María Blanco González (La política del disimulo) Cómo descubrir las artimañas del poder con Mazarino

 El autor

Jules Mazarin o Giulio Mazarinni, fue un cardenal, que no sacerdote, del siglo XVII, mentor y asesor de la corona francesa, en concreto de Luis XIV, el llamado Rey Sol. Su figura y sus talentos han quedado oscurecidas ante el gran público, probablemente debido a la popularidad de Richelieu, su predecesor. A este es al que se le dedica más texto en los libros de historia y, por superficial que parezca, es conocido por su estelar aparición en los libros de mosqueteros de Dumas, y en las películas de cine y televisión que se han filmado en siglos posteriores. Para las generaciones no tan jóvenes, tú dices <<Richelieu>> y ellos piensan e los Mosqueteros, por la serie infantil de otros tiempos, en la que D´Artagnan era un perro y el cardenal un zorro. Pobre Mazarino. ¡Con lo que le costó llegar a donde llegó!.

[...] Este libro, el Breviario para políticos, escrito en latín, como era de rigor, y traducido mucho más tarde al francés y al italiano, podría interpretarse en la actualidad como una suerte de <<curso de coaching para políticos en ciernes>>, si no fuera porque el entorno de entonces y el de ahora son bien diferentes.  Actualmente, Francia es una república y, en las monarquías europeas, los reyes y reinas tienen un rol muy secundario, comparado con el que tenían las monarquías barrocas, déspotas y autoritarias. La influencia del Vaticano en los gobiernos europeos hoy es mucho menor. No existían los Estados Unidos, China o Rusia como grandes actores del equilibrio político mundial. El petróleo y la energía no eran desencadenantes de guerras o de acuerdos imposibles. Qué decir de los medios de comunicación, la producción en cadena, la logística y el comercio mundial, el desarrollo de los instrumentos financieros, la inteligencia artificial, el veloz avance de la tecnología y su inmersión, casi irreversible, en la vida cotidiana de los ciudadanos. Y, sin embargo, los consejos de Giulio son tan modernos que me servirían a mí si, efectivamente, en un brote de inconsciencia, decidiera dedicarme a la política.

Comenta Umberto Eco, en la presentación de la edición francesa del Bréviaire des politiciens, que Mazarino confecciona un retrato robot cotidiano de los políticos en general: <<Lo que tenemos aquí es un modelo de estrategia democrática, ¡para la era del absolutismo!>>.

¿Hasta qué punto eso es así? ¿Podemos reconocer los atributos y comportamientos de ese retrato robot en los políticos del siglo XXI? ¡Qué difícil es responder a esa pregunta!

En primer lugar, porque hacer una lista de las características de Mazarino como político requiere añadir sus personalidad como diplomático, como jugador de cartas, como mentor del delfín de Francia y como hombre. Y eso es mucho. 

En segundo lugar, porque la especialización de nuestra era y un sistema político basado en los partidos políticos explican que la tarea sea, más que ardua, casi imposible [...]

Mazarino y el pueblo

<<Si buscas ganarte la simpatía del pueblo, promete
personalmente a cada uno gratificaciones materiales:
eso es lo que funciona, el pueblo es indiferente a
la gloria y a los honores>> (pág. 67)*

A pesar de las victorias, Mazarino se encontró con una fuerte oposición. Recordemos que aún estamos en el siglo XVII, está culminando absolutismo en Francia y aún queda mucho para la revuelta popular que acabó con la familia real en la guillotina, a cuenta de la Revolución Francesa.

A quien tenía enfrente Mazarino era a los privilegiados. Y fueron ellos quienes se encargaron de azuzar al pueblo para que perdiera reputación y se montara el escándalo. Es el movimiento que se conoce como las dos Frondas.

La Fronda (o alzamiento) era un movimiento organizado por magistrados primero, y grandes nobles después, que señalaba los desmanes de todo tipo cometidos por Mazarino, a veces ciertos y muchas veces exagerados. Un movimiento tan fuerte que lo impulsó a exiliarse dos veces. Pero no lo suficientemente pujante como para acabar con él. Al poco de morir Richelieu y Luis XIII, con un año de diferencia, Francia era un país financieramente en ruinas a causa, entre otras cosas, del coste de la guerra de los Treinta Años, que acababa de terminar, y de la guerra contra los españoles que persistía. Además, la monarquía recortó los ingresos de los oficiales. Un cargo generaba unos ingresos conocidos como salarios. Pues bien, el poder real, en abril de 1648, abolió todos los salarios de los oficiales parlamentarios, durante cuatro años. Como consecuencia de ello, todos los oficiales de toga, de todos los tribunales soberanos (Parlamentos, Cámara de Cuentas, las Corte Fiscal y la Corte de las Monedas) unieron sus fuerzas para defender sus privilegios. Una situación muy parecida a la que se daba en Alemania, donde, como hemos visto, Mazarino apoyaba a los nobles. El karma histórico. Pero ¿dónde estaba el pueblo francés?

En primer lugar, hay que tener en cuenta que no existían gobiernos como los de ahora, Existía un poder fragmentado que enfrentaba, de un lado al Estado central, es decir, a la monarquía y, de otro, a los gobiernos locales constituidos por la nobleza de provincias y los funcionarios municipales, principalmente.

Durante los siglos XVI y XVII, en Francia, las revueltas no eran de naturaleza social, es decir, no cuestionaban la estructura de la sociedad. Eran de tipo económico y, a menudo, promovidas por los señores locales. A medida que la legislación real atentaba contra los dere4chos señoriales, las revueltas aumentaban. Y fue sobre todo bajo el reinado de Luis XIV que sucedió esto. A partir de 1635, las principales protestas se debieron a la subida de impuestos y al reclutamiento forzoso causados por la guerra de los Treinta Años. No solamente porque esquilmaba a la población. También porque reducían el poder de los nobles locales al quitarles recursos y hombres.

En ocasiones, las tasas sobre productos que se comercializaban localmente, como telas y paños, precedían a una crisis incitada por la élites sociales. En otras ocasiones, los tumultos eran consecuencia de la rivalidad de diferentes clanes, a la red clientelar vertical que existía. Al fin y al cabo, el rey estaba demasiado lejos y los campesinos se veían protegidos o abusados por los señores locales. Los lazos materiales unían al pueblo y a la élite social de manera que el señor protegía a sus paisanos de cara a las exigencias del fisco y de las levas, el reclutamiento forzoso, que ponían en peligro la percepción de la renta feudal.

A causa de la revuelta a la economía de subsistencia, especialmente en las localidades más empobrecidas, debido a la debilidad del comercio, parte de la nobleza se vio obligada a volver a vivir al campo o cerca del pueblo. Esta situación terminó con Luis XIV, que construyó Versalles y obligó a los nobles de alta cuna a residir allí. 

¿Qué tenía que ver Mazarino con todo esto? A partir de su llegada a París, resultaba mucho más fácil atribuir la causa de todos los males a ese italiano ostentoso que se paseaba por la corte y aconsejaba a Richelieu, a la reina y al rey. La revuelta, de ese modo, era, sobre todo, una respuesta a una supuesta <<agresión>> dirigida por un extraño a la comunidad. Por supuesto, se creía ciegamente en la bondad del Rey, pero se desconfiaba de los malos consejeros, especialmente si no eran compatriotas.

El pueblo tuvo que quedarse muy sorprendido a la muerte de Mazarino, cuando, aconsejado por él, el rey decidió que no hubiera primer ministro, y se empeñó en centralizar el poder, gastas en guerras y empobrecer, aún más, a los campesinos, de la mano de su ministro de finanzas, Jean François Colbert, francés de pura cepa. Tal vez algunos echara de menos a Mazarino. 

