recelo con el que hoy acogemos las menciones al Rh o al color de la piel!.
Odios étnicos
El término <<etnia>> sirve para cotar el campo de estudio de una de las ciencias humanas que ha alcanzado mayor desarrollo y resultados más interesantes en nuestro siglo, la etnología. También es el nombre de un monstruo, de una fiera depredadora que causó y sigue causando los peores desmanes. La sanguinaria tarea de sus zarpas ha despedazado los Balcanes, amontonado cientos de miles de víctimas en Palestina o Ruanda, ha diezmado a los indígenas en varios países latinoamericanos, provocando estragos en Timor, impidió hasta hace muy poco la convivencia civilizada en Irlanda y la sigue dificultando seriamente en el País Vasco... Se ha convertido en uno de los peores nombres del espanto humano en el milenio que termina y parece probable que siga siéndolo en el que vamos a inaugurar.
Pero ¿qué nos enseña la ciencia humanista de la etnología sobre el espanto muy humano aunque nada humanista de las etnias? No mucho, en todo caso no tanto como podríamos esperar. Ni siquiera faltan etnólogos -o mitólogos de las etnias que se hacen pasar por tales- a los cuales puede reprocharse el azuzar los males que dicen estudiar... Por esa razón resulta especialmente bienvenido el libro de Michael Ignatieff, scholar en la mejor tradición británica y también periodística de altura en funciones, ha dedicado a esta cuestión. Si titula de modo algo equívoco El honor del guerrero pero lleva un subtítulo mucho más ajustado: Guerra étnica y conciencia moderna. Su tema, de rabiosa actualidad, no es más joven que Caín y Abel: por qué las identificaciones humanas según creencias, lenguas o costumbres -destinadas a permitirnos vivir como un grupo armónico- llegan a pervertirse en pretextos para aborrecer y agredir a nuestros semejantes.
Desde Freud sabemos que existe un <<narcisismo de las pequeñas diferencias>> que introduce hostilidad en las relaciones de quienes precisamente más se asemejan entre sí: hacia los vecinos del próximo barrio, hacia los habitantes del pueblo limítrofe, hacia los creyentes en una religión levemente disímil de la nuestra, hacia los emigrantes que vinieron aquí desde fuera tal como nuestros padres o nosotros mismos, pero cincuenta o cien años después, y todo así. En el fondo, intentan suscitar jerarquías sociales, exclusiones, apartheids, etcétera, sobre cualquier diferencia entre humanos, sea fantásticamente racial o étnica, es siempre un narcisismo de este tipo, porque las semejanzas desdeñadas son abrumadoramente mayores. ¡Pero si hay razones para pensar que hasta nuestro altanero desdén por los chimpancés es narcisismo puro!
¿Por qué ahora en Europa repunta gravemente el odio étnico, disfrazado de <<derecho de autodeterminación de los pueblos>> o similares? Según Ignatieff por la quiebra de viejos Estados dictatoriales tras la cual cada uno de los llamados <<pueblos>> que convivían en ellos buscan el apoyo de los <<suyos>> en lugar del pluralismo ciudadano de los derechos individuales. Y también por la necesidad de saldar las antiguas deudas y de vengar los agravios cometidos contra nuestros abuelos o padres: <<El tiempo soñado de la venganza se caracteriza por la simultaneidad. Los crímenes nunca quedan fijados en un pasado histórico; por el contrario, se encierran en un presente eterno desde el que piden justicia a gritos>>. El estereotipo de las identidades étnicas sirve para redistribuir una y otra vez el papel de verdugo y el de víctima, el justiciero y el ajusticiado. En veza de lavar definitivamente la sangre derramada por los ancestros que ya no están, los herederos perpetúan la sangría a costa de sus contemporáneos... Los hombres podrían perdonar y convivir: las etnias, por lo visto, no son capaces de tanto.
Julio de 1999
Julio de 1999
1 comentario:
Hombre, la consabida y mil veces repetida doctrina progre de que no se deben reconocer razas ni etnias, que la antropología está para otra cosa, cuál? ideologizar a las "masas cretinizadas" en el progresismo y el multiculturalismo... Nada nuevo bajo el sol.
El que no vea dogmas y censura de la buena debajo de la parafernalia pseudo-humanista barata y liberal que se gastan personajillos como este o U. Eco, es ciego de veras.
Venga, hastaluego!
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