La pretensión del neoliberalismo es que cada persona compita en el mercado con todas las demás, mientras es prácticamente imposible sustraerse a este comercio porque nuestra misma vida social —como cualquier usuario de Facebook sabe bien— se ha convertido en mercancía. El neoliberalismo toma el anarquismo y lo monetiza. La verdad es que los hombres y las mujeres del mundo global están trágicamente solos, a merced de fuerzas, esas sí, anárquicas en el sentido estricto de la palabra, es decir, sin gobierno ni mando, y federadas en su voluntaria extensión mundial. Son poderes frente a los cuales los individuos, privados de toda protección colectiva dotada de una fuerza igual, se transforman en bienes de intercambio devaluado. La libertad que de ello resulta es solo la del abandono, la del dejarse llevar como cuerpos inermes hacia un mar tempestuoso.
El despliegue mundial de los nuevos poderes acaba en un ahondamiento de la brecha de la unidad de clase entre una élite global y la ciudadanía nacionalizada. Reflejando la fragmentación del sistema-mundo, la recomposición rizomática de la riqueza y de la pobreza conduce a una renovada unidad de las élites. Hay ahora más semejanzas en los hábitos de vida, más comunidad de intereses —¡más «comunidad imaginada», más nación!—entre un profesional de Milán y otro de Johannesburgo que la que hay entre ellos y la franja más periférica de su país. Se trata, en algunos aspectos, de un retorno al concepto de «nación» que hemos visto surgir en la Sorbona medieval, es decir, una nueva parte de mundo que corta horizontalmente la adhesión social y efectiva a los propios Estados. Y mientras que la élites se unen cada vez más conjuntadas en una única tela de araña mundial, en todo el mundo los trabajadores son puestos en contra de otros trabajadores en una eficaz estrategia adecuada para dividir y gobernar. A menudo, los mismos bastiones obreros eligen a gobernantes nacionalistas que estigmatizan a los trabajadores de terceros países como si fueran estos la causa del empobrecimiento de los trabajadores nacionales.
Esta tendencia puede llevar a extremismos cuyo alcance aún se nos escapa: como la modificación biogenética de las personas va siendo cada vez más una perspectiva concreta, podemos imaginar —sin caer en la ciencia ficción—un futuro cercano en el que una parte de la humanidad conseguirá, a través de su riqueza y su posición privilegiada, aumentar sus capacidades mentales y motoras, dejando atrás a gran parte de la humanidad y transformando la diferencia entre clases en algo que se parece mucho a la diferencia entre especies. También esto, de alguna manera, es un retorno posmoderno al pasado: cuando la diferencia entre ricos y pobres era perfectamente identificable por las pronunciadas diferencias en expectativas de vida, apariencia externa y salud. La crisis climática, además, no hará más que dar mayor urgencia a este proceso; desde que hablamos de la crisis, el concepto de «apartheid climático» está entrando rápidamente en el debate público para señalar la gran brecha que se está creando entre aquellos que pueden pagarse su salvación (aunque sea temporal) y aquellos que, en cambio, se ven obligados a enfrentarse inermes a las peores consecuencias del desastre climático.
Este es el verdadero y posible nacionalismo del futuro, aparte del trucado que los vendedores de humo difunden hoy: la nación internacional de los privilegiados. No es pura casualidad que el politólogo búlgaro Iván Krastev identifique en el nacional-populismo una demanda latente de renacionalización de las élites. La demanda de una clase dirigente que recupere la relación orgánica con la nación de la que es parte. Eran —tiempo ha—los lazos de solidaridad nacional lo que garantizaba, aunque de forma limitada, la redistribución nación al de la riqueza y el sentimiento de un interés común por encima de las diferencias de clase. Apple será ciertamente estadounidense, pero no es para ella ningún problema mantener doscientos cincuenta millones de ganancias libres de impuestos fuera de Estados Unidos en paraísos fiscales; Ikea sigue ciertamente siendo sueca y continúa sirviendo salmón y albóndiguillas en sus restaurantes, pero lo cierto es que no contribuye al bienestar nacional eludiendo impuestos con su sede fiscal en Luxemburgo; Fiat, también podrá considerarse un pilar del industrialismo italiano, pero paga sus impuestos en los Países Bajos y gestiona su gobernanza desde Londres. Y lo que vale para las multinacionales vale también para las conocidas élites out of touch, distanciadas, cuya lejanía se manifiesta precisamente en la mirada que supera y va más allá de la comunidad de destino nacional. Nos encontramos hoy en el interior de un cosmopolitismo grotesco reducido a mero cosmos en el que no subsiste ninguna polis.
«Este es el fin de la democracia liberal / ¡bienvenidos a la jungla!», grita Iggy Pop en una canción de 2018. Es una jungla inhumana, que hace sentirnos presa fácil y nos empuja al miedo y a la agresividad, al cierre privatístico y a la celebración fetichista de la nación. No sabemos cómo salir de esto. ¿Y si no conseguimos ver el hilo de Ariadna porque nosotros somos precisamente el hilo?
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