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Si buscas ganarte la simpatía del pueblo, promete personalmente a cada uno gratificaciones materiales: eso es lo que funciona, el pueblo es indiferente ala gloria y a los honores.  

Si un inferior te invita a su mesa, acepta y no te permitas ni una crítica; muestra a todos una cortesía impecable. Pero cuando estéis relajados hablando, mantén una pizca de gravedad en tu tono.

Evita, a menos que estén de acuerdo, apropiarte de cualquier cosa que le pertenezca, y si se quejan de su suerte muéstrate compasivo.

Si varios bandos solicitan tu protección, reparte cuidadosamente tus favores entre todos ellos.

Si no puedes evitar la crítica a determinadas personas, no critiques nunca su falta de competencia o de juicio. Afirma, por ejemplo, que sus proyectos, sus iniciativas, son siempre dignos de encomio. Hazles notar, sin embargo, los graves problemas a los que se enfrentan o el elevado coste de lo que pretenden,

Conviértete en defensor de las libertades del pueblo.

Observa atentamente al hombre que quieres que sea tu amigo. ¿Tiene pasiones? ¿Tiene armas? ¿Es sabio? ¿Es clemente y sincero?

Intercede ante tu señor en favor de otro solo excepcionalmente: si obtienes de él un favor para otro será como si lo hubieras reclamado para ti, o sea que conviene no solicitarlo con demasiada frecuencia y así reservar sus favores para ti. En ningún caso desveles secretos que él te haya confiado porque perderías sus estima. Si te ordena cometer un crimen, intenta ganar tiempo y busca la manera de esquivarlo (por ejemplo, simulando una enfermedad, o argumentando que te han robado los caballos...)

Trata como amigos a los sirvientes de aquel cuya amistad pretendes. Podrás comprarlos más fácilmente si algún día traicionan a su señor.

Sea cual sea el método que hayas empleado para obtener el favor de alguien, utilízalo también para conservarlo. Si, por ejemplo, le has hecho numerosos favores, tendrás que seguir prestándoselos sin parar para mantener su favor y no perderlo.

Roberto Vannacci (El mundo al revés) Todos contra todos

Nota del autor

Esta obra representa una forma de libre expresión del pensamiento y pone de manifiesto las opiniones personales del autor. Por tanto, no interpreta posiciones institucionales o que puedan atribuirse a otras organizaciones del Estado o del Gobierno.

Se lectura está recomendada a un público adulto y maduro, capaz de comprender los temas propuestos sin desnaturalizarlos, interpretarlos parcialmente o sesgados, comprometiendo así su correcta expresión y sentido original.

El autor no se hará responsable de las posibles interpretaciones erróneas del texto y se desvincula, desde este mismo momento, de cualquier tipo de actos ilícitos que puedan derivarse del mismo.


EL ECOLOGÍSMO

[...] Al final, considerando lo absurdo de las reivindicaciones ecológicas, las estrategias del no y la práctica ausencia de propuestas alternativas surge una duda legítima: ¿no será que el ambientalismo y la ecología ideológica son solo una pantalla y una máscara para ocultar el deseo de subversión total del sistema que hasta ahora ha permitido el bienestar, el progreso, el desarrollo y la prosperidad? ¿Es que los auténticos marxistas, aquellos que querrían comunizar el mundo y equilibrar la sociedad no se han rendido aún ante la dramática derrota de esta ideología que, a los largo del siglo XX, demostró ser un fracaso y ahora utiliza el espectro de la ecología y el ambientalismo en su función anticapitalista? ¿Es que la considerada justicia climática serviría como un alter ego del régimen de terror para intentar debilitar los cimientos sobre los que se ha desarrollado la acomodada sociedad occidental moderna?

Si se tuviera en cuenta esta duda, se explicarían muchas cosas.

LA SOCIEDAD MULTICULTURAL Y MULTIÉTNICA

«Un mundo compuesto por múltiples civilizaciones es un mundo que no pertenece a ninguna civilización y está desprovisto de su propio núcleo cultural constitutivo. La historia muestra que ninguna nación así constituida puede perdurar mucho tiempo como nación cohesiva».

(Samuel P. Huntington)

Mi sociedad me gusta, esa en la que he nacido, vivido y por la cual mi abuelo, que nació en 1898 y que, al alistarse con 16 años, luchó en la Primera y Segunda Guerra Mundial, y en la guerra civil española. Seguramente podría enriquecerse, pero es mejor que muchas otras. Me gustan las libertades individuales, el Estado de derecho, la libertad de expresión, la idea de poder triunfar en base a las propias capacidades, la igualdad ante la justicia, el bienestar que hemos alcanzado y los avances que hemos conseguido. Me gusta su cocina, el olor a pan recién hecho por las mañanas y las campanas que resuenan los domingo. Respeto otras culturas, no quiero cambiarlas, a veces las aprecio y sé valorar algunos rasgos agradables y positivos, pero no las reemplazaría por la mía. Tampoco quiero que nadie se meta con mi sociedad. Considero mi cultura un regalo que nuestros antepasados nos han transmitido con esmero y que debemos guardar celosamente. Si, porque quizá (ingenuamente y engañándome un poco) creo que por mis venas corre una gota de sangre de Eneas, Rómulo, Julio César, Dante, Fibonacci, Juan y Lorenzo de Medici, Leonardo da Vinci, Miquel Ángel y Galileo, Paolo Ruffini, Mazzini y Garibaldi. No debería sorprenderle que haya retrocedido tanto en el tiempo. Durante mi adolescencia, mientras leía un libro sobre Aníbal, tuve una increíble revelación: el autor, el brillante Gianni Granzotto, afirmaba: «Sesenta abuelos nos separan hoy de Aníbal. Solo sesenta abuelos. Todos podrían estar e esa habitación que es la memoria, cosedora del tiempo». Y este hermoso ejemplo me permite resaltar que la cultura de una población y la época a la que pertenece son parámetros íntimamente ligados entre sí. Es cierto que la cultura es un producto histórico, está en constante evolución y se enriquece día a día con los cambios, pero también es cierto que esas mínimas correcciones de última hora tienen un impacto insignificante en lo que se ha cristalizado en 5000 años de historia. Los fanáticos de la cultura de la cancelación, que quisieran borrar la historia y las tradiciones milenarias, deberían tenerlo muy presente. 

Aunque tenemos una segunda generación de italianos con ojos almendrados, el arroz cantonés y los rollitos de primavera no forman parte de la cocina ni la tradición nacional. Paola Egonu tiene ciudadanía italiana, pero es evidente que sus rasgos faciales no representan la italianidad que se puede vislumbrar en todos los frescos, cuadros y estatuas que han llegado hasta nuestros días desde la época de los etruscos; aunque haya portadores de un pasaporte italiano rezando en las mezquitas, esto no borra 2000 años de cristianismo. La sociedad cambia y la cultura también, pero cada población tiene el derecho (y también el deber) de proteger sus orígenes y sus tradiciones de los desvíos y distorsiones que los desvirtúan. 

En Italia tenemos McDonald´s desde hace más de cincuenta años, y millones de italianos comen sus productos, pero nadie se atreve a declarar que los sándwiches con hamburguesas y kétchup forman parte de nuestra gastronomía. Y considero justo que Vissani, o cualquier otro virtuoso culinario, se subleve cuando se aplican variaciones arbitrarias y exóticas a una de las grandes expresiones del arte nacional. Del mismo modo, por mucho qye crezca el porcentaje de extranjeros o de ciudadanos italianos «adquiridos», hacer la distinción entre lo que pertenece a la cultura nacional y lo que es importado es una muestra de protección de un patrimonio cultural milenario, y no de patriotismo inútil o xenofobia. 

