Carlo Bordoni |
La estabilidad es imprescindible para la ideología; es la que le proporciona seguridad, la clave para una interpretación inequívoca de una realidad verdadera, inmutable y perfecta que lo es porque se opone a todas las otras variantes injustas de dicha realidad a las que combate y de las que tiene que defenderse constantemente para evitar caer en el oscurantismo. La estabilidad entraña inmutabilidad. La ideología en en sí conservadora, ya que cualquier cambio podría minar la estabilidad y las certezas obtenidas.
Libre de toda lectura codificada, de toda representación sesgada, la ideología lo ha guiado y explicado todo, desde la lucha de clases hasta el autoritarismo. En su furia ciega, ha reemplazado a las guerras de religión y se ha erigido e instrumento «justificado» de muerte, presión, destrucción y aniquilación del hombre, todo ello en nombre de un presunto beneficio futuro para la comunidad, beneficio que, sin embargo, a menudo ha terminado perdiéndose por el camino.
Los peores crímenes de la modernidad se han cometido en nombre de la ideología: desde las purgas estalinistas hasta los campos de concentración nazis. En la década de 1950, tras la muerte de Stalin, había quienes seguían defendiendo la determinación y el rigor ideológico de las decisiones políticas de aquel hombre frente a otras ideologías, occidentales y capitalistas, que se disponían a tomar el relevo.
La violencia basada en la ideología siempre se justifica desde el argumento de que puede resultar necesaria para defenderse de una amenaza peor (el estalinismo consiguió perdurar porque había que impedir a toda costa la posibilidad de regreso del nazismo-fascismo o del resurgimiento de la extrema derecha). El mismo razonamiento sirve para aquellos otros sistemas que han recurrido a toda clase de limitaciones de la libertad, a la agresión y a la provocación bélica con el fin de cortar de raíz la amenaza comunista.
Zygmunt Bauman |
El nacimiento de la idea de «Progreso», un trayecto esencialmente lineal, recto, predeterminado e imparable de avance de la condición humana, desde el salvajismo hacia la civilización a través de la barbarie, desde la servidumbre hacia la libertad, desde la ignorancia hacia el conocimiento, desde la sumisión hacia el poder sobre ella y, en definitiva, desde lo malo hacia lo bueno, y desde lo bueno hacia lo mejor, desde lo penoso hasta lo confortable y -por condensar todas esas esperanzas/convicciones/expectativas en una sola idea- desde los imperfecto hacia lo perfecto, fue el núcleo central de la Weltanschauung de la entonces incipiente clase media ese tercer estado que, según la memorable formulación del mismo que hiciera Sieyès no era nada, pero se convirtió en todo.
El «Progreso» fue la fe de Europa durante el culmen de su poder, es decir, durante la Europa del imperialismo, la conquista del mundo y el colonialismo, cuando era metrópolis de imperios en los que nunca se ponía el sol. La idea de progreso alcanzó el cenit de su dominio sobre la mentalidad europea justo antes de que el sol empezara a declinar por el horizonte de la larga edad oscura (treinta años de duración) que la guerra entre europeos que pugnaban por la redistribución de sus posesiones de ultramar estaba a punto de infligir al mundo, convertido en campo de batalla de las animadversiones particulares de aquellos.
Como ya he mencionado antes, John Gray califica de mito el concepto de «progreso» en su libro El silencio de los animales. Concretamente, ha escrito:
Para aquellos que viven dentro de un mito, este parece un hecho obvio. El progreso humano es un hecho obvio. Si uno lo acepta, se hace un lugar en la gran marcha de la humanidad. Pero la humanidad, por supuesto, no marcha hacia ninguna parte. «La humanidad» es una ficción compuesta a partir de miles de millones de individuos para los cuales la vida es singular y definitiva. Aun así, el mito del progreso es extremadamente potente. Cuando pierde su poder, los que han vivido de acuerdo con él pasan a ser —como planteó Conrad al describir a Kayerts y a Carlier—«como esos condenados a perpetuidad que, liberados después de muchos años, no saben qué hacer con su libertad». Cuando se les arrebata la fe en el futuro, se les quita también la imagen que tenían de sí mismos.
