Cuando no anda por ahí en la valle, lo que más le gusta es acurrucarse en una esquina, en el quicio de la puerta, escuchando los sonidos de fuera, participando de manera intuitiva el trajín y el remolino dela vida de ese mar de casas. Aún sin ver nada, tan sólo por los olores que percibe, o por el viento que acaricia la piel, es capaz de adivinar la hora del día, o lo que ocurre en las callejas, y sabe si se trata de algo cotidiano o inusual.
Se limpia la dentadura, hurgándose con el palillo, se desenreda los nudos del pelo. A veces se limita a sentarse en silencio, con los brazos cruzados, abrazándose los hombros. Cuando sopla el viento sobre el Tíber y lleva consigo un olor a campo abierto, le vienen en mente recuerdos fugaces del suelo bajo el acueducto chamuscado por las fogatas, del niño que hubo que enterrar allí, de la rapiña y la prostitución bajo el humo de Roma.
El día de la entrada del emperador Honorio (la taberna de Apicio hasta los topes desde el amanecer), mientras está friendo pescado, encorvada tras el hornillo en el pequeño recinto maloliente y lleno de humareda, el enano -seguido de Balco- viene a decirle maliciosamente que Pílades está en la taberna con un hombre que se han encontrado por el camino:
- Para ti, querida, para que bailes con él, un joven bellísimo, no te creas, podríais representar a Eros y Psique, a Venus y Adonis...
- Largo de aquí, si no queréis que os escalde vivos con el aceite hirviendo...
Pero tan pronto como casa las sardinas de la sartén, va tras los otros, limpiándose las manos en la túnica, sacudiendo el pelo grasiento, hasta que le quedan los mechones delante y dos detrás.
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