Roberto Vannacci (El mundo al revés) Todos contra todos

Nota del autor

Esta obra representa una forma de libre expresión del pensamiento y pone de manifiesto las opiniones personales del autor. Por tanto, no interpreta posiciones institucionales o que puedan atribuirse a otras organizaciones del Estado o del Gobierno.

Se lectura está recomendada a un público adulto y maduro, capaz de comprender los temas propuestos sin desnaturalizarlos, interpretarlos parcialmente o sesgados, comprometiendo así su correcta expresión y sentido original.

El autor no se hará responsable de las posibles interpretaciones erróneas del texto y se desvincula, desde este mismo momento, de cualquier tipo de actos ilícitos que puedan derivarse del mismo.


EL ECOLOGÍSMO

[...] Al final, considerando lo absurdo de las reivindicaciones ecológicas, las estrategias del no y la práctica ausencia de propuestas alternativas surge una duda legítima: ¿no será que el ambientalismo y la ecología ideológica son solo una pantalla y una máscara para ocultar el deseo de subversión total del sistema que hasta ahora ha permitido el bienestar, el progreso, el desarrollo y la prosperidad? ¿Es que los auténticos marxistas, aquellos que querrían comunizar el mundo y equilibrar la sociedad no se han rendido aún ante la dramática derrota de esta ideología que, a los largo del siglo XX, demostró ser un fracaso y ahora utiliza el espectro de la ecología y el ambientalismo en su función anticapitalista? ¿Es que la considerada justicia climática serviría como un alter ego del régimen de terror para intentar debilitar los cimientos sobre los que se ha desarrollado la acomodada sociedad occidental moderna?

Si se tuviera en cuenta esta duda, se explicarían muchas cosas.

LA SOCIEDAD MULTICULTURAL Y MULTIÉTNICA

«Un mundo compuesto por múltiples civilizaciones es un mundo que no pertenece a ninguna civilización y está desprovisto de su propio núcleo cultural constitutivo. La historia muestra que ninguna nación así constituida puede perdurar mucho tiempo como nación cohesiva».

(Samuel P. Huntington)

Mi sociedad me gusta, esa en la que he nacido, vivido y por la cual mi abuelo, que nació en 1898 y que, al alistarse con 16 años, luchó en la Primera y Segunda Guerra Mundial, y en la guerra civil española. Seguramente podría enriquecerse, pero es mejor que muchas otras. Me gustan las libertades individuales, el Estado de derecho, la libertad de expresión, la idea de poder triunfar en base a las propias capacidades, la igualdad ante la justicia, el bienestar que hemos alcanzado y los avances que hemos conseguido. Me gusta su cocina, el olor a pan recién hecho por las mañanas y las campanas que resuenan los domingo. Respeto otras culturas, no quiero cambiarlas, a veces las aprecio y sé valorar algunos rasgos agradables y positivos, pero no las reemplazaría por la mía. Tampoco quiero que nadie se meta con mi sociedad. Considero mi cultura un regalo que nuestros antepasados nos han transmitido con esmero y que debemos guardar celosamente. Si, porque quizá (ingenuamente y engañándome un poco) creo que por mis venas corre una gota de sangre de Eneas, Rómulo, Julio César, Dante, Fibonacci, Juan y Lorenzo de Medici, Leonardo da Vinci, Miquel Ángel y Galileo, Paolo Ruffini, Mazzini y Garibaldi. No debería sorprenderle que haya retrocedido tanto en el tiempo. Durante mi adolescencia, mientras leía un libro sobre Aníbal, tuve una increíble revelación: el autor, el brillante Gianni Granzotto, afirmaba: «Sesenta abuelos nos separan hoy de Aníbal. Solo sesenta abuelos. Todos podrían estar e esa habitación que es la memoria, cosedora del tiempo». Y este hermoso ejemplo me permite resaltar que la cultura de una población y la época a la que pertenece son parámetros íntimamente ligados entre sí. Es cierto que la cultura es un producto histórico, está en constante evolución y se enriquece día a día con los cambios, pero también es cierto que esas mínimas correcciones de última hora tienen un impacto insignificante en lo que se ha cristalizado en 5000 años de historia. Los fanáticos de la cultura de la cancelación, que quisieran borrar la historia y las tradiciones milenarias, deberían tenerlo muy presente. 

Aunque tenemos una segunda generación de italianos con ojos almendrados, el arroz cantonés y los rollitos de primavera no forman parte de la cocina ni la tradición nacional. Paola Egonu tiene ciudadanía italiana, pero es evidente que sus rasgos faciales no representan la italianidad que se puede vislumbrar en todos los frescos, cuadros y estatuas que han llegado hasta nuestros días desde la época de los etruscos; aunque haya portadores de un pasaporte italiano rezando en las mezquitas, esto no borra 2000 años de cristianismo. La sociedad cambia y la cultura también, pero cada población tiene el derecho (y también el deber) de proteger sus orígenes y sus tradiciones de los desvíos y distorsiones que los desvirtúan. 