Deambulando entre las ruinas del imperialismo, el colonialismo y la arrogancia de nuestro continente, los europeos nos hallamos (como colectivo, que no siempre como individuos) en la posición de Kayerts y de Carlier, personajes de Conrad que «llevaban más de dos años [en el Congo] sirviendo a la causa del progreso». Es decir, que nos vemos bruscamente liberados (por las malas) de la prisión del mito, aunque encaminados por (o arrojados a) otra ruta, que es la que nos encontramos ahora. El resultado de todos modos, es más o menos el mismo, fuera cual fuere la ruta que hubiéramos tomado. No sabemos qué hacer con esa libertad que no habíamos perdido; ni siquiera sabemos qué es la libertad (uno sabe muy bien lo que quiere decir libertad cuando es algo que todavía no tiene y por lo que aún está luchando pero ya está) y tampoco estamos seguros de que valga la pena defenderla (solo se está seguro de que merece la pena reivindicarla hasta el momento en que se consigue). Esto provoca confusión, desorientación; la vida rebanada en episodios independientes que vagan a la deriva y se apartan unos de otros siguiendo caminos impredecibles. Todos esos sentimientos, impresiones y experiencias se combinan en un «síndrome de incertidumbre», acompañado de un «síndrome de incomprensión». Desde dentro del mito del progreso en el que estaban, nuestros antepasados miraban el futuro con esperanza; nosotros lo miramos atemorizados. Si la palabra progreso surge en nuestro pensamiento o en nuestra conversación, suele ser en un contexto en el que aparece, inextricablemente ligada a la amenaza de ser arrojados (o de caer) de un vehículo en marcha que acelera muy deprisa y que no obedece a ningún horario fijo o fiable, ni tiene ningún indicativo estable de ruta o destino. De promesa de dicha, la palabra progreso pasó a ser el nombre de una amenaza, de esas que son famosas por su fea costumbre de golpear sin aviso y desde el lugar más imprevisible. Puede afirmarse que la pérdida de la confianza en lo que debería ser un avanzar predeterminado (y, por lo tanto, asegurado) en la «dirección definida y deseable» que Bury señaló como la esencia misma de nuestro breve y tempestuoso romance con el «progreso» subyace a todas las demás crisis que afectan a la herencia que las generaciones que vivieron «dentro de» ese mito nos llegaron a nosotros, condenados a vivir fuera de él.
Entre esas «demás crisis», la que afecta a las instituciones democráticas heredadas es posiblemente la más grave de todas, pues ataca a los únicos instrumentos de acción colectiva con arreglo a fines determinados de que disponemos actualmente. Ya hemos comentado esa cuestión bajo el paraguas temático de la «crisis de la agencia»: la democracia representativa dentro del marco de una unidad política territorial soberana tiene primordial importancia entre las agencias a las que estamos acostumbrados a recurrir cuando necesitamos llevar a cabo una acción colectiva con un fin (lo que viene a ser a diario). Por razones que también hemos mencionado ya, esa agencia en particular ha dejado de ser capaz (o de tener interés en) cumplir su promesa de seguir la voluntad del electorado que la nombró como representante/plenipotenciaria suya.
Entre esas «demás crisis», la que afecta a las instituciones democráticas heredadas es posiblemente la más grave de todas, pues ataca a los únicos instrumentos de acción colectiva con arreglo a fines determinados de que disponemos actualmente. Ya hemos comentado esa cuestión bajo el paraguas temático de la «crisis de la agencia»: la democracia representativa dentro del marco de una unidad política territorial soberana tiene primordial importancia entre las agencias a las que estamos acostumbrados a recurrir cuando necesitamos llevar a cabo una acción colectiva con un fin (lo que viene a ser a diario). Por razones que también hemos mencionado ya, esa agencia en particular ha dejado de ser capaz (o de tener interés en) cumplir su promesa de seguir la voluntad del electorado que la nombró como representante/plenipotenciaria suya.
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