Antonio Escohotado (Los enemigos del comercio) Una historia moral de la propiedad

Jacobinos y colectivistas

<<Soy francés, soy de tus representantes...
¡Oh pueblo sublime, recibe el sacrificio de todo mi ser!
¡Feliz el que ha nacido en tu seno! ¡Más feliz aún el que puede morir por tu felicidad!>>.

M. Roberpierre

Con la Constitución de 1791 llega una nueva forma de gobierno, donde las facultades del Rey se limitan a elegir primer ministro y ejercer un derecho de veto sobre decisiones de la Asamblea. La cuota del poder político atribuida a Luis XVI es mínima si se compara con el absolutismo nominal previo, aunque no deja de ser exorbitante para lo que el país está dispuesto a admitir. Cada uno de sus gobiernos debe, pues, optar entre sostener su decaída imagen o erosionarla más aún, cosa tan sencilla en la práctica como proponer o no el tipo de medida que se verá obligado a vetar. Barnave, primer encargado de la forma de gabinete, evita por ejemplo proponer una confiscación de los parientes no emigrados de emigrés, consciente de que el Rey habrá de oponerse. Su sucesor, Brissot, aprovecha ese proyecto de ley para exacerbar el odio a la Corona.

El tercer parlamento

La Asamblea Constituyente se transforma en Asamblea Legislativa tras nuevas elecciones, que no arrojan resultados imprevistos. Los nuevos miembros pertenecen abrumadoramente a clases medias y si algún cambio se observa es una progresiva pérdida de representatividad, pues la cámara que acaba de entrar en funciones es elegida por menos del 10 por 100 de los electores. La meta de todos estos parlamentos es ser foros democráticos, desde luego, pero la Asamblea Legislativa endurece las condiciones para votar y en bastante mayor medida los requisitos para ser elegido; los aspirantes a escaño deben ahora demostrar que pagaron al Fisco cuando menos el equivalente a cincuenta sous.

El resultado de las elecciones sigue dejando en minoría a Marat y al cada vez más radical Robespierre. De sus ochocientos miembros, la mitad vota sin adscripción a una línea fija, como Sieyès; ciento treinta y seis votan intransigente y doscientos sesenta y cuatro apoyan a los feuillants de Barnave, cuyo grupo asume las riendas del Gobierno. La estrella de la nueva Asamblea es Brissot, un nacionalista exaltado cuyo grupo de brissotins o girondinos acabará formando el último Gabinete de Luis XVI. El presidente del comité constitucional se ha despedido sugiriendo que <<el tiempo de la destrucción ha terminado>>, pero pocos parlamentarios están dispuestos a tolerar que algunas Cortes europeas hayan exigido respeto por la integridad física de la familia real francesa. La Declaración austroprusiana de Pillniz no fue un ultimátum -se limitaba a prever <<represalias>> si las agresiones se reprodujesen-, aunque esto se considera un ultraje intolerable a la soberanía nacional, disparando una declaración de guerra a Austria que se extiende a Prusia y que acabará incluyendo a Inglaterra, Holanda y España. 

A partir de entonces la situación interna se liga a éxitos y reveses del frente -que empieza siendo esto segundo ante todo-, y el proceso que conduce a las primeras levas en masa es indiscernible del que recorta progresivamente el pluralismo ideológico y las garantías civiles. La huída real justifica que el credo sans-culotte considere rota la baraja a todos los efectos, y dos semanas después de que la carroza real haya vuelto a París una manifestación antimonárquica se torna tan violenta que la Guardia Nacional debe proteger disparando a dar. Varios patriotas mueren, sus cadáveres se presentaran como mártires de un Gobierno tiránico y cierta asamblea parisina de distrito proclama: <<El deber más sagrado es olvidar la ley para salvar a la Patria>>

Llega la hora de borrar la distinción entre símbolo y lo simbolizado, el déspota y un pobre hombre vencido. Su torpe intento de ponerse a salvo reconfirma el Gran Miedo, una convicción que en 1788 y 1789 parecía borrosa y propia de analfabetos. Tan cierto como que los graves caen en ahora una conjura para acallar al pueblo matándolo de hambre, y quien diga otra cosa es un enemigo público. Este planteamiento lo vienen proponiendo de modo infatigable periódicos como L´Ami du Peuple de Marat o Père Duchesne de Hébert, que son las manifestaciones más incendiarias de una variada prensa política. 

Nuevos métodos

Desde la manifestación de julio de 1791 el patriotismo parisino ha ido creciendo como vapor calentado en condiciones de confinamiento, y para agosto del año siguiente <<la naturaleza del asunto ha cambiado por completo; ya no se trata de libertad, sino de salud pública>>. Identificada con el honor de Francia, esa salud contempla como foco infeccioso que los reyes sigan existiendo y haya aún tropas regulares en París, mientras afluyen de toda Francia adeptos al desagravio patriótico que será <<una venganza inolvidable y modélica>>. Las principales cabezas de esa reivindicación son el efusivo Danton, que ha ascendido a capitán de la Guardia Nacional, y el gélido avocat Billaud-Varennes (1756-1819), apodado el Rectilíneo. En la mañana del día 10, ante el despliegue de una muchedumbre armada con picas, mosquetes y abundante artillería, el marqués de Mandar -jefe de los que custodian el palacio- se dirige al Ayuntamiento para parlamentar.

Pero nada hay que convenir, el ataque no hará prisioneros, y tras oír algunos insultos el coronel Mandar es pulverizado cuando iba de camino al calabozo. Se ha puesto en marcha el estilo que corresponde a romper la baraja, y el chambelán Roederer convence al rey de que salga literalmente corriendo con los suyos hacia la Asamblea. Allí los diputados se avienen a darle refugio -unos por compasión y otros para poder juzgarle luego- , si bien no puede asistir a sus deliberaciones y debe conformarse con un cuarto trastero. Destituido a continuación, él y su esposa pasarán de ese recinto a cárceles separadas tan pronto como termine el combate en las Tullerías [...].

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