Jaime Nubiola (Vivir, pensar, soñar)

SUPERAR LA MEDIOCRIDAD

Hace algún tiempo tuve la suerte de poder asistir a un interesante congreso en la Texas A&M University sobre el pragmatismo y el mundo hispánico. Me impresionó la nutrida participación de pensadores argentinos y me emocionó que, después de la breve sesión de apertura, la primera comunicación corriera a cargo de una brillante filósofa mexicana sobre las afinidades entre el intelectual argentino José Ingenieros (1877-1925) y el norteamericano Ralph Waldo Emerson (1803-1882). Entre otras cosas, Manuela Gómez invitaba a quienes la escuchábamos a volver a leer el libro El hombre mediocre, que es el título del curso que Ingenieros impartió en el año 1910 en la Facultad de Filosofía de Buenos Aires. Las lecciones de aquel curso y las del siguiente se publicarían primero en La Nación y con ese título general verían la luz en Madrid en la Biblioteca Renacimiento en enero de 1913. 

Al volver a mi Universidad seguí el consejo de la joven colega. En aquellas páginas en las que Ingenieros hace cien años fustigaba a sus coetáneos, me pareció ver algunos de los rasgos de la mediocridad contemporánea. «Muchos nacen; pocos viven. Los hombres sin personalidad son innumerables y vegetan moldeados por el medio, como cera fundida en el cuño social». Retrataba a los mediocres como aquellos que «cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida». Y unas páginas más adelante, caracterizaba la psicología de los hombres mediocres por «la incapacidad de formarse un ideal; piensan con la cabeza de los demás, comparten la ajena hipocresía moral y ajustan su carácter a las domesticidades convencionales». 

Han pasado cien años y aquellas palabras resultan todavía más verdaderas hoy que cuando fueron formuladas. Se ha instalado en nuestra sociedad una mediocridad general, que llena todo de una grisura viscosa y de una tibieza moral desoladora. En los medios de comunicación, cuando se ensalza la grosería, se alaban la medianía y la vulgaridad. Sin embargo, lo que ha cambiado respecto de hace cien años es que ahora esa tónica mediocre no viene de las masas o de las personas incultas, sino que parece venir de lo más alto de la escala social.

Cuantas veces las palabras y actuaciones de quienes ocupan puestos relevantes en la sociedad, incluidos los miembros del gobierno y de la oposición, resultan vergonzosas. "Nuestros gobernantes son gente mediocre", decía a una colega para explicarle lo que está pasando. "Menos que mediocres", me respondía ella con rotundidad. Hay muchos que piensan así. Hay muchos que piensan que la causa principal de los problemas que afectan a nuestros países es la mediocridad de nuestros gobernantes, que no están a la altura de los problemas que afligen a la sociedad y de las graves responsabilidades que pesan sobre ellos. 

En otros tiempos, la mediocridad —o las flaquezas— de quienes regían la sociedad quedaban ocultas por la distancia que mediaba entre ellos y sus súbditos. Ahora los medios de comunicación ponen ante nuestros ojos a diario sus acciones y, sobre todo, sus carencias personales y morales. En mi viaje a Estados Unidos pude asistir a un debate en la televisión sobre los estándares éticos que la sociedad norteamericana pide a los políticos a los famosos: se considera allí que un personaje público -aunque sea un jugador de golf- ha de ser ejemplar también en su vida personal, ha de ser un "modelo social".

Hace ahora también cien años, el filósofo y psicólogo norteamericano William James publicaba su famosa conferencia sobre "El equivalente moral de la guerra" en la que siendo él pacifista, trataba de rescatar en tiempos de paz las mejores virtudes de la vida militar, desde la obediencia hasta la valentía pasando por la renuncia al interés privado en favor del interés general. James advertía que un pacifismo dulzón podría llegar a deteriorar el carácter moral de los ciudadanos. Frente a la degradación y la crueldad que generan las guerras, James aspiraba a un rearme moral de la sociedad para una paz fecunda y duradera.

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[...] "La filosofía es teoría que ilumina la vida" tuiteaba uno de mis alumnos del pasado curso y me alegraba comprobar que al menos uno había captado y expresado lo que quería decirles. Frente a la filosofía moderna que privilegió unilateralmente la razón y frente al irracionalismo nietzscheano postmoderno que presta atención solo a los efímeros impulsos vitales, lo que nuestro tiempo necesita es intentar articular las aspiraciones teóricas más abstractas con las necesidades humanas más prácticas.

Pararse a pensar es el primer paso —el motor de arranque— de la vida intelectual. La segunda etapa es aprender a escuchar a los demás y a decir lo que uno piensa, sea de palabra o por escrito. La tercera —que dura toda la vida— consiste en empeñarse en vivir lo que uno dice. Pensar lo que uno vive, decir lo que uno piensa, vivir lo que uno dice: esto que parece un trabalenguas es —me parece a mí— el motor de la vitalidad interior. 

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[...] Tengo miedo a la burocracia, a las organizaciones burocráticas en las que nadie tiene tiempo o ganas de pararse a pensar en los porqués, en las que se transfiere la responsabilidad de la decisión al que está arriba, a la organización, porque se supone que sabe más o tiene motivos que no podemos conocer. Tengo miedo también al creciente ordenancismo regulador que vivimos en Europa en muchos ámbitos y en todos los niveles. No me parece mal que los gobiernos procuren una vida sana y ordenada para sus ciudadanos. Pero temo que muchas medidas legislativas nacen de una desconfianza hacia la libertad de las personas, hacia su razonabilidad, hacia su capacidad de asumir riesgos y de resolver con sentido común los inevitables conflictos que surgen en la convivencia humana.

Si los gobiernos se empeñan en preverlo todo y en controlarlo todo, temo que nuestros países lleguen a convertirse en espacios de insaciables consumidores infantilizados, que han dejado de preguntarse los porqués de las cosas porque resulte innecesario, superfluo o incluso peligroso. Frente a la respuesta inhumana del guardián de Auschwitz, vale la pena recordar que los seres humanos vivimos de razones, de respuestas a los porqués, somos -al menos debemos aspirar a serlo- capaces de dar razón de las posiciones morales que mantenemos. Si renunciamos a preguntar los porqués, renunciaríamos a lo más importante, a aquello que nos hace humanos. 

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