El dramaturgo marxista Bertolt Brecht, que escribió durante la época de Hitler, pensaba que empatizar con los personajes que estaban en el escenario implicaba el riesgo de ver mermada nuestra capacidad crítica, y consideraba que eso era precisamente lo que pretendían los poderosos. La empatía elevaría el sentimiento por encima de la razón crítica. Como marxista, Brecht también creía que la existencia social estaba formada por contradicciones, y que esas contradicciones llegaban al núcleo de la identidad personal. Mostrar a los hombres y a las mujeres como realmente son es mostrarlos mutables, contradictorios y enfrentados consigo mismos. A Brecht, la idea de personaje unificado y coherente no le parecía más que una ilusión. Suponía reprimir los conflictos internos del yo que podían encauzarse en favor del cambio social. En uno de sus relatos, Hern Keuner, que ha pasado muchos años fuera del pueblo, vuelve a casa y sus vecinos le dicen con alegría que no le ven nada cambiado. «El señor Keuner —escribe Brecht—palideció. Tras la idea de personaje que tiene Scott o Balzac hay una especie de política; tras la de Brecht hay otra distinta. Es el único hombre de la historia que tiene el honor de haber sido expulsado del Partido Comunista danés antes de presentar la solicitud de ingreso.
Si bien la compasión por medio de la imaginación sólo es una manera de acercarnos a los personajes, también tiene otras limitaciones más generales. A casi todo el mundo le parece inequívocamente positiva la expresión «imaginación creativa», igual que ocurre con otras expresiones como «mañana nos marchamos a Marrakech» o «tómate otra Guinness». Los asesinatos en serie requieren bastante más imaginación. Del mismo modo que puede servir para proyectar situaciones positivas, la imaginación también es capaz de proyectar coyunturas lúgubres y morbosas. Todas y cada una de las armas letales que se han inventado fueron en su momento el resultado de un acto imaginativo. La imaginación se considera una de las facultades más nobles, pero también resulta inquietante lo cerca que se encuentra de la fantasía, que en general se ubica en el otro extremo, en el fondo del pozo.
En cualquier caso, intentar sentir lo que siente otra persona no mejora necesariamente mi naturaleza moral. A un sádico le gusta saber lo que siente su víctima. Alguien puede interesarse por saber lo que siente otra persona para aprovecharse de ella más fácilmente. Los nazis no mataban judíos porque no pudieran identificarse con lo que éstos sentían, sino porque no les importaba en absoluto lo que sintieran. Yo no puedo experimentar los dolores del parto, pero eso no significa que sea despiadadamente indiferente al dolor de quien sí los sufra. En cualquier caso, la moralidad tiene muy poco que ver con la capacidad de sentir. El hecho de que sientas náuseas al ver a alguien a quien acaban de volarle media cabeza de un disparo no significa nada, ni bueno ni malo, siempre y cuando intentes ayudar a esa persona. Y al contrario: sentir una intensa compasión por alguien que acaba de caer por el hueco de una alcantarilla mientras doblas la esquina para dar un rodeo y evitar tener que ayudarle a salir no es una conducta digna de recibir muchos premios humanitarios.
La literatura en ocasiones se considera una manera «indirecta» de experiencia. Yo no puedo saber lo que implica ser una mofeta, pero un relato corto fascinante como una mofeta como protagonista puede permitirme superar mis limitaciones al respecto. Sin embargo, saber lo que se siente al ser una mofeta no tiene ningún valor. Los actos de imaginación no son valioso por sí mismo. No dice mucho acerca de mi sublime creatividad el hecho de que pase la mayor parte del día intentando imaginar qué sentiría siendo una aspiradora. Como tampoco debe preferirse siempre lo imaginario a lo real. Suponer que debería ser así, como hacen muchos románticos, implica una actitud curiosamente negativa respecto a la realidad cotidiana. Esto sugiere que lo que no existe siempre tiene más glamur o resulta más seductor que lo que sí existe, lo que podría ser cierto en el caso de Donald Trump, pero no si pensamos en Nelson Mandela.
Sin duda podemos ampliar nuestra experiencia de forma provechosa leyendo obras literarias, pero porque también puede ser una manera de compensar las deficiencias que encontramos en el mundo real. Los que tienen el tiempo y el dinero suficientes, por ejemplo, pueden explorar la región montañosa entre Pakistán y Afganistán. A la mayoría de la gente del planeta nos faltan los recursos para gozar de esa experiencia y no deseamos enrolarnos en Al Qaeda para disfrutarla gratis. Pero nos queda la posibilidad de leer libros de viajes. Si la riqueza estuviera repartida de un modo más equitativo, no obstante, podría reunirse mucha más gente por aquella zona, siempre que estuviera dispuesta a correr el riesgo de recibir algún disparo que otro. Una ventaja de la guía de Lonely Planet sobre el lugar es que a nadie se le ocurriría llenarte de plomo por leerla. En el siglo XIX, la literatura se recomendaba a menudo a la gente de clase obrera como una manera de experimentar vivencias como la caza del zorro o el matrimonio con un vizconde, puesto que no podían hacer ese tipo de cosas en la vida real. Aunque hay argumentos más persuasivos acerca de por qué vale la pena leer poemas y novelas.
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