Amos Oz (Contra el fanatismo)

El fanatismo es más viejo que el islam, más viejo que el cristianismo, más viejo que el judaísmo, más viejo que cualquier Estado y que cualquier gobierno o sistema político, más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera. La gente que ha volado clínicas donde se practicaba abortos en Estados Unidos, y los que queman sinagogas y mezquitas en Europa solo se diferencian de Bin Laden en la magnitud de sus crímenes pero no en la naturaleza. Desde luego, el 11 de septiembre produjo tristeza, ira, incredulidad, sorpresa, melancolía, desorientación y, sí, algunas respuestas racistas —antiárabes y antimusulmanas— por doquier. ¿Quién iba a pensar que al siglo XX le seguiría de inmediato el siglo XI. 

Mi propia infancia en Jerusalén me han hecho experto en fanatismo comparado. El Jerusalén de mi niñez, allá por los años cuarenta del pasado siglo, estaba lleno de profetas espontáneos, redentores u mesías. Todavía hoy, cada jorosolimitano tiene su fórmula personal para la salvación instantánea. Todos dicen que llegaron a Jerusalén —cito una famosa frase de una vieja canción— para construirla y ser construidos por ella. De hecho, algunos (judíos, cristianos, musulmanes, socialistas, anarquistas reformadores del mundo) han acudido a Jerusalén, no tanto para construirla o ser construidos por ella como para ser sacrificados o para sacrificar a otros, o para ambas cosas al tiempo. Hay un transtorno mental muy arraigado, una reconocida enfermedad mental llamada «síndrome de Jerusalén»: la gente llega, inhala el fresco y maravilloso aire de la montaña y, de pronto, se inflama y prende fuego a una mezquita, a una iglesia o a una sinagoga. O se quita la ropa, trepa a una roca y comienza a profetizar. Nadie escucha jamás. Incluso hoy en día, incluso en la Jerusalén actual, en cada cola del autobús es probable que estalle una exaltada agrupación callejera entre gente que no se conoce de nada pero que discute de política, moralidad, estrategia, historia, identidad, religión y de las verdaderas intenciones de Dios. Mientras discuten de política y teología, del bien y del mal, los participantes en dichas agrupaciones intentan, no obstante, abrirse paso a codazos hasta los primeros puestos de la fila. Todo el mundo grita; nadie escucha, excepto yo. Yo escucho a veces y así me gano la vida.

[...] La esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a la esposa, de hacer ingeniero al niño o de enderezar al hermano, en vez de dejarles ser. El fanatismo es una criatura de lo más generosa. El fanático es un gran altruista. A menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere salvar tu alma, redimirte. Liberarte del pecado, del error, de fumar. Quiere mejorar tus hábitos alimenticios o curarte de la bebida o de tus hábitos de votar. El fanático se desvive por uno. Una de dos: o te echa los brazos al cuello porque te quiere de verdad, o se te lanza a la yugular si demostramos ser unos irredentos. En cualquier caso, topográficamente hablado, echar los brazos al cuello y lanzarse a la yugular es casi el mismo gesto. De una forma u otra, el fanático está más interesado en el otro que en sí mismo por la sencillísima razón de que tiene un yo lo bastante exiguo o carece por completo de yo. El señor Bin Laden y la gente de su calaña no solo odian a a Occidente. No es tan sencillo. Más bien creo que quieren salvar nuestras almas, quieren liberarnos de nuestros horribles valores: del materialismo, del pluralismo, de la democracia, de la libertad de opinión, de la liberación femenina... Todo eso, según los fundamentalistas islámicos, es muy pero que muy perjudicial para la salud. Puede que el blanco inmediato de Bin Laden fuera Nueva York o Madrid, pero, con toda seguridad, la meta de Bin Laden no era los Estados Unidos. Su meta era convertir a los musulmanes pragmáticos, moderados, en «auténticos» creyentes, en su tipo de musulmanes. 

[...] Muy a menudo, todo esto comienza en la familia. El fanatismo comienza en casa, precisamente por la urgencia tan común de cambiar a un ser querido por su propio bien. Comienza por la urgencia de la autoinmolación por el bien de un vecino muy querido. Comienza por la urgencia de decirle a un hijo: «Tienes que ser com yo; no como tu padre» o «Por favor, sé muy diferente de ambos». O cuando los cónyuges se dicen el uno al otro: «Tienes que cambiar; tienes que ser como yo o de lo contrario este matrimonio no funcionará». Con frecuencia, comienza por la urgencia de vivir la propia vida a través de la vida de otro. 

[...] Y si ustedes prometen tomarse lo que estoy a punto de decir con una chispa de sentido del humor, me atrevería a asegurar que, al menos en principio, creo haber inventado el remedio contra el fanatismo. El sentido del humor es un gran remedio. Jamás he visto en mi vida a un fanático con sentido del humor. Ni he visto que na persona con sentido del humor se convirtiera en un fanático, a menos que lo hubieran perdido antes. Con frecuencia los fanáticos son muy sarcásticos y algunos tienen un sentido del sarcasmo muy afilado, pero nada de humor. Tener sentido del humor implica ser capaz de reírse de un mismo. El humor implica relativismo: es la capacidad de verse a sí mismo como tal vez te vean los otros, de caer en la cuenta de que, por muy cargado de razón que uno se sienta y por muy terriblemente equivocado que estén los demás sobre uno, siempre emerge un aspecto que tiene su innegable pizca de gracia. Cuanta más razón tiene uno, más gracioso se vuelve. Uno puede ser un israelí cargado de razón, un palestino cargado de razón o cualquier cosa cargada de razón, pero, si se tiene sentido del humor, puede que uno sea parcialmente inmune al fanatismo.

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Mi curiosidad también ha motivado mi fascinación por el mal. Las ciencias sociales tienen la tendencia a adscribir la expresión <<agresión>> al sufrimiento durante la infancia o la crueldad de la sociedad o al colonialismo. Las fechorías no existen; solo los crímenes inducidos por traumas. No hay malas personas; solo víctimas convertidas en verdugos.

Por consiguiente, los sociólogos y los psicólogos no reconocen el mal en absoluto. Pero se equivocan: el mal existe. Por otro lado, los teólogos reivindican a menudo que el mal pertenece a su propia especialidad. Pero también se equivocan: casi todos los seres humanos reflexionan sobre el mal y estamos profundamente fascinados por él, lo admitamos o no. 

[...] Años de observar el mal, en círculos históricos y en mis círculos íntimos y próximos, me han llevado a pensar que la distinción entre el bien y el mal es la parte más difícil del trabajo moral. Casi todos nosotros conocemos, aunque sea instintivamente, el imperativo categórico de Kant. Casi todos nosotros sabemos por experiencia qué es el dolor. Cuando herimos a los demás, sabemos que los herimos. Aunque finjamos no saberlo.

Todos hemos comido del Árbol del Conocimiento, cuyo nombre completo en hebrero es....., el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Si tuviera que condensar los Diez Mandamientos en uno, o el imperativo categórico de Kan en dos palabras, diría: <<No herirás>>. (O en tres: <<No infligirás dolor>>).

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