Víctor Gómez Pin (Reducción y combate del animal humano)

La libertad como creación permanente

El objetivo de erigir la causa del hombre en causa propia se evidencia como corolario cada vez que un individuo humano ve un espejo de sí mismos en los otros seres de lenguaje. Más sólo en reciprocidad, esta percepción de la esencia humana en el otro se traducirá en proyecto colectivo de dignificación. Proyecto que pasa por abolir las condiciones sociales que sólo dejan lugar a modalidades embrutecedoras de subsistencia.

Y el hecho de que esta abolición parezca un objetivo durísimo de alcanzar no puede servir de coartada para la renuncia. Pues cada vez que renace en uno el proyecto, se ha ganado ya una pequeña batalla y se ha abierto un horizonte a la causa. Supongamos que una persona acuciada por un trabajo carente de sentido y acaparador de la fracción del día no dedicada al sueño vislumbra la posibilidad de una confrontación que le permitiría arrancar un par de horas a esta mutilación de la vida. Si este logro se acompaña de la firme disposición a que las horas así conseguidas no sean dilapidadas en el embrutecedor ocio, sino consideradas como oxígeno para el ansia de humanización y ocasión de combate, entonces está ya en sí mismo anteponiendo el objetivo del espíritu a toda otra consideración, está haciendo de la libertad la causa final y así contribuyendo a la misma.

Pues la libertad, como la emergencia del mundo para ciertos teólogos, no se alcanza en lo instantáneo de <<un pistoletazo>>, sino en la constancia de una permanente creación. De alguna manera la lucha por la libertad confiere ya libertad, como la lucha por alcanzar la intelección matemática hace ya del ser humano matemático, y en general la lucha por reducir el símbolo que se resiste recrea en el sujeto de tal combate la condición de ser simbólico, es decir, de ser propiamente humano. Afirmaciones con las cuales no hago sino evocar una vez más las palabras de Aristóteles: activar la capacidad de idear (eidenai), capacidad de simbolizar a la vez que capacidad de subsumir bajo conceptos, es la inclinación o tendencia (orexis) propia de la específica naturaleza de los hombres. Y tal activación no es algo dado y ni siquiera algo que una vez alcanzado perdura, sino algo en pos de lo que el hombre se esfuerza, y que a veces parece una promesa permanente diferida. Por eso la filosofía, etapa última de la actividad humana, la filosofía que otorga unidad focal de significación a disciplinas que van de la matemática al canto trágico, es caracterizada por Aristóteles como ciencia... buscada, tan intrínsecamente buscada como lo es la libertad, hasta el extremo de que renunciar a la una equivale posiblemente a renunciar a la otra. 

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Se comprende así que el morir de un ser humano no constituya un acontecimiento unívoco, pues el morir de quien siente que la vida ya no sirve de soporte al espíritu, poco tiene que ver con el morir de aquel para quien sólo la vida cuenta, de aquel para quien la palabra nunca fue más que un expediente entre otros, un expediente análogo a lo que supone la destreza física, para intentar asegurar la pervivencia.

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Vaciamiento y miseria

Hay en Europa admirables contextos arquitectónicos, barrios enteros de famosas ciudades, que en un tiempo eran reflejo de comunidades que efectivamente los habitaban y que hoy, privadas de esa población, son reducidas a objeto de mirada exterior, a insustancial alimento para ojos de personas que, a menudo condenadas durante once meses del año a un trabajo sin sentido, han de consagrar las llamadas vacaciones a agotadores recorridos por lugares donde el encuentro fértil con gentes de la lengua y cultura del lugar que visitan es imposible. Pues es ya inconcebible que residentes se den cita en el entorno de esos núcleos <<históricos>> que un tiempo fueron alma de las ciudades, y a los cuales de alguna manera han renunciado. Y así, en su deambular de monumento en museo y de establecimiento típico en callejuela pintoresca, el viajero cultural sólo encontrará la imagen multiplicada de sí mismo, personas homologadas por la exigencia compulsiva de llenar un tiempo de ocio, aliñada con el cumplimiento de ese deber de consumir cultura.

Y esta reducción de las ciudades afecta a su entorno y eventualmente a su mar. <<Menos veleros y más pesqueros>> era uno de los eslóganes esgrimidos hace ya años por manifestantes de una ciudad portuaria, víctimas de este espejismo de progreso por el que los muelles de pesca devienen en gélidos garajes para yachts, los cargueros mutan en cruceros, y la arquitectura de élite sirve de coartada artística para erigir sobre las aguas mismas complejos de ocio que literalmente ocultan el horizonte.

La implacable lógica del sistema económico imperante es el motor inmediato de esta competencia entre rapiña de espacios urbanos y vaciamiento espiritual. Como el domador de Platón, el complejo económico que rige el turismo cultural explota quizás una inclinación psicológica que sería invariante de las sociedades humanas, a saber, la tendencia a cosificar el entorno, aboliendo su carácter de prolongación de las exigencias y preocupaciones que forjan el propio ser, tendencia por la cual en la valoración de los objetos, las casas, las fiestas y los ritos, la función (sea práctica o simbólica) que todo ello juega para el individuo como para la sociedad es ya variable sin peso.

De darse efectivamente tal inclinación, la industria del turismo cultural la satisface con creces, y así se pueblan las ciudades de mercados de artesanía en los que los compradores potenciales nunca tendrán la posibilidad de usar aquello que adquirieren. Y mientras se resucitan festejos <<populares>>, aun desaparecida toda memoria de los ciclos del calendario que se hallarían en su origen y expresiones folclóricas que nadie sabe a qué responden, los templos religiosos son reducidos a la condición de fetiche cultural, realizándose así esa <<muerte de las catedrales>> que ya presagiaba en su tiempo Marcel Proust. 

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