Esa aversión a todo lo difuso y pesado tenía que transferirse necesariamente de la lectura de obras ajenas a la escritura de las propias e hizo que me acostumbrara a una vigilancia especial. En realidad escribir me resulta fácil y lo hago con fluidez; en la primera redacción de un libro dejo correr la pluma a su aire y fantaseo con todo lo que me dicta el corazón. Asimismo, cuando empiezo una ora biográfica, utilizo todos los detalles documentales que tengo a mi disposición; para una biografía de María Antonieta examiné realmente todas y cada una e las cuentas para comprobar sus gastos personales, estudié todos los periódicos y panfletos de la época y repasé todas las actas del proceso hasta la última línea. Pero en el libro impreso y publicado no se encuentra ni una sola línea de todo ello, porque, en cuanto termino de poner en limpio el primer borrador de un libro, empieza para mí el trabajo propiamente dicho, que consiste en condensar y componer, un trabajo del que nunca quedo suficientemente satisfecho de una versión a la otra. Es un continuo deshacerme del lastre, un comprimir y aclarar constante de la arquitectura interior; mientras que, en su mayoría, los demás no saben decidirse a guardarse algo que saben y, por una especie de pasión amorosa por cada línea lograda, pretenden mostrarse más prolijos y profundos de lo que son en realidad, mi ambición es la de saber siempre más de lo que se manifiesta hacia fuera.
Este proceso de condensación y a la vez de dramatización se repite luego una, dos tres veces en las galeradas; finalmente se convierte en una especie de juego de cacería: descubrir una frase, incluso una palabra, cuya ausencia no disminuiría la precisión y a la vez aumentaría el ritmo. Entre mis quehaceres literarios, el de suprimir es en realidad e más divertido. Recuerdo una ocasión en la que me levanté del escritorio especialmente satisfecho del trabajo y mi mujer me dijo que tenía aspecto de haber llevado a cabo algo extraordinario. Y yo le contesté con orgullo:
-Sí, he logrado borrar otro párrafo y así hacer más rápida la transición.
De modo, pues, que si a veces alaban el ritmo arrebatador de mis libros, tengo que confesar que tal cualidad no nace de una fogosidad natural ni de una excitación interior, sino que sólo es fruto de este método sistemático mío que consiste en excluir en todo momento pausas superfluas y ruidos parásitos, y si algún arte conozco es el de saber renunciar, pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia.
Si algo he aprendido hasta cierto punto de mis libros ha sido la severa disciplina de saber limitarme preferentemente a las formas más concisas, pero conservando siempre lo esencial, y me hizo muy feliz -a mí que desde el principio he tenido siempre una visión de las cosas europea, supranacional- que se dirigieran a mí también editores extranjeros: franceses, búlgaros, armenios, portugueses, argentinos, noruegos, letones, fineses y chinos. Pronto tuve que comprar un gran armario de pared para guardar los diferentes ejemplares de las traducciones, y un día leí en la estadística de la Coopération Intellectuelle de la Liga de las Naciones de Ginebra que en aquel momento yo era el autor más traducido del mundo (una vez más, y dada mi manera des ser, lo consideré una información incorrecta). En otra ocasión recibí una carta de mi editor ruso en la que me decía que deseaba publicar una edición completa de mis obras en ruso y me preguntaba si estaba de acuerdo con que Maxim Gorki escribiera el prólogo. ¿Que si estaba de acuerdo? De muchacho había leído las obras de Gorki bajo el banco de la escuela, lo amaba y admiraba desde hacía años. Pero no me imaginaba que él hubiera oído mi nombre y menos aún que hubiera leído nada mío, por no hablar de que a un maestro como él le pudiera parecer importante escribir un prólogo a mi obra. Y otro día se presentó en mi cada de Salzburgo un editor americano con una recomendación (como si la necesitara) y la propuesta de hacerse cargo del conjunto de mi obra para ir publicándola sucesivamente. Era Menjamin Huebsch, de la Viking Press, quien a partir de entonces ha sido para mí un amigo y un consejero de lo más fiable y que, cuando todo lo demás fue hollado y aplastado por las botas de Hitler, me conservó una última patria en la palabra, ya que yo había perdido la patria propiamente dicha, la vieja patria alemana, europea.
