Stefan Zweig (Novela de ajedrez)

>> Pues bien, los nacionalsocialistas, mucho antes de empezar a armar sus ejércitos contra el mundo entero, se habían ocupado de organizar un ejército no menos peligroso y eficaz en todos los países vecinos: la legión de los relegados, de los humillados, de los resentidos.  En cada oficina, en cada empresa, se habían infiltrado las que ellos llamaban "cédulas"; y ni tan siquiera en los domicilios particulares de DollfuB y Schuschnigg faltaban espías y confidentes. Incluso en  nuestra modesta gestoría habían logrado introducir a uno de los suyos, como tuve ocasión de comprobar más tarde. A decir verdad, no era más que un miserable oficinista falto de talento que yo había contratado por recomendación de un cura, con el único propósito de dar a nuestra agencia el aspecto de una oficina normal, de puertas afuera. En realidad sólo le encargábamos asuntos insignificantes, como atender el teléfono u ordenar las actas, que, claro está, no hacían referencia a nada esencial ni confidencial. En ningún caso estaba autorizado a abrir la correspondencia; todas las cartas importantes las escribía personalmente a máquina, sin sacar copia; los documentos importantes me los llevaba siempre a casa, y las deliberaciones secretas tenían lugar exclusivamente en el priorato del monasterio o en el consultorio de mi tío. Gracias a esas medidas de precaución, el confidente no llegó a enterarse nunca de ningún asunto relevante. Pero a raíz de alguna desdichada casualidad, ese ambicioso y fatuo individuo debió de darse cuenta de que no nos fiábamos de él y de que a sus espaldas ocurrían cosas por demás interesantes. Es posible que en mi ausencia a algún correo imprudente se le hubiera escapado hablar de "Su Majestad" y no del "barón Bern" tal como habíamos convenido, o que aquel bergante hubiera abierto alguna carta desobedeciendo mis instrucciones; el caso es que, sin que yo llegara a tener sospecha alguna, el hombre recibió de Múnich o de Berlín la orden de vigilarnos. Sólo mucho más tarde, me vino a la memoria cómo en los últimos meses su primitiva desidia se había convertido de pronto en diligencia, y que en aquel tiempo se había ofrecido con una insistencia casi importuna a llevar mi correspondencia al correo. Así que he de confesar que hubo por mi parte cierta falta de precaución, pero ¿acaso no cayeron también los más avezados diplomáticos y militares en las trampas que, malévolamente, les habían tendido los sicarios de Hitler? Recibí una prueba palpable de la escrupulosa y amable atención que la Gestapo deparaba a mi persona desde hacía algún tiempo cuando, la misma tarde en que Schuschnigg dio a conocer su renuncia, un día antes de que Hitler entrara en Viena, me detuvieron los hombres de la SS. Por suerte tuve tiempo de quemar los papeles más importantes apenas había acabado de oír en la radio el discurso de despedida de Schuschnigg ; y todos los demás documentos con los títulos imprescindibles para el reconocimiento de la propiedad de los valores, que habían depositado en el extranjero mi tío y dos archiduques, los envié al monasterio realmente en el último instante, mientras ya los esbirros aporreaban la puerta del despacho, escondidos en un cesto de ropa que la anciana portera, persona de absoluta confianza, llevó hasta el domicilio de mi tío.

El señor B. interrumpió su relato para encender un cigarro. El resplandor fugaz de la llama me permitió observar una contracción espasmódica de la comisura izquierda que ya antes me había llamado la atención y que, como podía comprobar ahora, se repetía cada pocos minutos. Era tan sólo un movimiento fugaz, apenas más perceptible que el tomar aliento, pero que confería a todo el rostro una singular expresión de inquietud.

-Probablemente se imagina usted que ahora voy a hablarle de aquellos campos de concentración a los que fueron deportados todos aquellos que habían guardado fidelidad a nuestra vieja Austria; de las humillaciones, torturas y ignominias que hube de soportar allí. Pero no ocurrió nada de eso. Me asignaron a otra categoría. No me amontonaron con todos aquellos desventurados que tuvieron que sufrir en cuerpo y alma la explosión de un resentimiento largamente acumulado, sino que me destinaron al grupo, mucho más reducido, de los prisioneros a quienes los nacionalsocialistas esperaban poder arrancar dinero o informaciones importantes. Como es natural, no era por mi humilde persona por quien se había interesado la Gestapo, pero se debían de haber enterado de que éramos los administradores, testaferros y hombres de confianza de sus adversarios más encarnizados, y lo que esperaban obtener de mí eran documentos de cargo: contra los conventos, para probar la acusación de evasión de capitales, contra la familia imperial y contra todo aquel que en Austria se hubiera sacrificado por la causa monárquica. Suponían, no sin razón, que de aquellas fortunas que habían pasado por nuestras manos debía de quedar escondida una parte considerable, inaccesible a su red de rapiña. Es por eso por lo que me detuvieron ya el primer día, para poder hacerme hablar con sus métodos refinados. A las personas de mi categoría, de quienes esperaban obtener dinero o documentos importantes, no las encerraban en campos de concentración, sino que nos reservaban un trato especial. Tal vez usted se acuerde de que ni nuestro canciller, ni el barón de Rotschil, a cuyos parientes esperaban arrancar unos cuantos millones, fueron a parar tras las alambradas de un campo de concentración, sino que recibieron un trato que podría parecer de favor puesto que fueron alojados en un hotel como el Metropol, que era donde tenía la Gestapo su cuartel general, en el que se asignó a cada uno de ellos una habitación independiente. También mi insignificante persona fue objeto de la misma distinción.

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