LA NUEVA CIUDAD

«El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio».

Italo Calvino, Las Ciudades invisibles, Einaudi, 1972.

[...] Si soy fontanero, cristalero, electricista o albañil y con mi furgoneta, que también representa mi actividad comercial, tengo que conducir por la ciudad y aparcar el coche para llegar a los clientes, ¿Cómo lo hago? La furgoneta contamina y está prohibida; el estacionamiento cuesta un dineral; las calles se han peatonalizado y los carriles bici han invadido las áreas de estacionamiento. La ciudad se ha vuelto una pesadilla y estoy obligado a marcharme. En lugar de todos esos artesanos y pequeños empresarios será ocupado por grandes empresas que contratarán, por el salario mínimo, a los distintos profesionales con contratos de aprendiz o de corta duración, y que podrán dotarles de cientos de triciclos y monovolúmenes eléctricos, y disponer de un amplio servicio de mantenimiento y recarga. Los que trabajan para estas empresas, al igual que que lo que ocurre con los repartidores, serán principalmente inmigrantes de países pobres que se conformarán con salarios bajos, malas condiciones de vida, desplazamientos desde barrios dormitorio y largas jornadas laborales. Por lo tanto, se realizará exactamente lo contrario de la tan mencionada redistribución de la riqueza, tan querida por la izquierda, matando a la empresa privada y hundiendo los salarios. Ya hemos visto esta dinámica en muchos otros sectores.

En cambio, si soy soltero y de buena clase social, todo va a ir mejor. Compré un Tesla poniéndolo a nombre de mi empresa y aprovechando todas las ventajas. Vivo en un loft en el centro con un gran garaje. Instalé paneles solares en mi tejado porque no necesito el descuento en la factura, sino que puedo pagar con mis propios fondos ay aprovechar las ventajas previstas, siendo fiscalmente capaz. Aprovechando el autoconsumo de energía producida por el sol, ahorro también en combustible. Trabajo cerca de casa, ya que vivo en el centro y puedo desplazarme en bicicleta, que también es eléctrica y la guardo en el garaje junto al coche, lo que favorece mi look moderno y progresista. Pero si quiero evitar cualquier percance, cojo un taxi, y quizá le paso la factura a la empresa.

[...] Según el instituto francés, el París que persigue la revolución ecológica se convierte en una ciudad para privilegiados, como son los solteros, ejecutivos, trabajadores bien pagados del mundo de la moda, el espectáculo, el arte, la salud, la educación y la cultura. No mucha gente se casa en la Ciudad de las Luces, y los que lo hacen, se unen a otro funcionario/ejecutivo y forman un hogar acomodado. Paraíso para los ricos, pero a la vez infierno para las familias con hijos, albañiles, obreros y trabajadores de fábricas, provenientes de las clases medio-bajas, y de todo aquel que para ir a trabajar necesita utilizar un vehículo. Ni siquiera los ancianos salen bien parados, ya que no pueden beneficiarse de la movilidad eco de las bicicletas y patinetas, y se encuentran con un transporte público cada vez más abarrotado e ineficaz. El modelo clásico del parisino moderno, muy bien representado por la popular serie Emily en París, es la minoría de los pijos, que en francés se llamarían Bourgeois-Bohème. Una especie de representantes acomodados de la burguesía, muy proclive a la socialización y a las ideas de la izquierda pero con una cuenta bancaria bien nutrida, que exalta el patrimonio cultural más que el material, y que vive en un bonito piso en los barrios más de moda y alternativos de una gran ciudad. Como nuestros radical-chic, prefiere practicar yoga y meditación antes que hacer jogging e ir al gimnasio; come quinoa y alimentos bio (aunque tenga que pagar el doble); visita museos, desfiles de moda y salas de exposiciones en lugar de fábricas, talleres y obras. Puede permitirse una movilidad ecológica, la última bicicleta eléctrica de seis mil euros, el loft green y el recinto exterior para depositar la basura.

Al mismo tiempo, sin embargo, los ciudadanos de las clases medias-bajas están peor, tienen que pagar mucho más que antes por servicios que son de poca utilidad o a los que no pueden acceder. Tienen que sustituir su vehículo, o simplemente venderlo y prescindir de él. Están obligados a pagar un precio más alto por el transporte público; sus impuestos por la vivienda se incrementan para financiar la transición ecológica de los centros urbanos; muchos de los lugares que solían frecuentar se vuelven inaccesibles debido a las restricciones a la movilidad privada y el tiempo desmesurado que se tarda en llegar. 

Peter Sloterdijk (Gris) El color de la contemporaniedad

La llegada a la política de jóvenes inexpertos no cambia en nada la edad del mundo, sino que, por el contrario, solo lo acerca aún más a zonas de peligro.

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No se necesita teoría alguna del totalitarismo para comprender la constelación Lenin-Mussolini, actual en el invierno de 1922. Una teoría así plantearía los fenómenos en falsas alturas. No fue el transfondo ideológico lo determinante para los sistemas «totalitarios», en la fase de su instauración práctica. En ambos casos, aquello con lo que se llevó adelante el secuestro de un Estado por una camarilla numéricamente diminuta y sus funcionarios ahormados al «partido» fue solo la consecuencia brutal, o bien la brutalidad consecuente. Si la «ideología» estaba en juego en este caso, se trataba de la destrucción del lenguaje cotidiano y su superposición por sistemas de frases ineludibles. Marcel Mauss encontró —con qué gusto se diría: inolvidablemente— la clave cuando, en su comentario a la conferencia de Élie Halévy del 28 de noviembre de 1936 «La era de las tiranías», puso el acento en el principio soreliano de «minoría activa», cuyo modo de ser caracterizó como el de un «complot permanente»: «Pero la formación del partido comunista ha quedado como la de una secta secreta, y su organismo más esencial, la GPU (policía secreta), ha quedado como la punta de ataque de una asociación secreta». 

Quien no tome suficientemente en serio este diagnóstico no se dará cuenta de qué es lo que hay que entender por el nombre de «política» hasta hoy en Rusia (y en numerosos otros Estados de la conspiración permanente, sobre todo, en China). Los sucesos acaecidos en Irán tras la instauración del Estado islámico en 1979 hablan en lo esencial el mismo lenguaje, solo que en Irán se llama «VEVAK» lo que en el caso ruso al principio se denominaba «Checa» y más tarde «GPU« o «KGB».

