Antonio Valdecantos (El complot de los elementos) Breve tratado sobre la narración, el espacio y la catástrofe

La verdadera excepción que reina en el mundo contemporáneo es una incepción permanente que consiste en la iniciación constante de actos (muy viejos en su mayor parte, pero tenidos obligatoriamente por nuevos) destinados a no concluirse y a sacrificarse en aras de otros más nuevos todavía, y así sucesivamente sin interrupción. Nada surtirá de los placeres de la vivencia si no se tiene por una innovación, y el procedimiento para alumbrar una y otra vez lo nuevo es precisamente el reto. Cada desafío tiene que tomarse, desde luego, como «un nuevo reto», y en esta consideración ya está anticipada la índole radicalmente novedosa de lo que aparezca como respuesta. En el volver a empezar de nuevo está ya comprendida toda la novedad que se hallará, y en esa vuelta al comienzo radica lo que, de manera enfática, se llama «vivir algo» o experimentar una vivencia. Lo tenido por vivencia no recibe ese nombre porque se tome como una expresión de la vida, sino que, a la inversa, se llama vida al curso de las vivencias, el cual se manifiesta como una sucesión de hechos a los que nunca se permite decaer o agotarse. A la fase incipiente de un acontecimiento no la sigue la madurez y el desgaste, sino un nuevo acontecimiento incipiente, cuyo destino será el mismo que tuvieron sus predecesores. El tiempo se corta, pues, a base de acontecimientos abreviados que por su intensidad deberían estar destinados a ser memorables, pero que de hecho no pueden ser recordados, porque su sobreabundancia no cabe en memoria alguna y porque nunca habría tiempo para registrarlos, salvo mediante el uso compulsivo de la cámara fotográfica digital. El álbum de fotos debería ser el único registro posible de esa vida en estado de incepción permanente, aunque las imágenes en cuestión se distinguen por no consentir apenas ninguna clase de descripción: se pueden acumular muchísimas, pero nada puede decirse de ninguna de ellas porque la visión de cada una también tiene que ser exclusivamente incipiente, al igual que debe serlo todo lo que en un tiempo así se acometa o emprenda.
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El cuadrilátero del idiota

A partir de determinado momento de las últimas décadas del siglo XX, una técnica o rutina extraída de las prácticas del análisis empresarial comenzó a cobrar gran prestigio para el examen del presente y porvenir de cualquier institución, e incluso de lo que le es dado proyectar y hacer a cualquier individuo. Se trataba de emplear un cuadro o matriz con las casillas ocupadas por las letras del acrónimo SWOT (DAFO o FODA, en castellano, lengua en la que las iniciales corresponden a «debilidades», «amenazas», «fortaleza» y «oportunidades»). La simplicidad y aun banalidad del esquema no necesita ser expuesta con mucho detalle. Gracias a la invocación de un cuadrado así, es posible representar de manera clara y vistosa todo lo que favorece y todo lo que se opone al cumplimiento de cualquier fin y, en general, todo aquello con lo que ha de contarse para mejorar los resultados de los quehaceres que alguien se trae entre manos. Llamar «análisis» a la invocación del tal cuadrado es un exceso verbal francamente pueril, pero no urge detenerse ahora en las miserias de esta clase de retórica. Si interesa prestar atención a este cuadrilátero es por lo que tiene de síntoma y por lo que tiene de icono: de síntoma ideológico de toda una manera de entender el tiempo y la acción, y de emblema en el que representa, con eficacia mnemotécnica muy afortunada, algo así como «lo que conviene tener en cuenta antes de tomar una decisión, o cosa por el estilo. Una vez que se caído en las redes del esquema SWOT (que seguramente en más eficaz si se lo enuncia y pinta en ingles), ya no resulta nada fácil desembarazarse de él. Nuestra época debería ser llamada, si fuese precisa una denominación, la «era SWOT».

