INCIPIT VITA NOVA: OTRO HORIZONTE CULTURAL
Ese radicalismo ambiguo que dejan como herencia los años sesenta, junto con el auge del neoliberalismo, contribuye a configurar lo que se podría llamar el «molde cultural» de Occidente en las décadas siguientes. Las afinidades no son triviales. La nueva izquierda, como ha señalado Tony Judt, abandona pronto los motivos clásicos de la desigualdad, la distribución del ingreso, la producción de bienes públicos, y se concentra en preocupaciones individuales: la libertad, la autenticidad, los temas de los estudiantes universitarios de los sesenta, y deriva poco a poco hacia la defensa del derecho a la diferencia.
La traza básica de ese molde cultural en los países centrales deriva de dos tendencias mayores. La primera, resultado del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, resultado del feminismo también, es un movimiento hacia una mayor igualdad formal, jurídicamente protegida, contra cualquier forma de discriminación por motivos de género, de origen étnico, religión. La segunda, secuela del entusiasmo meritocrático de los nuevos universitarios, y del progreso del programa neoliberal, es una justificación abierta, explícita, de las desigualdades, en sociedades en que comienza de nuevo a concentrarse el ingreso. El resultado de ambas cosas en conjunto es un renovado, exacerbado individualismo. Y un nuevo eje para el consenso ideológico, en la oposición entre la igualdad de oportunidades, por la derecha, y el derecho a la diferencia, por la izquierda.
En resumen, el neoliberalismo hereda mucho del espíritu de las protestas juveniles, y en buena medida su vitalidad depende de eso, de que es capaz de mantener un aire contestatario. Importante tenerlo presente. Su programa es fundamentalmente conservador, incluye muchos de los temas más clásicos de la derecha empresarial: libre mercado, control del déficit, reducción del gasto social. Sin embargo, en los años setenta y ochenta es un movimiento de oposición, rebelde, enemigo del orden establecido, un movimiento de protesta contra el Estado, contra la burocracia, los sindicatos, la clase política, contra todos los parásitos del sistema de la posguerra.
En su momento, la denuncia resulta muy verosímil. El Estado de Bienestar es el orden establecido, indudablemente. Y favorece a sindicatos, funcionarios, políticos. No hace falta mucho para que parezca que frente a ellos están sencillamente los individuos, cuya vida está permanentemente acotada, regulada, vigilada. Pero lo interesante es que va a conservar ese aire juvenil y contestatario en las décadas siguientes. La explicación no tiene mucho misterio: en la medida que no desaparece, y no va a desaparecer el Estado, ni los impuestos, ni los sindicatos ni la regulación de la economía, ni los servicios públicos, siempre será posible situarse en la oposición y denunciar a los vividores, exigir menos impuestos, menos leyes, menos burócratas, menos gastos.
En la línea de Hayek, de Mises, hay una inclinación muy característica a proponer soluciones imposibles, extremas: eliminar el impuesto sobre la renta, privatizar la acuñación de moneda, suprimir la regulación de los medicamentos, lo que sea. Con la consecuencia de que siempre falta algo que hacer, siempre es insuficiente la liberalización, y el sistema establecido se empeña en conservar privilegios, repartir rentas y favorecer a sus parásitos. Los neoliberales de los años noventa, y del nuevo siglo, son siempre jóvenes rebeldes en las calles de París, pidiendo lo imposible.
La retórica aprovecha una veta antipolítica que hay siempre en las sociedades modernas, y mantiene una inclinación populista que suele ser muy eficaz. Está ya presente en la obra de Mises, también en Friedman, en políticos como Margaret Thacher. La línea argumental es sencillísima: los burócratas se arrogan el derecho de decidir cómo debe vivir la gente, qué debe consumir o cómo tiene que educar a sus hijos; en contra de eso, la receta neoliberal es clara, obvia, transparente, que la gente decida, que los consumidores decidan, que nadie se meta en su vida. Es un programa simple, convincente, asequible para el sentido común de cualquiera.
Volvamos un poco atrás. La crisis de los años setenta tiene muchas aristas, y parece empeorar sin remedio conforme pasa el tiempo. El fin del sistema monetario de la posguerra, la devaluación del dólar, el embargo petrolero, la recesión en Europa. Las políticas convencionales no parecen tener ningún efecto, desde luego no positivo: aumenta el déficit público mientras persiste el estancamiento, y sube la inflación. Las protestas se intensifican en todas partes. Las imágenes de la década son de la gente en la calle, manifestaciones y cargas de policía, gases lacrimógenos, lo mismo en Londres que en Santiago de Chile, en la Ciudad de México, en París. La Comisión Trilateral publica un informe famoso para anunciar el riesgo de ingobernabilidad de las democracias, debido a que los electores siempre pedirán más, de manera irresponsable, y los políticos estarán tentados a ofrecerlo.
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