Lo que desde el punto de vista político dio que pensar ya en principio fue la aparición de la figura que hoy se discute nuevamente bajo el código «herradura», aunque la mayoría de las veces con acentos falsos. Se basa en observaciones que eran oportunas para poner en resonancia los elementos isomorfos del fascismo negro con los del rojo. Los efectos de eco en el ámbito negro-rojo hablan por sí mismos. Quien contemple a vista de pájaro el siglo XX no puede evitar percibir de golpe las analogías: ambos movimientos se entregaron a un futurismo sin límites, da igual si proveía de un centro de fuerza biológico popularmente definido, sobre todo la «raza» localmente dominante, o del fantasma de la unión de los proletariados de todo el mundo, vástagos que no poseen nada excepto su fuerza de trabajo. Su elemento común desde el principio fue un dinamismo agresivo. Ambos sistemas de Gobierno estaban implantados con tanto acento ejecutivo que la voluntad de mando en ellos podía alcanzar en poco tiempo fuerza de ley. La clásica división de poderes fue degradada a una decoración irónicamente mantenida. En ambos polos del espectro antidemocrático se sabía qué poco esfuerzo cuesta y qué fácil es hacer que un Parlamento, a cuyos miembros no les son indiferentes las cuestiones de la subsistencia, obedezca perrunamente las órdenes de su señor. Además, se podía uno atener, tanto en una parte como en la otra, a los valores de experiencia útiles para las dictaduras, según los cuales un tanto por ciento de una población basta para contagiarles a casi todos los demás ciudadanos el miedo y el horror. Ese efecto fue producido encargando a policías especiales ocuparse del «orden»; preferiblemente haciendo visitas sin previo aviso en las primeras horas de la mañana a los «sospechosos», tanto los habituales como a los no habituales. A ambos sistemas les era común el reconocimiento de que una escoria en uniforme se puede reclutar más fácilmente que cualquier otro cuerpo de funcionarios estatales (una idea sin la que tampoco hoy puede entenderse algo siquiera de las circunstancias rusas, bielorrusas, sirias, iraquíes, pakistaníes, etc). El cinismo sin límites caracterizaba en ambos polos la atmósfera política; tanto en Moscú como en Roma era evidente que ninguno de los ideales ruidosamente proclamados opondría resistencia alguna ya al primer intento de instrumentalización. 

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Al hacer balance político de la historia de las pesadillas que se convirtieron en realidad —de la existencia transitoria real tanto de un Estado NSDAP (1933-1945) como de un Estado PCUS (1922-1991), por no hablar aquí de sus satélites—, se impone al observador el juicio de que un Estado secuestrado por una secta que actúa en forma de partido constituye la forma suprema de criminalidad organizada, aunque la mayoría de las veces disimulada bajo formas correctas; una idea que ya aparece en la sentencia del padre de la Iglesia san Agustín (354-430), según la cual, si falla la administración de justicia, los Estados (regna) no son otra cosa que grandes cuevas de ladrones. Que la toma como rehén del Estado por una pandilla autolegitimadora se anuncie o se manifieste la mayoría de las veces por un socavamiento de la justicia no es una idea con la que pudiera contentarse nadie. 

Si tenemos en cuanta que de los 193 Estados actuales reunidos en la Organización de las Naciones Unidas apenas un tercio, incluso siendo magnánimos a la hora de contar, podrían considerarse democracias, mientras que el resto habrían de considerarse la mitad de ellos sistemas autoritarios, dictaduras constitucionales, y la otra mitad como economías de clan y sistemas de bandas estabilizadas a corto y medio plazo, camufladas bajo forma de Estado, entonces se entiende que las caídas del Tercer Reich en 1945 y de la Unión Soviética en 1991 no supusieron preludios de la expansión global de los Estados de derecho, ni siquiera de los Estados democráticos desde el punto de vista civil y social. Desde que el fenómeno de la mafia ha conseguido visibilidad pública, se sabe en qué medida sindicatos criminales siguen en ocasiones sus propias leyes inmanentes de bandas. El honor criminal no es que sea nada y la obstinación ideológica no tiene por qué ser siempre quimérica. Pero, si el fenómeno de la Unión Soviética no hubiera aparecido en el escenario mundial, no se habría observado nunca que, caso único bajo el cielo de la historia, ha habido una mafia de forma estatal con clásicos junto con servicios secretos que instruían diligencias contra todo, excepto contra sí mismos. 

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Implicaría minusvalorar la expresión «zona gris» si se quisiera limitarla a fenómenos de confusiones temporales o crónicas a consecuencia de fracasadas configuraciones de Estado. Manifestaciones de zonas grises en general constituyen un complejo de procesos alejados de los procedimientos legales. Aparecen donde el sueño de regularización solo se fija pasajeramente sobre corrientes de las cosas que suceden. Lo referente a las zonas grises constituye una dimensión geográfica y moral de un alcance que elude las mediciones mucho más que el trabajo en negro, el fraude fiscal, el falseamiento en los seguros y el contrabando de armas. Ello suministra, junto a los acostumbrados discursos realistas y triviales sobre los «terrenos» de los hechos y los «fundamentos» de los negocios, la metáfora más fuerte y más usada para las excrecencias del espacio de posibilidades que aparecen política, moral, estética, jurídica. ecológica, biológica y genéricamente en las zonas marginales de los campos regulares de acción; abarca lo semioficial, lo semicocido, lo semiverdadero, lo semisilencioso, lo semicriminal; en una palabra, todo aquello que se adhiere a lo real como envés atenuado: una economía sumergida del ser.

Las zonas grises se hacen notar cuando el orden falla sin que se quisiera el caos. Ningún mapa de zonas de conflicto, ningún altas de guerras civiles, ningún léxico de déficits consigue abarcar el reino de las zonas grises, y ninguna de las acostumbradas imágenes del mundo lo capta. A los historiadores de los imperios les es común la inclinación a pasar por alto la existencia y extensión de lo peculiar de las zonas grises a pesar de que el concepto usual para ello de «periferia» les señala la dirección. Ningún Ministerio de Asuntos Exteriores sabe realmente lo que sucede ahí fuera, donde las irregularidades campan a sus anchas. Más de cien semianarquías paraestatales bajo banderas se incuban en sí mismas en el planeta, por regla general ignoradas por el mundo que tienen alrededor, en la penumbra de conflictos más llamativos, fijadas a medio plazo entre el balanceo de valores de corrupción crecientes y menguantes. Incluso el cosmopolita más complaciente se cansa en algún momento lo suficiente como para arrojar el manto de bening neglect sobre zonas de las que saber demasiado respeto a sus situaciones solo conlleva conciencia infeliz, es decir, estrés mental sin opciones de acción. Con extraña naturalidad se toman las acostumbradas noticias procedentes de las zonas grises arraigadas: se lucha tan seriamente como se puede contra el tráfico mundial de drogas, pero se ve florecer las mercancías tóxicas tanto en rutas principales como en las apartadas; se mantiene en alto la apariencia de limitar el tráfico de armas y, no obstante, el volumen del negocio con medios para matar seres humanos crece año a año en tramas claras u oscuras hasta convertirse en una zona especialmente boom de la economía mundial; se quiere proteger a animales salvajes y solo puede oponerse a las internacionales de furtivos y carniceros una miserable cantidad de guardabosques y veterinarios, cuya contribución al bien consiste sobre todo en poder impedir de oficio y con insuficiente presupuesto algo peor aún. 

