Lo imagina uno en estado contemplativo, a medio camino entre Anthony Hopkins en Lo que queda del dia y Jovellanos retratado por Goya con la mejilla sobre la mano: la melancolía es un timbre del aire o un cristal turbio de vaho. La imperfección se se ha adueñado de la vida como la luz muerta va quedándose atrapada en el interior de los domicilios imperceptiblemente envejecidos, sin los cortinajes espejos y oscuros de hace cien años pero con un mismo efecto taciturno. Los lomos de los libros -encuadernados en piel y detalles dorados, como ya nadie hace- retienen la oscuridad porque la luz no rebota en ellos: si siquiera bajo el esplendor del mediodía entra la claridad en despachos nimbados por las notas de Schubert enfermo o un Béla Bartók crepuscular.
Se siente protagonista de un final prematuro, como si la sorpresa de la edad hubiera entrado en casa para desarmarlo y desconyuntarlo sin fuerzas para rebelarse. Se le pone la mirada vidriosa y patética de Aschenbach encarnado a Dirck Bogarde cuando sigue con la vista en la línea del mar los movimientos pueriles y huecos del Tadzio asexuado de Muerte en Venecia. Venecia o París, o Viena o Berlín, son una secreta memoria fabulosa porque en ella leyeron el artificio de la melancolía cuando todavía no eran melancólicos, cuando disfrutaban de la melancolía como fábrica ajena y no como mortificación biográfica. Las notas del Mesías de Haendel o la densidad exaltante de Bach han dejado de ser ensalmos vivos porque ya son sólo el formidable testimonio de la impotencia: sueñan como testigos de una intensidad perdida o tan amortiguada que ya parece el acompañamiento de fondo del desamparo.
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