2. Lo religioso
Para el historiador Mircea Eliade la religión nos abre a lo más profundo del hombre. Para el sociólogo Émile Durkheim la religión es la primera manifestación de la vida comunitaria de los humanos. Para el sociobiólogo Edward O. Wilson la religión es, como los virus, una compañera inseparable en la evolución del ser humano, por lo que es del todo improbable que desaparezca. Y en los últimos tiempos se estudia con intensidad los sustratos neurológicos de la conducta religiosa. De ahí que haya aparecido una disciplina, la neurorreligión, que, aunque aún en pañales, nos puede ayudar a entender ese fenómeno complejo, misterioso y recurrente que hace que el ser humano proyecte sus fantasías y deseos en un cielo del que, al final, acaba dependiendo.
Por eso, y por mucho más, es ingenuo afirmar que la religión no merece estudiarse o que pertenece a un pasado que deberíamos olvidar. La religión lo invade todo y se difunde a través de todas las culturas. Y si bien es cierto que uno puede mantenerse indiferente ante lo que supone el hecho religioso, no es menos cierto que el hecho religioso está ahí, imponente, a veces desbordándonos y otras golpeándonos. Porque de la misma forma que contemplamos ejemplos de entrega amorosa a los demás, nos horrorizamos ante persecuciones, torturas y crímenes realizados en nombre de la religión. Además, la misma indiferencia intelectual tiene sus límites. Viene a cuento el dilema que establecía Aristóteles respecto a la filosofía: o hay que hacer filosofía o no hay que hacer filosofía. Si es que hay que hacerla, se hace. Y si no hay que hacerla, también hay que hacerla para demostrar que está de sobras. Apliquémoslo a la religión. El filósofo británico Antony Flew es una muestra clara de esto último. Se pasó toda la vida escribiendo y enseñando Filosofía de la Religión para negarla. Conviene añadir que, cosas de la vida, ya muy mayor defendió, contra todo lo que había dicho antes, la probabilidad de un Ser Supremo.
Es habitual oír, ante el hecho en cuestión, que hemos de respetar a las personas que se adscriben a una determinada religión. Nada habría que objetar a dicho respeto si de lo que se trata es de no entrar en la esfera de la religión más íntima de cualquiera de los miembros de la sociedad. Pero el respeto ha de ser de ida y vuelta, porque las religiones no son solo opciones tomadas en lo más recóndito del alma humana, sino que se presentan y compiten en la escena pública. Se edifican iglesias, se proclaman dogmas a viento y marea, se exhiben procesiones y un sin fin de lugares de culto. Por eso, el creyente religioso también ha de respetar a quien juzgue si le parece o no que el iluminado Mahoma era un profeta o si la Trinidad es un concepto más inconcebible que los números irracionales. Quien habla de comprometerse con lo que dice y se expone a su aceptación o refutación. Le quedará siempre el refugio de la fe, pero, una vez más, independientemente de que desde fuera se interprete su actitud como una explosión de su emotividad, si trata de exponer su fe, tendrá que someterse a las objeciones y preguntas que cualquiera le pueda hacer.
Se ha discutido acaloradamente sobre la etimología del término «religión». Lo que equivale en nuestro lenguaje a esa palabra no lo encontramos en las lenguas indoeuropeas. La causa reside en que la religión lo impregnaba todo, por lo que no se aislaba un trozo de la realidad y se le aplicaba una determinada palabra. Ocurre lo mismo con la palabra «guerra», a pesar de que los indoeuropeos eran muy belicosos. De nuevo, la causa hay que encontrarla en lo difuminado de una realidad que no es posible encajar lingüísticamente. En Grecia sucedía algo parecido. Existen algunas palabras griegas que se aproximarían a lo que nosotros llamamos «religión», especialmente thambos, que podríamos traducir por «deslumbramiento» y poco más. Pero el deslumbramiento, lo veremos más tarde, no es su característica principal y es propio también, por ejemplo, de la estética. La controversia comenzará de verdad en una lengua que nos es mucho más cercana. Agustín de Hipona pensaba que provenía del latín religare, estar atado, depender de alguien. Todavía hoy, y con evidente interés, hay quien sigue los pasos del santo. Según el lingüista Émile Benveniste, Cicerón tenía razón cuando escribió que la procedencia hay que buscarla, más bien, en el término relegere, releer, estar atento a los deberes del culto. Y, ya de manera sofisticada y solitaria, Robert Graves creía que su origen está en rem legere, bailar y rodear con hechizos a la Diosa Madre. Se trataría de un residuo tan bello como mistificado de la Vieja Europa.
* Javier Sábada (Ética erótica) Una manera diferente de sentir
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