Puede ser que los que pertenecemos a la especie Homo sapiens hayamos asimilado el shock cosmológico que se siguió hace quinientos años del «giro copernicano», si es que siquiera algunos valientes miembros de ella han permitido alguna vez que les afecta. Pero nadie puede saber cómo soportarían ahora el sobresalto cuando una globografía inusual demostrara que la mancha de las zonas grises representa la estructura espacial más amplia de la tierra: el país de todos los países, no representado en ningún globo, no desplegado por ningún mapa, no colonizado por vía de comunicación alguna, no encandilado por ninguna United Greyzones Organization bajo la apariencia de un esfuerzo de regulación; la Pangea de lo irregular regular. El globo virtual de las zonas grises no muestra los países y mares tal como se los conoce política, geográfica y climatográficamente por los atlas usuales y las nuevas conectografías. Esboza continentes a partir de superposiciones de energías parciales, de las que ninguna es lo suficientemente fuerte como para vencer a ninguna lo bastante resignada como para entregar las armas. Perfila regiones sin hegemonía, sin justicia y sin resarcimientos; presenta mundos intermedios de infiltración, permeabilidad y aglutinaciones; sigue las corrientes de resentimientos estratégicamente dirigidos y noticias falsas. Sus ámbitos más oscuros son archipiélagos de casinos apartados, penitenciarías degradadas, catacumbas no visitadas de morbosidad crónica. Si los seres humanos se definen en los autodenunciados de las naciones que marcan el tono como portadores de derechos inalienables, tendrían que hacer valer, como cuasi ciudadanos del universo de las zonas grises, su derecho no reconocido a obtener pasaportes para moverse en terrenos equívocos. Sobre el éxito y el fracaso deciden en las zonas grises gremios casuales compuestos por comisarios, proyectistas y eminencias grises que casualmente está allí cuando se resuelven los asuntos oscuros. Según la ley marcial de las circunstancias, el «de alguna manera» crea siempre nuevas soluciones que a veces se condensan en rutinas. Lo que entonces puede significar todavía «realidad» se parece más al jazz que a una pieza que sigue notas, y como único precedente puede recurrirse al continuum de un insaciable mudding through

Sloterdijk, Peter (Temperamentos filosóficos) De Platón a Foucault
Sloterdijk, Peter (Fiscalizad voluntaria y responsabilidad ciudadana)
Sloterdijk, Peter (Muerte aparente en el pensar) Sobre la filosofía y...
Sloterdijk, Peter (El desprecio de las masas) Ensayo sobre las luchas...
Sloterdijk, Peter (¿Qué sucedió en el siglo XX?)

Laurent Vidal (Los lentos) La resistencia a la aceleración de nuestro mundo del siglo XV a la actualidad

 LA ERA MECÁNICA

«Si nos pidieran que calificáramos la época en la que vivimos con un solo nombre, estaríamos tentados de llamarla la Era Mecánica». El autor de esta reflexión, fechada en 1829, es el novelista inglés Thomas Carlyle. Y aclara que «el propio ser humano se ha vuelto mecánico, tanto en la cabeza y el corazón como en las manos». También el poeta alemán Heinrich Heine realiza un diagnóstico similar cuando habla de «la victoria de las artes mecánicas sobre el espíritu» y de «la transformación del hombre en un instrumento». Para estos eruditos, la era mecánica somete el cuerpo y la mente de los individuos a un ritmo antinatural. Y aunque su hostilidad romántica los empuje a una lectura tan circunspecta de la evolución del tiempo, la búsqueda de un léxico destinado a pensar el nuevo mundo, surgido del famoso «torbellino social», está en consonancia con la de muchos otros pensadores y científicos preocupados por forjar nuevas herramientas para describir y comprender lo vivo (en general) y lo social (en particular).

Esta episteme moderna, por utilizar la terminología de Michel Foucault, se caracteriza por la elaboración de nuevos objetos de conocimiento y su aprehensión a partir de un enfoque distinto: la clasificación. En el ámbito de las ciencias de la vida, por ejemplo, se trata de clasificar las diferentes formas de vida según diversos criterios, entre ellos el del ritmo: «en torno al año 1800 —señala Jean-Claude Schmitt— los naturalistas y los botánicos introdujeron la noción de ritmo en el pensamiento científico de su época. En la lógica de lo vivo, esta cuestión pasó a concernir a todos y cada uno de los aspectos de la naturaleza humana y del hombre en sociedad». El médico y botánico sueco Carlos Linneo ya había abierto este camino cuando, en la décima edición de su Sistema natural, propuso clasificar la humanidad en cuatro tipos de personas. Para ello recurre a criterios morales y físicos, pero también rítmicos: describe al amerindio (hoy diríamos al amerindio) como obstinado y colérico (lo imaginamos irritable), al asiático como melancólico (apático, en definitiva), al europeo como sanguíneo (impetuoso) y al africano como flemático, indolente y perezoso.

Aunque volveremos a esta última analogía, cabe señalar que, después de los indios del Nuevo Mundo, esta noción de indolencia se asocia ahora a un nuevo continente (África), lo cual resultará importante para las nuevas colonizaciones, y a un color de piel (el negro) que se encuentra en América y Europa tanto como en África, herencia de la trata de la esclavitud. De cualquier modo, el tercer continente bañado por las aguas del Atlántico, que hasta ahora había permanecido en un segundo plano o había sido ignorado, aparece en el gran escenario donde está a punto de repetirse el drama de la discriminación social a través del ritmo adaptado a los criterios de la era de la revoluciones y de la era mecánica.

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Como telón de fondo, hay que imaginar el eco, cada día más presente, de esta cadencia mecánica, cuyo campo de acción no deja de aumentar, hasta el punto de querer imponer su ritmo a todas las actividades humanas. Y, en primer plano, la gran novedad de la época es el surgimiento de un nuevo actor decidido a no quedar relegado al papel del antiguo coro: el pueblo.

En el caso de Francia, el pueblo logró imponerse gracias a una ruptura del ritmo: mientras la monarquía convoca los Estados Generales para adoptar medidas financieras destinadas a reducir el déficit, los diputados del tercer estado se negaron a responder al requerimiento de urgencia. Querían resolver primero los procedimientos de votación. Por eso, frente a la prontitud decretada para las decisiones económicas (en su discurso inaugural, el ministro Necker consideró que la quiebra del Estado era solo cuestión de días), muchos diputados del tercer estado utilizaron la ralentización como arma política. «No hay peligro en tomarse algo de tiempo», reconoció Jean Joseph Mounier, «¡No ha llegado el momento»!, exclamó d'Antraigues. Por su parte, Boissy d'Anglas no dudó en adoptar un tono profético: «Pensad que trabajáis para los siglos futuros y no temáis consumir unos instantes en el espera, aunque sea inútil. Los partidos apresurados y violentos alimentan la debilidad, pero quienes ostentan mucho poder también tienen la ventaja de retrasar el instante en que deben desplegarlo».  De este modo, al invertir el ritmo impuesto por el discurso de la necesidad, comenzó la tomar del poder por parte del pueblo. 

Esta es la razón de que, en estos tiempos modernos donde el compás de la vida social procede del roce y la confrontación de una multitud de ritmos, la gran preocupación de los poderes sea la restauración de un tejido social viable. Para ello, se vuelve primordial comprender las sociedades que se perfilan en estos tiempos revolucionarios. Aunque tradicionalmente se le atribuye a Auguste Comte la creación del término «sociología», es muy posible que fuera el abate Sieyès, autor del célebre folleto ¿Qué es el tercer estado?, quien, en 1780, acuñara ese neologismo. Para él, se trataría de un «arte social que se ocupa de disponer a los hombres entre sí de la manera más favorable para todos». En cualquier caso, esta fisiología social —la que podemos asociar el nombre de Sant-Simon, preocupado por el futuro de «la clase más numerosa y más pobre— es hija de su tiempo, marcada por la misma preocupación clasificatoria que las demás ramas del saber. ¿cuál es el lugar de cada uno en estas nuevas sociedades y, en particular, el del pueblo, «esta inmensa muchedumbre de instrumentos bípedos que solo poseen manos de poco provecho y un alma absorta»?