Hay todo un tipo humano al que el esquema SWOT le viene como anillo al dedo: ese hombre —casi siempre es un varón— libre de prejuicios, amante de estar al día en todo, curioso por toda clase de innovaciones, adicto a la llaneza de la expresión (la cual suele deleitarse en giros sanchopancescos y en metáforas automovilísticas y deportivas, así como en anglicismos, siglas y abreviaturas) y amante del proceder rápido y expeditivo, ese hombre para el que las mujeres son, por regla general, lentas, torpes, distraídas, poco prácticas y, en los momentos decisivos, un obstáculo para el éxito, o por lo menos una rémora. La matriz SWOT es el escudo de armas del hombre pragmático, y lo único que sorprende es que no encontremos a millones de contemporáneos con esas cuatro letras bordadas en la pechera o grabadas como tatuaje (ni tampoco camisetas que las luzcan vistosamente). Convertir las amenazas en oportunidades y las debilidades en fortalezas es el arte principal del hombre SWOT. ¿Acaso cabe un mejor arte de vivir? Resulta muy difícil reprimir, ante el culto por el cuadrilátero SWOT, cierta clase de grima. Sin duda, no cabe poner ninguna pega a la bondad intuitiva del esquema, el cual, desde luego, entra eficazmente por los ojos y los oídos. Es cierto que produce desazón e incluso irritación, aunque estas pasiones no son nada fáciles de traducir a palabras, y lo más probable es que se repriman. ¿Qué es lo que no gusta del esquema SWOT? Ciertamente la banalidad, pero ¿acaso no hay banalidades útiles y necesarias?

En el cuadrilátero se contiene todo lo que el idiota debe tener en cuenta para enmarcar sus proyectos y evaluar sus actuaciones. Obrar sin haber buscado previamente la orientación precisa con arreglo a esos cuatro puntos o lados cardinales equivale a actuar a tontas y a locas, de manera insensata y, sobre todo, irresponsable. En principio, el esquema SWOT está concebido para maximizar los éxitos y minimizar los fracasos: es una especie de cuadrante para navegar y su justificación proviene de su utilidad; es, de hecho, el marco normal de toda acción que aspire al éxito o, por lo menos, a la reducción del fracaso, y muchos gozarán sobremanera diciendo que se trata de una «herramienta»: de ordinario, quienes profesan devoción al cuadrilátero SWOT sienten también mucha estima por la metáfora de la herramienta. Pero en el cuadrilátero del idiota lo que menos importa es la utilidad, porque solo unos pocos de entre quienes le dispensan genuflexión lo hacen por los resultados apetecibles que produce, y la mayoría lo adora por la íntima satisfacción que genera el examen de uno mismo —o de la propia empresa— cuando se ajusta a semejante esquema. Lo de menos es el éxito que se alcance, porque lo que importa es que todo cuadre en el esquema SWOT y que uno pueda componer una figura coherente en el interior de ese cuadrilátero. El placer en cuestión no guarda una relación demasiado estrecha (al contrario de lo que a primera vista pudiera parecer) con el autoconocimiento ni, en general, con ningún hallazgo cognoscitivo: es una placer electrizante i libidinoso que se basta consigo mismo porque eleva a quien lo experimenta a las regiones habitadas por las personalidades infatigables, dinámicas, diligentes, positivas y animadas por una irresistible fuerza interior. La afición al anagrama SWOT no es la causa de estas virtudes, sino su efecto más elocuente: si eres esa clase de persona, lo natural es que no se te caiga de la boca la manera SWOT de razonar, a la cual las gentes incautas tomarán como un medio para llegar al éxito cuando en realidad es un signo de haberlo logrado ya y, en caso de que se use como medio, se hará de manera apotropaica, por confiar en la eficacia que su innovación genera. 

Valdecantos, Antonio (Contra el relativismo)
Valdecantos, Antonio (Manifiesto antivitalista)
Valdecantos, Antonio (La modernidad póstuma)

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