Disfrutar de los placeres y de la felicidad
Para equilibrar los posibles inconvenientes de la edad, el envejecimiento ofrece una ligereza del ser. Disfrutar conscientemente de los placeres y conocer la felicidad constituye el cuarto paso hacia la serenidad. Reciben una bienvenida más calurosa que en épocas anteriores algunos placeres que, ahora que ya ha pasado el momento de los huracanes orgiásticos, adquieren mayor valor al ser conscientes de que ya no vamos a disfrutar de ellos incontables veces, aunque no está aclaro cuándo será la última vez que escuchemos la canción melodiosa del mirlo al principio de la primavera, que olamos el aroma de la hierba recién cortada en la brisa de una tarde de verano, que arrastremos los pies por las hojas caídas en el otoño, que disfrutemos del calor hogareño mientras contemplamos los copos de nieve que caen en el exterior.
Disfrutemos de saborear una taza de café, que calienta el cuerpo y el alma, y da alas al espíritu, conscientes de que la vida es demasiado corta para tomar un mal café (y lo mismo puede decirse del vino). El aroma de la crema marrón, el sabor del líquido profundamente negro y el efecto excitante de la cafeína son placeres por los que vale la pena sentirse triste ante el declinar de la vida, con la esperanza de que se alarguen un poco. No hay razón para preocuparse de que con el paso del tiempo tengamos que tomar menos café, pues cuando más cara resulta cada molécula de esta reconfortable bebida, mejor sabe, mientras que en el pasado ingeríamos grandes cantidades de café sin ser conscientes de los placeres que nos procuraba. La serenidad significa dejarse seducir por estas delicias. En la capacidad de degustar de una manera consciente radica la razón para <<aceptar y estimar>> la vejez, porque, según señalaba Séneca en la duodécima de sus Cartas a Lucilio, <<está llena de alegrías cuando se sabe utilizar>>.
En mí mismo he podido comprobar que, además del placer del café, también va creciendo el placer de viajar, ¿se trata de la expresión de unas nuevas ganas de vivir? Cuantos más destinos me vienen a la cabeza, menos tiempo me queda. 1000 lugares que ver antes de morir es el título de un libro muy popular, pero un cálculo rápido me deja claro que ya no me es posible visitar esos mil lugares que debería ver antes de morir. Además, necesitaría mucho dinero y estaría sometido a un gran estrés al encontrarme continuamente de viaje y con el riesgo de agotar antes de tiempo mis recursos financieros y a mí mismo, que es lo que ocurre a algunos compañeros de viaje: <<Pronto no sabremos a dónde ir, ya lo hemos visto todo>>, opina con la mirada huidiza un hombre de 80 años aficionado a los cruceros y sin ningún <<nosotros>> a la vista. ¿Es posible que ya no le quede nada y que no tenga ninguna perspectiva para su vida? Pero, en cualquier caso, seguirá adelante con valentía: <<¿Para quién vamos a ahorrar? ¿Para los herederos? ¡Que se ganen el dinero!>>.
[...] Un placer que se intensifica con la edad es el placer de conversar y quizá también el placer de escribir algunas cosas para uno mismo y para los demás. Ahora se dispone de más tiempo para ello y se presentan muchas experiencias y reflexiones que pugnan para que las transmitamos y compartamos con los demás. Al igual que el cielo de la tarde al borde de la noche, se trata de la hora azul de la vida, que impulsa a las personas a sentarse en un rincón acogedor para hablar y explicar acontecimientos y reflexiones. Solo se trata de tomar de vez en cuando la palabra, no dejarse llevar por las repeticiones y preguntarse si es el momento justo de explicar precisamente esa historia, si los demás no se han ido aún y, desde luego, si están interesados en ella. Las cosas que tenemos reprimidas y que pesan en el alma pueden salir a la luz. Pero la conversación se diluye cuando nadie quiere escuchar, y parece que ese es uno de los problemas del envejecimiento: como no hay muchos a quienes explicar algo, pocos desean esperar a prestar atención a los demás. Una solución a este problema podría ser la organización de salones de historia, incluso organizados por uno mismo, en los que se trate de hablar y escuchar.
[...] ¿Y el sexo en la vejez? Mantente joven. Han desaparecido los miedos desde que el sexo en la vejez se presenta libremente en el cine (En el séptimo cielo, dirigida por Andreas Dresen, Alemania 2008). Antes nadie quería saber del tema, pero ahora se ha convertido casi en un lugar común. Pero el placer del sexo ha cambiado: el ansia que nos impulsaba antes para satisfacer a las hormonas ya no tiene tanta importancia. Ya no ocurre tan a menudo que caigamos en uno sobre el otro, pero la menor frecuencia no impide una intensidad creciente. El agotamiento posterior puede tener otras causas: el corazón y el sistema circulatorio se pueden ver seriamente afectados. Aun así, el gatillazo durante la práctica de sexo ocasional, que amenaza a los jóvenes, ya no es una posibilidad que se deba tener en cuenta, entre otras cosas, porque ya no existen tantas parejas potenciales para ello. Tampoco resulta demasiado probable un embarazo accidental, así que el sexo se puede convertir finalmente en un medio de comunicación, inspiración y exaltación; ahora más que antes vale la pena mantener una conversación. La potencia perdida se puede explicar de una manera elegante: <<¡Ya no me interesa!>>. Naturalmente, las pastillas ayudan a despertar de nuevo el placer, pero ¿lo quiero de verdad cuando ya no llega por sí mismo? ¿Lo quiere mi pareja? Eso habría que hablarlo. La serenidad se puede encontrar en el hecho de renunciar con buen ánimo a lo que ha parecido tan importante durante toda la vida. La importancia decreciente del sexo incluso puede propiciar el establecimiento de amistades más relajadas entre los sexos.
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