¿Es de extrañar entonces que la terminología utilizada para describir la nueva organización de las sociedades y, en particular, sus jerarquías se inspire en metáforas que remiten ante todo a un registro espacial? Se trata de definir el lugar, es decir, la posición de cada uno. Tomemos como ejemplo el sustantivo «proletariado», que Rousseau había vuelto a poner de actualidad en su Contrato social y que se utiliza con frecuencia en los discursos revolucionarios. Según el lingüista y romanista Antonino Pagliaro, esta palabra latina, utilizada en Roma para designar a la clase más pobre, exenta de impuestos, tiene su origen en un término de la lengua rural, protelum, que se refiere a una fila de bestias de carga: «Utilizada por las lenguas romances, la forma proletaria permite remontar a un protelarius más antiguo que, por metátesis consonántica, habría evolucionado hasta proletarius. Parece que, en su acepción original este nombre se aplicaba a cualquier individuo que se desplazaba de un sitio a otro, es decir, al emigrante. El proletario como desplazado o alguien que va de un lugar a otro. La hipótesis del fundamento espacial es seductora. Más aún cuando sucede lo mismo con «marginado» (que está en o al margen), «dominado» (donde encontramos el domus latino, la casa) y «subordinado» (construido en torno al prefijo sub, debajo). De sustantivo en sustantivo, se perfila la idea de que las desigualdades sociales de los tiempos modernos son el resultado de fenómenos determinados por el espacio y podríamos decir que, en una época de migración rural hacia las ciudades industriales y las metrópolis, esa lectura conformaría el imaginario de las políticas sociales. Además, la palabra francesa inegalité (desigualdad) procede del término latín inaequalis, compuesto por el prefijo in y la palabra aequalis, deriva de aequus, uno de cuyos significados es «superficie plana».

Federico Rampini (El suicidio occidental) El error de revisar nuestra historia y cancelar nuestros valores

 El Nuevo Paganismo: el ecologismo como religión

[...] El aspecto religioso es importante para comprender el suicidio de Occidente. Como ocurrió con la caída del Imperio romano, el hundimiento de una civilización va acompañado de la transición de una religión a otra. El cristianismo atraviesa una profunda crisis en casi todo Occidente y, entre las generaciones más jóvenes, la práctica de la liturgia cristiana es minoritaria. El vacío de creencias, valores y rituales lo llena ese Nuevo Paganismo que es el ecologismo. Es una vuelta al panteísmo de los hombres primitivos: Dios está en todas partes, Dios es todo, Dios es la naturaleza. El auge del Nuevo Paganismo se viene preparando al menos desde los años sesenta, con fenómenos como la filosofía New Age en California, los «hijos de las flores», la concesión de una importancia extrema a la salud, la atracción por las religiones ateas del Extremo Oriente o por las creencias astrales de los antiguos mayas. En dos mil años de historia, el cristianismo ya había sufrido grandes crisis y experimentado ataques importantes por parte de la Ilustración en los siglos XVIII y XIX y del comunismo en el siglo XX. La última ofensiva, que podría ser la decisiva, recupera una religión naturalista entre cuyos antepasados recientes figura el Romanticismo alemán y posteriormente el nazismo. A Greta Thunberg le ofendería que compararan su ideología con la de Adolf Hitler, pero algunas similitudes son indiscutibles. A diferencia del fascismo, que formó una alianza con la Iglesia católica, el nazismo era fundamentalmente ateo y naturalista, y buscaba inspiración en religiones panteístas ancestrales, las tradiciones de las tribus germánicas antes de la conversión al cristianismo. El suicidio de Occidente pasa a ser una realidad cuando una civilización culta y refinada decide seguir las profecías de una adolescente como Greta, la nueva sacerdotisa pagana del culto a la Madre Naturaleza. Y que quede claro que la chica sueca no tiene la culpa: como tantos de nosotros cuando éramos adolescentes, se siente atraída por las utopías. Está dotada de una inteligencia fuera de lo común y tiene carácter y carisma. Pero es el entorno adulto que la rodea el que la ha convertido en una Juana de Arco moderna, una santa laica a la que adorar. El panteísmo y el paganismo tenían sus doncellas sacerdotisas, oráculos capaces de leer la voluntad de los dioses a partir de oscuras señales. Como la Sibila de Cumas, sacerdotisa del culto al dios Sol y a la diosa Luna en los pueblos itálicos prerromanos, o la Pitia, sacerdotisa griega del culto a Apolo en Delfos.

Debido a su naturaleza religiosa, es lógico que el ecologismo radical adopte tonos apocalípticos, anuncie el fin del mundo y exija arrepentimiento, sacrificio y expiación: son todos ellos ingredientes típicos de un movimiento basado en la fe, mágico y para nada racional que apela a emociones profundas.

[...] Mientras los sermones de Greta Thunberg y sus jóvenes secuaces son recogidos con veneración acrítica por los medios de comunicación occidentales, no tienen ninguna visibilidad en Pekín. ¿Qué significado y qué consecuencias tiene la ausencia de una Greta en China? La superpotencia más contaminante del planeta está gobernada por un régimen que deja poco margen de autonomía a la sociedad civil. Xi Jinping recela de las organizaciones no gubernamentales (ONG), y en los últimos años el espacios para los movimientos ecologistas chinos se han restringido todavía más. Esto significa que, en la lucha contra el cambio climático, Xi puede proclamar sus buenas intenciones ante la comunidad internacional, pero tiene pocas cuentas que rendir en casa. No existen ni los verdes ni una prensa libre y las protestas populares ante las catástrofes medioambientales se reprimen o se canalizan rígidamente dentro de las estructuras del partido Comunista. 

[...] La primacía del Partido Comunista y la subordinación de la sociedad civil no son las únicas razones por las que no existe una Greta china. Un líder como Xi, comunista y confuciano al mismo tiempo, observa el «fenómeno Greta» como una de las perversiones occidentales, una confirmación palmaria de nuestra decadencia. La autoridad que los medios de comunicación occidentales confieren al ecologismo adolescente es inaceptable en un país de tradiciones confucianas. En la cultura china, es a los ancianos a quienes hay que escuchar y respetar, su sabiduría es un valor y en las relaciones jerárquicas la edad es un factor significativo. Desde el punto de vista chino, «el mundo salvado por los niños» no es sólo un espejismo del culto occidental a la juventud: peor aún, es una alucinación peligrosa. Un mundo gobernado por niños, más que una Utopía feliz, corre el riesgo de parecerse a El señor de las moscas, la novela distópica de William Golding en la que, en el grupo de adolescentes que acaban en una isla desierta, resurgen las pulsiones más feroces de la barbarie adulta.

La historia de la propia China, las revoluciones alentadas por los jóvenes se asocian con el caos, la violencia y el derramamiento de sangre. El último ejemplo forma parte de la historia del Partido Comunista: como ya hemos visto, en la Revolución Cultural, el viejo Mao Zedong, para consolidar su poder, azuzó a los jóvenes contra sus profesores y padres. Una generación entera dejó de estudiar y se cerraron las universidades. La Guardia Roja fue un fenómeno generacional, contemporáneo del mayo de q1968 parisino pero mucho más violento, una verdadera guerra civil. Causó unos traumas tan terribles que, en la era postmaoísta, otra revolución juvenil, la protesta de la plaza Tiananmen (1989), fue sofocada brutalmente y se equiparó a esos jóvenes con los guardias rojos. Que en occidente se idolatre a los jóvenes para Xi es una señal inequívoca de que nuestra civilización se encuentra en una decadencia terminal e irreversible. 