En Italia tenemos McDonald´s desde hace más de cincuenta años, y millones de italianos comen sus productos, pero nadie se atreve a declarar que los sándwiches con hamburguesas y kétchup forman parte de nuestra gastronomía. Y considero justo que Vissani, o cualquier otro virtuoso culinario, se subleve cuando se aplican variaciones arbitrarias y exóticas a una de las grandes expresiones del arte nacional. Del mismo modo, por mucho qye crezca el porcentaje de extranjeros o de ciudadanos italianos «adquiridos», hacer la distinción entre lo que pertenece a la cultura nacional y lo que es importado es una muestra de protección de un patrimonio cultural milenario, y no de patriotismo inútil o xenofobia. 

LA NUEVA CIUDAD

«El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio».

Italo Calvino, Las Ciudades invisibles, Einaudi, 1972.

[...] Si soy fontanero, cristalero, electricista o albañil y con mi furgoneta, que también representa mi actividad comercial, tengo que conducir por la ciudad y aparcar el coche para llegar a los clientes, ¿Cómo lo hago? La furgoneta contamina y está prohibida; el estacionamiento cuesta un dineral; las calles se han peatonalizado y los carriles bici han invadido las áreas de estacionamiento. La ciudad se ha vuelto una pesadilla y estoy obligado a marcharme. En lugar de todos esos artesanos y pequeños empresarios será ocupado por grandes empresas que contratarán, por el salario mínimo, a los distintos profesionales con contratos de aprendiz o de corta duración, y que podrán dotarles de cientos de triciclos y monovolúmenes eléctricos, y disponer de un amplio servicio de mantenimiento y recarga. Los que trabajan para estas empresas, al igual que que lo que ocurre con los repartidores, serán principalmente inmigrantes de países pobres que se conformarán con salarios bajos, malas condiciones de vida, desplazamientos desde barrios dormitorio y largas jornadas laborales. Por lo tanto, se realizará exactamente lo contrario de la tan mencionada redistribución de la riqueza, tan querida por la izquierda, matando a la empresa privada y hundiendo los salarios. Ya hemos visto esta dinámica en muchos otros sectores.

En cambio, si soy soltero y de buena clase social, todo va a ir mejor. Compré un Tesla poniéndolo a nombre de mi empresa y aprovechando todas las ventajas. Vivo en un loft en el centro con un gran garaje. Instalé paneles solares en mi tejado porque no necesito el descuento en la factura, sino que puedo pagar con mis propios fondos ay aprovechar las ventajas previstas, siendo fiscalmente capaz. Aprovechando el autoconsumo de energía producida por el sol, ahorro también en combustible. Trabajo cerca de casa, ya que vivo en el centro y puedo desplazarme en bicicleta, que también es eléctrica y la guardo en el garaje junto al coche, lo que favorece mi look moderno y progresista. Pero si quiero evitar cualquier percance, cojo un taxi, y quizá le paso la factura a la empresa.

[...] Según el instituto francés, el París que persigue la revolución ecológica se convierte en una ciudad para privilegiados, como son los solteros, ejecutivos, trabajadores bien pagados del mundo de la moda, el espectáculo, el arte, la salud, la educación y la cultura. No mucha gente se casa en la Ciudad de las Luces, y los que lo hacen, se unen a otro funcionario/ejecutivo y forman un hogar acomodado. Paraíso para los ricos, pero a la vez infierno para las familias con hijos, albañiles, obreros y trabajadores de fábricas, provenientes de las clases medio-bajas, y de todo aquel que para ir a trabajar necesita utilizar un vehículo. Ni siquiera los ancianos salen bien parados, ya que no pueden beneficiarse de la movilidad eco de las bicicletas y patinetas, y se encuentran con un transporte público cada vez más abarrotado e ineficaz. El modelo clásico del parisino moderno, muy bien representado por la popular serie Emily en París, es la minoría de los pijos, que en francés se llamarían Bourgeois-Bohème. Una especie de representantes acomodados de la burguesía, muy proclive a la socialización y a las ideas de la izquierda pero con una cuenta bancaria bien nutrida, que exalta el patrimonio cultural más que el material, y que vive en un bonito piso en los barrios más de moda y alternativos de una gran ciudad. Como nuestros radical-chic, prefiere practicar yoga y meditación antes que hacer jogging e ir al gimnasio; come quinoa y alimentos bio (aunque tenga que pagar el doble); visita museos, desfiles de moda y salas de exposiciones en lugar de fábricas, talleres y obras. Puede permitirse una movilidad ecológica, la última bicicleta eléctrica de seis mil euros, el loft green y el recinto exterior para depositar la basura.

Al mismo tiempo, sin embargo, los ciudadanos de las clases medias-bajas están peor, tienen que pagar mucho más que antes por servicios que son de poca utilidad o a los que no pueden acceder. Tienen que sustituir su vehículo, o simplemente venderlo y prescindir de él. Están obligados a pagar un precio más alto por el transporte público; sus impuestos por la vivienda se incrementan para financiar la transición ecológica de los centros urbanos; muchos de los lugares que solían frecuentar se vuelven inaccesibles debido a las restricciones a la movilidad privada y el tiempo desmesurado que se tarda en llegar. 

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