G. S. Piense que mientras Pol Pot enterraba vivos, literalmente, a cien mil hombres, mujeres y niños en Camboya, nadie movió un dedo. A pesar de estar al corriente, Inglaterra vendía armas a los jemeres rojos. En la época de Auschwitz no se sabía lo que estaba pasando, o muy pocos lo sabían. Realmente muy muy pocos. Pero entonces todos lo sabían, podía verse en la televisión todas las noches. En ese mundo, el mundo de un hombre que ha construido y estandarizado Auschwitz y el Gulag —imagínese, ¡las víctimas de Stalin y Lenin se estiman en setenta millones!—, el umbral de lo humano, el mínimo que implica el hecho de ser hombre, ha bajado, ha bajado muchísimo. Como prueba me limito a esta sencilla constatación: no hay ninguna información de una nueva atrocidad, que aparezca en la televisión o en la radio, que no nos creeríamos. Es algo totalmente nuevo. Y puede demostrarse. Cuando contaban que los alemanes, en 1914 y 1915, habían cortado las manos a los belgas, una semana más tarde se sabía que era mentira, que era una broma pesada de la propaganda. Seguro que hay muchos otros ejemplos. Hoy ya no habría nada que la gente no se creería. Es posible que una atrocidad acabara siendo falsa; eso es otra cosa. Pero a priori diríamos: «¡Vaya! Sí... y mañana será peor».
Pero no hablan de nuestro papel en Ruanda, y en tantos otros sitios... En Indonesia hay una masacre todos los días; en Birmania, la situación de niños, hombre y mujeres es terrible. Hay más niños esclavos en la actualidad que en ningún periodo de la humanidad. Cientos de millones de niños pequeños, de nueve o diez años, trabajan catorce horas al día en fábricas chinas, pakistaníes o indias. Pero nadie mueve un dedo. Eso es lo que quiero decir con: «bajar el umbral» de lo que significa ser humano.
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G. S. Los historiadores más rigurosos estiman que entre el mes de agosto de 1914 y el mes de mayo de 1945, en Europa, en nuestra Europa y en el mundo eslavo occidental, más de cien millones de hombres, mujeres y niños fueron masacrados por las guerras, los campos, el hambre, las deportaciones y las grandes epidemias. Es un milagro que todavía exista una civilización europea. Todo lo comprendemos al revés. El milagro es que haya algo que sobreviviera a la mayor masacre de la historia.
Desde entonces, las masacres en los Balcanes nos recuerdan que la fragilidad de la situación de Europa sigue siendo extrema. Justo después de la Primera Guerra Mundial Valéry había escrito esta frase que llegó a ser muy famosa: «Nosotras, las civilizaciones, hemos aprendido que somos mortales» Desde entonces la situación se ha vuelto mucho más dramática. Los Estados Unidos se han convertido no solo en la mayor potencia mundial, sino además en algo así como un modelo para el hombre. Guste o no, con la revolución tecnológica americana, la explotación del espacio, la investigación científica, es América la que impone a los sueños de gran parte de la humanidad lo que llamo una «California imaginaria».
Europa ya no tiene ningún modelo que proponer, ni siquiera a sus jóvenes. Los jóvenes están hartos de la alta cultura, de la alta civilización que no fue capaz de oponerse a la barbarie, o que más de una vez se puso a su servicio. Ya hemos visto hasta qué punto la vida de la élite europea, intelectual, artística y filosófica estuvo del lado de la barbarie. Fue Walter Benjamin, el gran crítico, quien dijo que en realidad todo monumento cultural europeo se ha eregido sobre una base de inhumanidad, de barbarie. Hay una gran verdad ahí; aunque sea algo radical.
A todo eso hay que añadir una sensación irracional, indemostrable, intuitiva. No creo que volvamos a tener un Shakespeare, un Dante, un Goethe, un Mozart, un Miguel Ángel, un Beethoven. Por supuesto que hay gigantes en el arte del siglo XX, hay grandes escritores. No digamos tonterías, hay grandes compositores. Pero el que enseña literatura, historia del arte o música lo hace mirando hacia atrás. La cabeza mira hacia atrás. En italiano se dice tramonto del sole (puesta del sol). No es impensable que otras partes del planeta tomen el relevo y que Europa esté demasiado cansada. ¡No le faltan razones, por Dios! Hay una expresión alemana muy interesante: Geschichte müde sein, estar cansado de la historia. Dando un paseo por una calle europea, uno ve en todas las casas placas que conmemoran sucesos de hace siglos: En Europa el peso del pasado es enorme. En cambio, el peso del futuro es muy ligero, ligerísimo. Es un problema grave.
Nos encontramos en un periodo de transición. Ya se sabe que las iglesias están prácticamente vacías. En los países en los que la autoridad católica era o en apariencia sigue siendo la más poderosa (en Italia, en España, etc), la tasa de natalidad está en caída libre. La demografía de Europa es negativa; el continente ya no renueva a su población. Por doquier, los jóvenes y los que ya no son tan jóvenes cargan con el lastre enorme de los viejos, el lastre de las pensiones, el lastre de los que viven demasiado. La pirámide se ha invertido por el lado equivocado. Por todas esas razones, es difícil imaginar cómo hará nuestra civilización europea para recuperar su impulso vital. Mi gran esperanza es que la Europa oriental sea una gran reserva de energías que todavía no se han liberado (de obras maestras, de pensamiento, de arte). Pero viendo el capitalismo salvaje que impera en ciudades como Praga, como Budapest, con sus limusinas blancas como si fuera Hollywood, o como Bucarest, que lentamente va saliendo de una larga miseria, esa esperanza flaquea. Esa imitación de cierto capitalismo liberal no parece presagiar una gran renovación cultural.
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