La alergia de Xi al culto occidental a la juventud también pone de manifiesto la inmensa distancia existente entre el pragmatismo de quien tiene que gestionar la transición energética de 1. 400 millones de personas y la huida hacia adelante de las utopías ecologistas en los países ricos. Xi cree de verdad en las energías renovables, hasta el punto de que su apoyo a la industria de paneles fotovoltaicos, ha acabado con muchos competidores occidentales y ha permitido a China dominar el sector de la energía solar. También es número uno en turbinas eólicas. Aspira a alcanzar el dominio mundial en coches eléctricos, en baterías y en componentes esenciales para su producción, incluidos los minerales raros. Tiene el mayor parque nuclear del mundo y lo considera una fuente renovable de pleno derecho. En 2021, Xi se encontró entre la espada y la pared, debido al auge de las exportaciones chinas al resto del mundo, y se dio cuenta de que el cierre de un gran numero de minas de carbón había sido prematuro. Ante la disyuntiva entre desempleo y contaminación, optó por una solución a corto plazo y las reabrió, para que así las fábricas que estaban amenazadas por apagones pudiesen funcionar. Xi no aceptaría el reproche de una hipotética Greta china. Tiene que equilibrar su compromiso con el medio ambiente con la realidad energética actual y las tecnologías existentes. China es cada vez menos una nación emergente y cada vez más una nación avanzada, pero no ha olvidado que se muere más de hambre que de contaminación. Todo el sur del planeta se fija en el modelo chino y se da cuenta de que prohibir el carbón apresuradamente tendría unos costes humanos inasumibles.

[...] El hilo conductor que une muchos de los cambios de valores del Occidente contemporáneo no es el progreso —una noción desprovista de raíces históricas— sino el individualismo. Todas las nuevas reglas sobre las relaciones entre sexos (o sobre la libertad de no elegir un sexo concreto), la identidad étnica, las relaciones entre jóvenes y adultos y la procreación son coherentes con la concesión a cada individuo de la máxima libertad para actuar según sus propios deseos. La legitimación del consumo masivo de drogas a partir de los años sesenta fue un signo claro del ascenso de una mentalidad hedonista, basada en la búsqueda del placer sin ningún tipo de inhibición, que ha seguido ganando terreno. La única limitación es la tecnología, y ésta evoluciona abriendo continuamente nuevas posibilidades, por ejemplo en el ámbito de la reproducción. Pero Delsol ve aquí una contradicción: ese Nuevo Paganismo que es el ecologismo pone de repente un límite feroz a nuestras libertades cuando trata de la naturaleza. Se pueden hacer pedazos la institución de la familia, las distinciones entre los roles sexuales, el respeto por los ancianos o por el patrimonio cultural de Occidente. Pero no se puede talar un árbol. «La pasión por la naturaleza», escribe la estudiosa de las religiones, «nos hace aceptar todo lo que rechaza el individualismo omnipotente, es decir, la responsabilidad personal, el deber para con las generaciones futuras y la comunidad. La nueva religión pagana impone una inversión completa de los valores respecto al cristianismo y promete la desintegración social, excepto cuando interviene la Diosa Madre, que exige sacrificios despiadados. Ella sí tiene derecho a detener el progreso con «p» minúsculas —económico, tecnológico— y a imponer un retorno a formas de vida premodernas. Como el velero de Greta.

David Cerdá (El dilema de Neo) ¿Cuánta verdad hay en nuestras vidas?

 Hay que combatir el relativismo, que aniquila la verdad

Imagino que habrá quien quiera alentarnos sobre los sinuosos laberintos relativistas en los que parece que nos adentramos. Lo cierto es que nada de lo anterior tiene que ver con el relativismo en su acepción corriente, nihilista, que niega toda posibilidad de la lucidez, o peor, la pervierte afirmando que ser lúcido es admitir que la verdad no existe. El relativismo es una apreciable vía metodológica y, a la vez, una conclusión mezquina: puede ser un faro, nunca un puerto.

Del hecho de que cada hijo de vecino pueda tener un punto de vista propio y el derecho de expresarlo, o que varias teorías compitan por explicar el funcionamento del universo, no se deduce que todas las perspectivas tengan el mismo valor. Tampoco vale de mucho el derecho a expresarse si uno no cumple su deber de pensar esforzadamente y se contenta con hacerse eco de esta o aquella consigna. Lo que hay detrás del bobo principio según el cual «todas las ideas son respetables», no es tolerancia, sino este pacto de no agresión lamentable: «No critiques mis ideas y a cambio yo no criticaré las tuyas»; el contrato fundacional de la necedad compartida.

El relativismo adquiere su aspecto más tramposo y mortífero cuando se disfraza de «respeto». Quien considera que el respeto comporta no refutar las ideas ajenas —ya que «todo es relativo»— comete un acto de insolidaridad y cobardía disfrazado de tolerancia. Hacer eso es negarse a arrimar el hombro en la aventura hacia la verdad, que consiste en la suma de las empresas individuales de todos. Lo llaman «tolerancia», pero quieren decir «cada uno a lo suyo y que nadie moleste a nadie», y sobre todo «equivalencia». Tolerar de veras es no forzar a nadie a cambiar de parecer, y permitir que ese parecer se exprese; de ningún modo supone igualar el valor de cuanto se dice. Mantener que «todo el mundo tiene razón a su manera» o que «todas las posturas tienen su carga de verdad» (¡la misma!) es una muestra de pereza intelectual, en ningún caso una expresión de respeto. Si nadie nos ha dado pie a aportar, puede que esté bien callarse. Pero una vez que el diálogo se ha abierto y siempre que se mantengan las formas, dejar intactos los argumentos ajenos es una conducta condescendiente y mediocre.

Una de las fuerzas que hay detrás del posmoderno auge del relativismo es el ansioso deseo de evitar todo compromiso. Queremos a nuestra disposición todas las opciones, que nuestras existencias emulen la variedad del consumo; queremos una vida a medida y no tener que mancharnos las manos por nadie. Para eso necesitamos que todo sea cierto, que es lo que esconde la afirmación de que nada es verdadero. El relativismo excusa de buscar la verdad; nos vende narcóticas ensoñaciones, como un complaciente camello. 

Hay un relativismo cultural igualmente superado: no se sostiene que cada civilización sea un todo de sentido y que exclusivamente en función de sus contornos se ventile qué es o no valioso. El contexto es importante y no se puede ignorar, pero no lo es del todo. Cada cultura colorea la verdad a su manera, añadiendo sus acentos, y el propio acceso a la verdad está culturalmente condicionado. También hay, cómo negarlo, sociedades más cultivadas y otras más ignorantes, y no solo en términos científicos, sino también morales. No podemos mejorar el mundo si creemos que hay un derecho de los pueblos a permanecer ignorantes. Tienen el derecho de no ser violentados, que es muy distinto.

No hay solo desidia o moda tras el relativismo; también hay intereses. El relativismo es poder, porque permite redefinir la realidad a demanda. Si algunos intentan que creamos que cada voz, en cuanto a qué es real, vale lo mismo —llegando a decir, en el colmo del sarcasmo, que esta postura es «democrática»—, es porque les facilita sacar adelante su particular agenda. Cuando nada vale más que nada y la verdad sencillamente se vota, todo es juego de influencias y contraposición de fuerzas. Lo cierto es lo contrario. Como decía Henry Thoreau en Desobediencia civil, «cualquier hombre que esté más en lo justo que sus vecinos constituye ya, de por sí, una mayoría». La verdad es vinculante, de ahí el deseo de acabar con su posibilidad objetiva. Demasiada libertad: podría gripar la cadena de montaje de súbditos. 

