Si la mera mención de la belleza asociada al arte plantea problemas hoy en día es porque en el transcurso del siglo XX ha habido artistas que han librado una guerra contra los ideales estéticos tradicionales. Desde la época de los griegos el dogma oficial ha relacionado la belleza con la excelencia moral, y durante mucho tiempo se consideró que sólo la ejemplificación de la virtud poseía un valor estético legítimo. Aunque la definición de virtud ha cambiado constantemente, la subordinación de la estética a la moralidad concedía a la belleza la única función de exaltar el orden en el mundo, incorporada en los ideales geométricos de simetría, armonía y unidad; ideales que, admitámoslo, poseen un atractivo prácticamente universal para todos los seres humanos, ya que responden a un primitivo y desesperado anhelo de regularidad y predictibilidad en un universo caótico. Pero no haría falta llegar a Nietzsche para darse cuenta de que la reducción de la belleza a la virtud y a las formas predecibles podía ser un instrumento al servicio, digamos, de los deseos de un gobernante que decidiera controlar y orientar las fuerzas creadoras de la psique colectiva. De ahí que la estética tradicional fuera durante siglos un instrumento para alejar a los creadores de visiones dionisíacas que se salieran de esa tendencia fundamental del gusto humano hacia el orden, y así empujarlos a producir el artificio que el estado apolíneo requería para asegurar la tranquilidad, la estabilidad social y el poder.
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Lo que necesitamos hoy con la máxima urgencia es una nueva fe, pero no la fe de las religiones tradicionales ni de los movimientos revolucionarios. En su forma convencional, la religión tradicional nos pide creer en la existencia de un mundo superior que nos aguarda a todos después de la muerte y al final de la historia. Las ideologías revolucionarias, por su parte, ponen la esperanza, de manera similar, en una utopía que se pospone eternamente y que es indistinguible del paraíso terrenal de la escatología cristiana. Estas apelaciones a lo trascendente no hacen más que ampliar la brecha entre nosotros y el mundo, al menos que de algún modo puedan ser retrotraídas al aquí y ahora, es decir, a menos que el mañana se torne una dimensión del hoy. <<Tanto si somos cristianos como ateos, necesitamos razones para creer en este mundo>>, escribió Deleuze, situándose así en la improbable compañía de Albert Camus, cuyo libro El hombre rebelde hace un llamamiento similar a abandonar los ideales metafísicos en favor del inminente abrazo a la vida misma y al devenir de este mundo.
Antes de que podamos pensar siquiera en el rescate económico, el desarme mundial o las reformas económicas, debemos encontrar el camino de regreso a lo que los autores de ciencia ficción han llamado nuestro planeta natural. En efecto, el término abarca mucho más que la biosfera terrestre, incluye nuestras viviendas, nuestros lugares de trabajo, nuestra comunidad, familia, amistades y amores, pero también nuestra tecnología y herramientas, además de nuestro cuerpo físico, nuestra alma sensible y nuestra psique inconsciente. Necesitamos la fe para recuperar nuestra capacidad de sentir, de transmitir y de inspirar afecto con la misma apasionada intensidad que nuestros antepasados, la fuerza de cuyos sentimientos nos impactan todavía en el arte y en los registros que conservamos de ellos. La muerte de los afectos, tomando prestada la expresión de J.G. Ballard, es la auténtica catástrofe de nuestra época espectral, nuestra Hiroshima espiritual. Nos plantea la cuestión de si los enigmas de la existencia obtendrán finalmente respuesta en el Vaticano, en el Tíbet o en la total creencia de sentido del Gran Colisionador de hadrones, y empieza por sacudir el terreno bajo nuestros pies de manera que ni siquiera estamos seguros de poder hacernos la pregunta. Pero ni la religión ni la ciencia pueden devolvernos a un terreno seguro. Sólo puede hacerlo la imaginación. Sólo el arte es capaz de tender un puente entre nuestra alma y el mundo, entre nuestro cuerpo y la tierra.
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