El Meccano político o el contrato social como rechazo al nacimiento
Este Meccano siempre tuvo su importancia en las teorías políticas modernas. Hannah Arendt demostró que el totalitarismo tenía como principio el rechazo al nacimiento. El recién nacido, en vez de ser un acontecimiento sui generis, ya sólo es un momento de la dialéctica, un engranaje en la máquina social, un miembro del Partido. La experiencia de la paternidad nos enseña que, por muy bella que sea la Causa a cuyo servicio nos queremos entregar, el rostro de su hijo es aún más bello; pero el totalitarismo piensa lo contrario, porque la profundidad de los sexos es reemplazada en ese tipo de regímenes por las elucubraciones de un espíritu. Ahora bien, ese rechazo en el que se basa el totalitarismo se acurruca igualmente en el fondo de las teorías democráticas del contrato social.
Arendt ya había señalado esa complicidad de los extremos: el individualismo, que parece ser la pura afirmación de la libertad individual, asola a las personas, las secciona de sus solidaridades naturales y así las hace dóciles a la masificación y a todo viento de propaganda. El individualismo, si bien no se confunde con el totalitarismo, es al menos una de sus condiciones. Pero esa connivencia en los efectos procede de una identidad en uno de sus principios, a saber, que el individuo no nace. Puede que sea un sujeto autónomo, pero jamás es, en primer lugar, un hijo. En este sentido, lo lógico devora a lo genealógico. Los teóricos de una sociedad surgida del contrato nos proponen individuos salidos de ninguna parte, capaces de negociarlo todo por no haber aprendido a hablar nunca, sin padres, sin sexo, sin edad, sin lengua. Desde este momento, empezamos a creer que, si se despoja al individuo de más afiliaciones, se hace más libre y más ciudadano, como si el que conociera menos su lengua materna se expresara necesariamente con más locuacidad y no se viera tentado a ponerse a ladrar con la primera jauría que llegara.
Debido a su lógica antigenealógica, el contrato social provoca, muy a pesar suyo, ese fenómeno reciente al que podríamos llamar "pánico pedófilo". Nos sobrecoge el pánico cuando estamos frente a un mal flagrante, que nuestros principios ya no nos permiten denunciar. Como ya no queda ningún medio de rechazarlo racionalmente, el pathos ya no conoce freno, nos enfurecemos contra el criminal y el linchamiento toma el lugar de la justicia. El demócrata contractualista se escandaliza necesariamente con la violencia que se le hace al niño pequeño. Pero no puede condenarla con razón porque, en relación con su teoría, es al mismo tiempo una imposibilidad conceptual y una consecuencia concreta. Una imposibilidad conceptual porque, para él, no hay más que individuos autónomos capaces de firmar contratos -el hijo teóricamente no existe, sobre todo ese niño tan débil que, por su confianza con respecto al adulto, puede que parezca consentir su agresión como algo normal. Una consecuencia concreta, porque su igualitarismo de base ignora la jerarquía natural, generacional, que implica ciertos deberes de la generación precedente para con la generación siguiente: al no ser el individuo ni padre ni hijo, y creyéndose, por si fuera poco, con el deber de ser siempre joven, es totalmente normal y moral para él aparearse con su propio hijo -puesto que no es más que otro individuo... Además, si él no ha acogido a ese pequeño a través del otro sexo, según un don misterioso, si lo ha fabricado según sus proyectos, de construirlo o servirse de él a su antojo acaba siendo su más estricto derecho. Un padre no se debe acostar con su hija, pero Pigmalión puede casarse sin problemas con Galatea.
El nacimiento ha sido la bestia negra de la política moderna a causa de las dinastías que instaura, de las desigualdades que erige, de las libertades que predetermina. El hijo de rey siempre aparece como un hijo de puta desde el momento mismo que se presenta como hijo de... porque se jacta de su linaje, porque se enorgullece de algo que no ha merecido... El individuo libre, en cambio, sólo tiene lo que merece. Eso sí que está claro. Sólo se enorgullecerá de aquello que él haya construido, puesto que su apellido familiar vale menos que su marca registrada. Además, en nuestros días, el honor del nombre ya no tiene significado alguno. Sólo cuenta la publicidad del rótulo luminoso y el beneficio de la tienda.
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