El excesivo celo en los particularismos filosóficos es de la misma naturaleza regresiva que los tribalismos identitarios. ¿Y en qué consiste la felicidad que busca el individuo tribal? En su autoconservación, su autoperpetuación y su autogratificación: la tríada pragmática que lleva implícita la miseria de todo razonar egocéntrico.
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El mundo dual y confrontativo es consecuencia de una visión maniquea que se niega a aceptar que para gozar a plenitud la luz es necesaria la cercanía de la oscuridad. Y ni el literato, ni el científico, ni el filósofo, ni el teólogo pueden dejar de lado la complementariedad so pena de ser presas de algún tipo de dogma o fundamentalismo. Aceptemos, pues, la proximidad e incluso el posible contagio, pero no la confrontación violenta que se afirma negando. La teoría de la contradicción lleva inherente su acabamiento en su propia condición abstracta: al combatir a su contrario, la razón se autoanula, es decir, lo que la razón combate es su propia imposibilidad; y este proceso negativo y aislador de la mente negativiza y aísla al propio individuo.
La desconfianza que los románticos tenían ante la autosuficiencia de la razón los acercó al arte. La confianza en la posibilidad ilimitada de la razón convirtió a la filosofía en dogma. Los que lograron conjuntar la imaginación con la razón intuyeron desde el principio que conllevar era un concepto más preciso y fluido que superar. Durante siglos la filosofía, la ciencia y la religión se pervirtieron en la búsqueda arrogante de la supremacía. Cada especialidad se autoasumía como el poseedor del método más preciso, y al final del delirio egocéntrico la descalificación era mutua. Las <<verdades fácticas>> les han dado a los científicos un estamento de confiabilidad del que están lejos los literatos, los filósofos y los teólogos. La ciencia es desacralizadora por naturaleza, y allí donde el científico más arrogante ve diversidad y confrontación, el místico más humilde ve unidad y complementación. La visión dual que canonizó Descartes no fue producto del azar ni de la temporalidad inconsciente; por lo contrario, fue el resultado de un recuestianamiento históricamente necesario y filosóficamente confrontativo. Pero Descarte - que creía que las piedras eran producidas por los rayos que caían sobre la tierra- nunca pudo imaginar que la ciencia terminaría desplazando el discurso filosófico a la parte oscura del saber, la misma cárcel racional preventiva a la que condenó a la metafísica, la alquimia y la mística.
Ahora que los filósofos y los teósofos prefieren pensar en un horizonte más evolucionario que revolucionario, los científicos se abocan efusivamente a la defensa del concepto de revolución. La evolución es lenta y gradual, la revolución es fulminante y desbordada, la misma radicalidad confrontativa e intolerante que ha caracterizado a los más grandes revolucionarios: desde Lucifer a Lenin, Mao y Che Guevara.
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Los filósofos que más cerca han estado de entender que el logro ético supremo es el autocontrol fueron los cínicos y los estoicos. A diferencia de los actuales profesores de filosofía, entorpecidos por la rumia y el interpretacionismo, aquellos filósofos primordiales vivían de acuerdo con lo que predicaban y predicaban de acuerdo como vivían. Su máxima era sencilla y comprensible aun para el bárbaro que llegaba por primera vez a la civilización polis: sólo el que es recto puede obrar con rectitud. Y se recurro al verbo predicar es porque eso es lo que hacían de manera ejemplar los cínicos, alertando en pasillos y plazas públicas a las multitudes bárbaras sobre la necesidad de tener una vida moral, sana y pacífica. Los orígenes de la filosofía cínica se confunden con el ascetismo religioso de los adoradores salemitas del Dios Único; pero sus herederos, los estoicos, dieron un paso crucial al ubicar la civilidad por encima de la religión. Desde Zenón de Citio hasta Séneca y Marco Aurelio, la pedagogía moral de los estoicos resaltó enfáticamente que no había mayor esclavitud que la del cuerpo, y que las marcas distintivas de un espíritu superior eran la bondad, la quietud y la plena libertad. Los estoicos fueron también enérgicos en rechazar el saber por el saber, renunciando de manera aleccionadora a la tentación sofística. Y si, a diferencia de los cínicos, escogieron a los hijos de las clases pudientes y no a la plebe inculta como depositarios de sus enseñanzas, no fue por el afán de lucro sino por creer firmemente que sólo educando a los que dirigen la sociedad pueden acelerarse los cambios sociales. Sin embargo, la verdad histórica no debe incomodarnos: jamás volvió a existir una expresión tan íntegra y sincera del quehacer filosófico.
Ante el logocentrismo inmoral del pensamiento actual, se impone de manera imperativa la necesidad de volver a sacar la filosofía a los espacios públicos. Y frente a la competencia egocéntrica que se promueve en las escuelas, es indispensable establecer la obligatoriedad de la enseñanza de la filosofía a nivel básico, para que los adolescentes aprendan a priorizar el autocontrol sobre la autogratificación, la cooperación sobre la competencia, el espíritu de servicio sobre el afán desmedido de triunfo. La descarada competencia que predica el utilitarismo neoliberal ha minado los cimientos sociocéntricos de la familia y de la escuela, contaminando de odio y violencia a toda la civilidad. La competición deportiva, cuando se pervierte con el deseo egocéntrico de poder, deriva fatalmente hacia la violencia ciega y rencorosa. Y de la misma manera que planteé metodológicamente la sustitución de la dialéctica de la contrariedad por la dialéctica de la complementación, propongo ahora la sustitución de la dialéctica de la competitividad por la dialéctica de la cooperación. Una cooperación inteligente y moral es indudablemente más incentivadora que cualquier competición egoísta que sólo busca la autogratificación a través de la motivación inmoral del lucro y del poder. Los mercaderes egocéntricos que niegan a reconocer que no puede haber verdad, ni belleza, ni bondad en el orgullo de las cifras y en la frialdad de las utilidades son una lacra social igual de dañina que los políticos inmorales.
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El establecimiento de códigos de comportamiento ético para favorecer a grupos es la expresión más explícita de la inmoralidad; y no son pocos los que creen que con la donación de ropa vieja, un kilo de azúcar o unos centavos se satisface la vocación solidaria.
Es la ética la que determina a la solidaridad, y no al revés; es la ética, el sentimiento más íntimo y profundo de justicia, la que nos permite saber cuándo infringimos la civilidad y dañamos el patrimonio ajeno en nuestro propio beneficio. Se trata de formas límite de egocentrismo, donde el interés de la secta, el sindicato o el club propicia el regreso a la conciencia tribal. La falsa ética no puede deslindarse de la mala religión; por ello, es igual de hipócrita la actitud del cristiano que se siente culpable sino da la limosna que le pide el mendigo profesional, que la actitud del solidario que consiente que le redondeen la cuenta en una tienda departamental para beneficio de niños con deficiencias genéticas procreados en condiciones bestiales.
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