Los tiempo habían cambiado. El mundo se había convertido en un mundo semejante al que había vivido el mismo Montaigne. Tierra dividida, la San Bartolomé eterna. Su propia existencia parecía tomar el mismo camino que la del francés: una vida de recluso, de fugitivo. La peste se había apoderado de Europa tal y como, en aquella época, había diezmado el Reino de Francia. La peste se había declarado en casa de Montaigne como había venido a llamar a su puerta en Kapuziberberg. Él había huido de Salzburgo como Montaigne lo había hecho de su castillo bordelés. El frances -bisnieto de Moshe Paçagon- había errado de ciudad en ciudad, rechazado e incomprendido, reivindicando su miedo a morir, su temor a la peste, repitiendo que quería vivir, preservarse. Él y Montaigne no eran héroes. Los separaban cuatrocientos años, una misma idea les obsesionaba: ser fieles a sí mismos -durante las masacres de San Bartolomé o durante los horrores de la Noche de los Cristales Rotos.
Se puso a leerlo con fervor. Y fue como si oyera la voz de un hermano murmurándole a la oreja: <<No te preocupes por la Humanidad que se está destruyendo, construye tu propio mundo>>. Una voz consoladora llena de sabiduría y de dulzura. Al acabar de leer el primer volumen, le vino una idea a la cabeza. Si no conseguía terminar su Balzac -Balzac estaba por encima de sus fuerzas, por encima de su talento-, ¿por qué no empezar una biografía de Montaigne?
Esa mañana le había llegado una carta de amenaza, la tercera en diez días. <<Te hemos encontrado. Te vamos a matar, a ti y a tu perra judía>>. Esas palabras le horrorizaban. Sabía que Río era un nido de espías alemanes. Los hoteles rebosaban de agentes de la Gestapo. Unos días antes, los periódicos habían anunciado el asesinato de un exiliado. Habían encontrado a Arthur Wolfe, miembro del partido comunista alemán, en un muelle del puerto con una bala en la cabeza. La fotografía del cadáver había aparecido en primera página.
Se puso a leerlo con fervor. Y fue como si oyera la voz de un hermano murmurándole a la oreja: <<No te preocupes por la Humanidad que se está destruyendo, construye tu propio mundo>>. Una voz consoladora llena de sabiduría y de dulzura. Al acabar de leer el primer volumen, le vino una idea a la cabeza. Si no conseguía terminar su Balzac -Balzac estaba por encima de sus fuerzas, por encima de su talento-, ¿por qué no empezar una biografía de Montaigne?
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Habían dado también algunos nombres de personalidades relevantes que podían ser la siguientes víctimas. El periódico de la mañana confirmaba que él estaba en la lista. ¿Sería el siguiente? Lo habían encontrado aquí, al otro lado del mundo. Petrópolis tampoco estaba suficientemente lejos de Berlin. ¿Adónde tenía que huir? ¿Adentrarse en la jungla con las tribus del Amazonas? ¿Sería Hitler quien decidiera su destino hasta el final de sus días?
En la ciudad, alguien debió de reconocerlo y dar su dirección -tenía que desconfiar de todo el mundo. Creía ver al delator en todas las equinas. El panadero le daba los buenos días de una manera llena de insinuaciones, el vendedor le había dado guayabas en mal estado, uno de los empleados de correos, contratado recientemente, había insistido en que le diera su dirección exacta, el hermano de la gobernanta inspeccionaba los alrededores de la casa con el pretexto de venir a buscar a su hermana, la mujer del libreto le había preguntado por qué ya no se publicaban sus libros en alemán, el camarero del Café Elegant no le miraba nunca a la cara. ¿Conocían entonces todas sus costumbres? Un día, había visto a alguien que parecía vigilarle. En otra ocasión, un sonido de pasos le había seguido de camino a casa. Él había llegado a pararse y el ruido de los pasos también se habían interrumpido. No se giró. ¿A quién habría visto si se hubiera girado para mirar: a alguien de la región o a un tipo grande y rubio llevando una gabardina y sombrero de cuero? Ya se imaginaba apareciendo en la primera portada de los periódicos.
<<¡Han asesinado al autor de Brasil, país de futuro!>>
Pensaba en la foto que ilustraría el artículo. La visión de su propio cadáver le obsesionaba.
Cuando estaba en casa, no temía nada: siempre llevaba consigo un frasco de veronal. No lo cogerían vivo. No mutilarían su cuerpo. Se negaba rotundamente a dejar para la posteridad la foto de un rostro ensangrentado. El veronal haría su efecto rápidamente antes incluso de que los asesinos apuntaran contra él sus armas, con el primer crujido de la puerta. El veronal era la poción mágica para ellos, los perseguidos. El veronal era su último aliado. Walter Benjamin también tenía su frasco, y Ernst Weiss, Erwin Rieger y todos los anónimos, sus primos vieneses, sus amigos de Berlín, cuya última voluntad era no caer vivos en manos de los nazis. Se agarraba a esta ridícula victoria frente a la barbarie. Todos los exiliados hablaban entre ellos, sin explicitarlo, de ese frasco aliado, compañero de infortunios, objeto de liberación. El viaje del veronal.
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