Que lo valioso tenga varias procedencias no quiere decir que esté en la misma cantidad en todas partes. En este sentido, hay que lamentar que el término «moralismo» haya pasado a utilizarse en nuestro tiempo con este significado: «Postura moral que otros defienden y a mí me disgusta». Hablando en propiedad, es «moralista» quien tiene la desagradable costumbre de señalar a los demás por motivos morales. Pero ahora se da dado un paso más y muchos entienden que enjuiciar no ya a las personas, sino los propios actos, es un signo de moralismo. Da igual cómo de bien o mal argumente que el aborto es inmoral: es usted un moralista, porque ya no se trata de no señalar a nadie, sino de no enjuiciar nada. Por supuesto, así cualquiera que se interese por el bien y el mal seriamente, ya sea un filósofo o quien quiera que hable o escriba sobre cómo marcha el mundo, pasa de inmediato a ser un moralista. Pero también, por cierto, quien llama a esa persona moralista: al hacerlo está señalando una conducta como impropia. Lo más gracioso que he escuchado llamar a quienes por ser personas moralmente serias defienden que hay principios morales mejores que otros es «supremacistas morales. Ha llegado tan lejos el relativismo que sostener, por ejemplo, que la gestación subrogada es inmoral (con razones) se asimila a «creerse superior moralmente». No obstante, la «superioridad moral» consiste en cancelar los debates morales bajo el pretexto de que lo propio, sin argumentar, vale más que lo ajeno; hoy se emplea la expresión más que nada para acallar al divergente.

Si hay verdad, bien que esta sea cuántica, no hay relativismo que valga; y si no hubiese verdad ¿cómo iba a existir la lucidez? Solo hay un relativismo admisible: el que niega la existencia de una verdad «absoluta» que no admite conversaciones ni dudas ni más estudio; en tales términos es un signo de salud intelectual y sentimental.

Paradigmas

Algunas ideas, creencias y teorías se arraciman componiendo paradigmas. Son marcos intelectuales y formas de pensar que condicionan vastas masas de razonamiento. Los paradigmas son incluso más difíciles de desafiar que las creencias, por su amplitud y porque a menudo se generan de una manera más lenta e imperceptible. Encuadran y enfocan, pero también aprisionan; tanto representan un apreciable punto de partida como pueden limitar el pensamiento. Cambiar de paradigma es desplazar la situación u orientación de una casa, llevársela, incluso, a otro barrio, lo cual implica un considerable esfuerzo.

Un ejemplo de paradigma de gran resistencia es el dualista, que Descartes elevó a su máxima expresión. Consiste en dividir la realidad en pares excluyentes: sujeto/objeto, emoción/razón, espíritu/materia. Los mitos han sido y son paradigmas muy capaces de condicionar lo que pensamos. Paradigmas como el evolucionismo cultural que alumbró Occidente (primitivos frente a civilizados) han determinado el curso de la historia. Etcétera. 

No es casual que muchos paradigmas se sustenten en alguna forma de disyuntiva. En su continua necesidad de decidir, el ser humano no cesa de plantearse alternativas, y entre estas, el número más manejable es claramente el dos. Cuando esta inclinación se exagera, se cae en el maniqueísmo, que consiste no solo en ignorar sistemáticamente las opciones intermedias y quedarse con los dos polos extremos (blanco/negro), sino en que solo uno de ellos sea seriamente considerado.

Más allá de su contenido, hay paradigmas más o menos ricos, no hay estuches de rotuladores que tienen cuarenta y ocho colores, mientras otros tienen solo seis o un par de ellos. La variedad y calidad de nuestros paradigmas condicionan lo que pensamos y sentimos. Como escribe Ernst Friedrich Schumacher en Lo pequeño es hermoso, «la manera en que experimentamos el mundo depende mucho de la clase de ideas que llenan nuestras mentes. Si son insignificantes, débiles, superficiales o incoherentes, la vida parecerá insípida, aburrida, penosa y caótica».

Desde luego, todos pensamos desde paradigmas, pero además abundan los que solamente piensan dentro de ellos, esto es, sin abandonar jamás ese recuadro. Adscribirse a un paradigma acríticamente produce siempre pobres resultados. Induce a cierto provincianismo en el pensar, que se nota a la legua en cuanto el individuo abducido por el paradigma abre la boca. El hecho de haber cogido muchos vuelos y haber estado en muchos sitios no es garantía, en modo alguno, de que no se es un paleto mental. Tampoco hay por qué entregarse al exotismo, ni apostar en cada caso por el pensamiento más sofisticado; a veces abrazar la simplicidad es el mejor cambio de paradigma. 

Padecemos un digital síndrome de Diógenes

«La información está toda en internet»; con esta simpleza suelen despachar muchos su veredicto sobre la relación entre educación y la Red de redes. Sí, internet está hasta arriba de información (verdaderas y falsas, ya que estamos). No, quien carece de conocimientos no sabe dónde buscar o a qué atenerse. De ningún modo aprender es recolectar información, sino comprender, para lo cual la Red por sí sola apenas sirve, y en demasiadas ocasiones es incluso un obstáculo. 

La idea de que internet es una suerte de «biblioteca de Alejandría», es tan casposa que ya la desayunaba uno hace treinta años. Lo es solo en teoría, y en contadísimas ocasiones en la práctica. Hace falta estar muy ciego o esconder mezquinos intereses para seguir repitiendo esa mentira, que nos aleja de una imprescindible consideración crítica de la tecnología. Internet es una inmensa ciudad donde hay de todo: bibliotecas, sí, unas pocas, pero más que nada chillones letreros luminosos y pegajosos papeles atrapamoscas (sticky es el término técnico marketiniano para esa cualidad que explotan los videos de gatitos en YouTube y los reels de Instagram). Además de empresas, artistas y profesionales honestos, hay en internet abusadores, demagogos y descuideros. 

Lo que más hay en internet es basura. Pero no basura como en las ciudades físicas y civilizadas, depositada en su sitio y clasificada como Dios manda, sino basura desparramada por todas partes, como en los lugares más pobres del mundo; uno sabe que lo son por cómo la mugre se fusiona con el paisaje. La antropóloga Mary Douglas dice que la suciedad es «materia fuera de lugar». Es una definición brillante que debería llevarnos a pensar cuántas suciedades nos circundan, y con cuánta ligereza culposa dejamos a los menores circular entre cascotes, desperdicios y hasta jeringuillas usadas. Las tabletas, los teléfonos «inteligentes», el resto de los dispositivos móviles: creemos que tenemos a los hijos en casa a salvo en sus cuartos o que nos acompañan en el restaurantes, pero ellos andan por descampados, esquivando cloacas o cayendo por sumideros.

Hay mucha, demasiada gente encantada con este estado de cosas, un mal que daña más a los inmaduros, pero del que desde luego no nos libramos los adultos. Hiperestimulados, estamos viviendo una verdadera pandemia de síndrome de Diógenes. «El síndrome de Diógenes» —nos cuenta la Wikipedia— «es un trastorno del comportamiento que se caracteriza por el total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario en el propio hogar y la acumulación en él de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos». Acumulamos información y visionamos bajo la ilusión de que son «saber» y «experiencia», pero es solo entretenimiento, y casi siempre vulgar y digno de acabar enseguida en un basurero.

¿A qué responde el síndrome de Diógenes? Creo que a dos necesidades principales, que en realidad son la misma: protección y compañía. La persona enferma de este mal acumula desechos para levantar barricadas con las que protegerse del mundo, y también porque está tan sola que esas cosas que acumula las emplea —infructuosamente— para sentirse acompañada. Es, en definitiva, una respuesta patológica a la percepción de un mundo hostil y de un insondable vacío. Y en esos estamos, eso están creando estas aplicaciones: una hiperconexión que lleva a una hipovinculación, un simulacro de cercanía que nos aleja de la profundidad y el prójimo, negándonos el calor verdadero [...]

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