Semejante éxito público se prestaba peligrosamente a desconcertar al alguien que antes había creído más en sus buenos propósitos que en sus capacidades en la eficacia de sus trabajos. Mirándolo bien, toda forma de publicidad significa un estorbo en el equilibrio natural del hombre. En una situación normal el nombre de una persona no es sino la capa que envuelve un cigarro: una placa de identidad, un objeto externo, casi insignificante, pegado al sujeto real, el auténtico, con no demasiada fuerza. En caso de éxito, ese nombre, por decirlo así, se hincha. Se despega de la persona que lo lleva y se convierte en una fuerza, un poder, algo independiente, una mercancía, un capital, y, por otro lado, de rebote, es una fuerza interior que empieza a influir, dominar y transformar a la persona. Las naturalezas felices, arrogantes, suelen indentificarse inconscientemente con el efecto que producen en los demás. Un título, un cargo, una condecoración y, sobre todo, la publicidad de su nombre pueden originar en ellos una mayor seguridad, un amor propio más acentuado y llevarlos al convencimiento de que les corresponde un puesto especial e importante en la sociedad, en el Estado y en la época, y se hinchan para alcanzar con su persona el volumen que les correspondería de acuerdo con el eco que tienen externamente. Pero el que desconfía de sí mismo por naturaleza considera el éxito externo como una obligación de mantenerse lo más inalterado posible en tal difícil posición.
No quiero decir con ello que mi éxito no me alegrara. Todo lo contrario, me hacía muy feliz, pero sólo en la medida en que se limitaba al producto desgajado de mí, a mis libros y a la sombra de ni nombre, que estaba asociada a ellos. Era conmovedor ver casualmente a un pequeño bachiller entrar en una librería alemana y, sin reconocerme, pedir los Momentos estelares y pagar el libro con sus escasos ahorros. Podía alimentar mi vanidad el que, en un coche cama, el revisor me devolviera respetuosamente el pasaporte después de haber visto en él el nombre o el que un aduanero italiano renunciara generosamente a registrar mi equipaje, agradecido por algún libro que había leído.
Semejante éxito público se prestaba peligrosamente a desconcertar al alguien que antes había creído más en sus buenos propósitos que en sus capacidades en la eficacia de sus trabajos. Mirándolo bien, toda forma de publicidad significa un estorbo en el equilibrio natural del hombre. En una situación normal el nombre de una persona no es sino la capa que envuelve un cigarro: una placa de identidad, un objeto externo, casi insignificante, pegado al sujeto real, el auténtico, con no demasiada fuerza. En caso de éxito, ese nombre, por decirlo así, se hincha. Se despega de la persona que lo lleva y se convierte en una fuerza, un poder, algo independiente, una mercancía, un capital, y, por otro lado, de rebote, es una fuerza interior que empieza a influir, dominar y transformar a la persona. Las naturalezas felices, arrogantes, suelen indentificarse inconscientemente con el efecto que producen en los demás. Un título, un cargo, una condecoración y, sobre todo, la publicidad de su nombre pueden originar en ellos una mayor seguridad, un amor propio más acentuado y llevarlos al convencimiento de que les corresponde un puesto especial e importante en la sociedad, en el Estado y en la época, y se hinchan para alcanzar con su persona el volumen que les correspondería de acuerdo con el eco que tienen externamente. Pero el que desconfía de sí mismo por naturaleza considera el éxito externo como una obligación de mantenerse lo más inalterado posible en tal difícil posición.
No quiero decir con ello que mi éxito no me alegrara. Todo lo contrario, me hacía muy feliz, pero sólo en la medida en que se limitaba al producto desgajado de mí, a mis libros y a la sombra de ni nombre, que estaba asociada a ellos. Era conmovedor ver casualmente a un pequeño bachiller entrar en una librería alemana y, sin reconocerme, pedir los Momentos estelares y pagar el libro con sus escasos ahorros. Podía alimentar mi vanidad el que, en un coche cama, el revisor me devolviera respetuosamente el pasaporte después de haber visto en él el nombre o el que un aduanero italiano renunciara generosamente a registrar mi equipaje, agradecido por algún libro que había leído.
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