En el estado maníaco, el mundo parece generoso y eternamente magnánimo. Todo está ahí para ser tomado y disfrutado. Parece, en realidad, como si la persona estuviera despojada de su marco socio-simbólico, tanto religioso como económico. Atrás quedó la ética del trabajo heredada de los orígenes, el pudor o las inhibiciones en consonancia con la cultura, e incluso, a veces, las prohibiciones dietéticas de la religión. El sentimiento de vitalidad y energía del sujeto maníaco parece proporcional a la pérdida de esas características: cuando el enfermo se deshace de las preocupaciones y los límites que han dado forma, «renace», y el mundo parece radicalmente nuevo y prometedor.
Pero así como la deuda con respecto a los orígenes y la historia de uno mismo puede de repente convertirse en luz durante el episodio maníaco, también puede regresar con fuerza en la fase depresiva. Y la persona queda entonces tan atada que a veces no puede, ni siquiera moverse. Cuando los bienintencionados amigos de Adams le aconsejaron que saliera más, que tratara de dar paseos, no se daban cuenta de que era físicamente incapaz de cruzar la puerta de su casa, tal era su grado de paralización. Si en la subida maníaca la persona se apropia de algo sin pagar, luego tiene que pagar sin tener deuda ninguna. La deuda no puede ser cancelada sin que regrese, después, en sus formas más letales y abrumadoras.
Si en la manía la persona tiene el sentimiento gozoso ser no ser juzgada, de no ser responsable, el juicio regresa más adelante de una manera poderosa, en las depresiones. El hecho de que tantos sujetos maníaco-depresivos hablen de que en sus momentos bajos dan vueltas a su cabeza a todas las cosas malas que han hecho, incluso en años anteriores, pone de manifiesto que cualquier acontecimiento de la vida, por trivial que parezca, puede ser utilizado para añadir músculo al juicio condenatorio. Si en la manía el discurso de la persona puede pasar de un tema a otro con facilidad y soltura, luego, en la depresión, las palabras pueden limitarse a la repetición sistemática de una sola frase: «Soy un hijo de puta».
Analicemos de forma más detenida el vínculo entre gastar y robar. Un paciente maníaco-depresivo relataba sus expediciones por tiendas para llevar a cabo pequeños robos cada vez que se frustraban sus expectativas. «Sentía ira y rabia, como si las cosas se hubieran echado a perder para mí. Robar era para mí como una venganza». Adviértase que aquí el acento se pone en cómo las cosas se habían echado a perder para él, pero no en cómo él mismo podía haber echado a perder las cosas. Había comenzado a robar en la escuela, donde siempre convertía en el blanco de sus hurtos a los chicos que tenían más que él, los chicos ricos que venían de casas más acomodadas, de familias mejores que la suya.
La lógica subyacente sugiere que el robo estaba ligado a la cuestión misma de su identidad: «Si no puedo ser ellos, me apropiaré de lo que ellos tienen». La paciente que hablaba de sus compras desenfrenadas y sus «cosas sin utilizar» estaba guiada por una lógica similar. El hombre con el que estaba liada, y que terminaría pagando las facturas de sus gastos, pertenecía a una clase y a una cultura a las que ella siempre había aspirado, a pesar de la barrera que suponían sus orígenes más modestos. Si los vestidos que ella compraba eran imágenes de la persona que ella podía ser para él en las fiestas lujosas y en los partidos de polo que ella se imaginaba, también se lo estaba haciendo pagar mediante la creación de la deuda.
En el caso de Behrman, éste trabajaba para un artista de Nueva York, encargándose inicialmente de sus relaciones públicas y asumiendo más tarde, cada vez más, las actividades de un agente. El artista tenía éxito, era un hombre seguro de sí mismo, rico, cualidades por las que Behrman se sentía atraído. Pronto se confabuló con uno de los ayudantes del artista, falsificando cuadros y vendiéndolos como originales, incluso firmando las obras. En el caso de Stephen Fry, sus primeras compras alocadas se financiaron con tarjetas de crédito robadas a las mismas familias inglesas a las que había admirado y respetado. Si él se ponía las insignias de su abuelo en un acto de «reinvención», nosotros por nuestra parte no deberíamos olvidar que fue ese abuelo el que, en Hungría, había estado fascinado por todas las cosas inglesas, llevaba trajes de tweed y se sentía atraído por una imagen que no concordaba con su propia cultura judía. Tanto en Behrman como en Fry encontramos un eco de la fórmula: «Si no puedo ser ellos, tomaré lo que ellos tienen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario