El <<Estado social>>, esa culminación de la larga historia de la democracia europea y, hasta fechas recientes, su forma dominante, se bate hoy en retirada. El Estado social basaba su legitimidad y sus demandas de lealtad y obediencia de sus ciudadanos en la promesa de defenderlos y asegurarlos contra la superfluidad, la exclusión y el rechazo, así como contra las azorosas embestidas del destino, contra la reducción de los individuos a la condición de <<residuos humanos>>; en virtud de sus insuficiencias o sus infortunios; en resumidas cuentas, en la promesa de introducir certidumbre y seguridad en vidas en las que, de otro modo, imperarían el caos y la contingencia. Si los individuos desafortunados tropezaban y caían, habría alguien dispuesto a tenderles la mano y a ayudarles a ponerse otra vez de pie.
Las erráticas condiciones de empleo, zarandeadas por la competencia del mercado, eran entonces, y siguen siendo, la principal fuente de la incertidumbre acerca del futuro y de la inseguridad relativa a la posición social y a la autoestima que rondaba a los ciudadanos. El Estado social se comprometía a proteger a sus súbditos principalmente contra esa incertidumbre, creando empleos más estables y haciendo más seguro el futuro. No obstante, por las razones ya comentadas, ya no es éste el caso. El Estado contemporáneo ya no es capaz de prometer el Estado social, y sus políticos ya no repiten la promesa. Antes bien, sus políticas auguran una vida todavía más precaria y plagada de riesgos, que requiere muchos ejercicios sobre la cuerda floja, al tiempo que torna casi imposibles los proyectos vitales. Apelan a los electores para que sean <<más flexibles>> (o sea, para que se preparen para las cotas aún mayores de inseguridad que están por llegar) y para que busquen individualmente sus propias soluciones personales a los problemas socialmente producidos.
Un imperativo de suma urgencia, al que se enfrenta todo gobierno que preside el desmantelamiento y la desaparición del estado social es, por tanto, la tarea de hallar o de construir una nueva <<fórmula de legitimación>> en la que puedan apoyarse, en su lugar, la autoafirmación de la autoridad estatal y la demanda de disciplina. Los gobiernos estatales no pueden prometer, de forma verosímil, evitar la apurada situación de verse derribado como una <<víctima colateral>> del progreso económico, ahora en manos de flotantes fuerzas económicas globales. Sin embargo, una alternativa oportuna parece encontrarse en la intensificación de los temores ante la amenaza a la seguridad personal, que representan los conspiradores terroristas igualmente flotantes, seguida luego de la promesa de más guardias de seguridad, de una red más tupida de máquinas de rayos X y circuitos cerrados de televisión de mayor alcance, controles más frecuentes y más ataques preventivos y arrestos cautelares con el fin de proteger dicha seguridad.
En contraste con esa inseguridad demasiado tangible y experimentada a diario que general los mercados, los cuales no necesitan ninguna ayuda de las autoridades políticas saldo que les dejen en paz, la mentalidad de <<fortaleza sitiada>> y de cuerpos individuales y posesiones privadas bajo amenaza ha de cultivarse de manera activa. Las amenazan deben pintarse del más siniestro de los colores, de suerte que sea la no materialización de las amenazas, más que el advenimiento del apocalipsis presagiado, la que se presente ante el atemorizado público como un evento extraordinario y, ante todo, como el resultado de las artes, la vigilancia, la preocupación y la buena voluntad excepcionales de los órganos estatales. Y así se hace, y con resultados espectaculares. Casi a diario, y al menos una vez por semana, la CIA y el FBI advierten a los estadounidenses de inminentes atentados contra la seguridad, arrojándolos a una estado de permanente alerta de seguridad y manteniéndolos en dicho estado, poniendo firmemente la seguridad individual en el centro de las tensiones más variadas y difusas, mientras el presidente estadounidense no deja de recordar a sus electores, que <<bastaría un frasco, una lata, un cajón introducido en este país para traer un día de horror como jamás hemos conocido>>. Otros gobiernos que supervisan el entierro del Estado social imitan esa estrategia con avidez, si bien es cierto que con algo menos de fervor hasta la fecha (menos por falta de fondos, más que de voluntad). La nueva exigencia popular de un fuerte poder estatal, capaz de resucitar las marchitas esperanzas de protección contra un confinamiento en la basura, se construye sobre la base de la vulnerabilidad y la seguridad personales, en lugar de la precariedad y la protección sociales.
Como en tantos otros casos, así también en el desarrollo de esa nueva fórmula de legitimación Estados Unidos desempeña un papel pionero, creador de modelos. Causa poca sorpresa el hecho de que más de un gobierno que se enfrenta a la misma tarea mire hacia Estados Unidos con expectación y encuentre en sus políticas un ejemplo que puede ser útil seguir. Por debajo de las ostensibles y abiertamente aireadas diferencias de opinión sobre los modos de proceder, parece darse una <<unión de pareceres>> entre los gobiernos, en absoluto reducible a la coincidencia momentánea de intereses pasajeros; un acuerdo tácito y no escrito sobre una política de legitimación común por parte de quienes ostentan el poder estatal. Una muestra de que tal puede ser el caso la hallamos en el celo con que el Primer Ministro británico, observado con creciente interés por otros primer ministros europeos, acepta e importa todas las innovaciones norteamericanas relacionadas con la producción de en <<estado de emergencia>>, tales como encerrar a los <<extraños>> (eufemísticamente llamados <<solicitantes de asilo>> en campamentos, otorgar a las <<consideraciones relativas a la seguridad a una prioridad incuestionada>> sobre los derechos humanos, cancelar o suspender más de un derecho humano vigente desde los tiempos de la Carta Magna y del hábeas corpus, una política de <<tolerancia cero>> hacia presuntos <<criminales en ciernes>>, y advertencias sistemáticamente reiteradas de que algunos terroristas golpearán con toda seguridad en algún lugar y en algún momento. Todos nosotros somos candidatos potenciales para el papel de <<víctimas colaterales>>, en una guerra que no hemos declarado y para la cual no hemos dado nuestro consentimiento. Al compararla con semejante amenaza, que nos insiste machaconamente es que es mucho más inmediata y dramática, se confía en que los miedos ortodoxos de la superfluidad social quedarán empequeñecidos e incluso adormecidos.
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