Pero en general es la izquierda en su conjunto la que está dando, desde hace dos años, lo mejor de sí misma. Ha caído en todas las trampas habidas y por haber. Ha difundido todos los memes producidos por las agencias de comunicación gubernamentales y no ha rechistado ante ningún chantaje emocional, ante ningún paralogismo, ante ningún mutismo cómplice. Se ha mostrado como lo que es: irracional a fuerza de racionalismo, oscurantista a fuerza de cientifismo, insensible a fuerza de sensiblería, mórbida por higienista, estúpida por creerse cultivada y maléfica a fuerza de querer estar del lado del Bien. Durante estos dos últimos años, en todos los países del mundo, quitando a Gracia, la izquierda, tanto la socialista como la anarquista, tanto la moderada como la radical, tanto la ecologista como la estalinista, se ha lanzado a apoyar sistemáticamente el golpe de mundo tecnocrático. Ningún confinamiento, ningún toque de queda, ninguna vacunación, ninguna censura, ninguna restricción le ha parecido lo bastante extrema como para repugnarle. Hasta el punto de dejar que la extrema derecha se esté llevando el agua de la libertad, la democracia, la alternativa, la revolución e incluso la insurrección a su molino conceptual. Hay que decir que la izquierda siempre ha encarnado al partido de la biopolítica. Para terminar, desde Nueva York, los marxistas molones de Jacobin fliparon con la mascarilla, en la que vieron el anuncio del socialismo venidero, mientras otros llegaban a teorizar el «comunismo vacunal». Se intuyen apasionantes discusiones en los vertederos de la historia.
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La all-hazards preparedness porta la marca del contexto en el que se desarrolló: esos años noventa del «nuevo orden mundial», de la «transformación de la guerra» en la que Martin van Creveld señalaba la prevalencia de los conflictos de baja intensidad, y del «choque de civilizaciones», en el que Samuel Huntington anunciaba la vuelta de los conflictos entre identidades culturales y religiosas. En aquellos primeros años noventa, toda una «civilización atlántica», todo un complejo militar-industrial, todo un clero secular, todo un monumento de intereses aliados es presa del vértigo ante la desaparición de su mejor enemigo estructural, y de su razón de ser: la URSS. «Me estoy quedando sin demonios, me estoy quedando sin granujas, ya solo me quedan Castro y Kim Il-sung», se lamentaba en 1992 Colin Powel, principal consejero militar del presidente de Estados Unidos. Hay que configurar la incertidumbre para no tener que padecerla en estado puro. Hay que volver a darle forma al enemigo. Hay que estructurar la situación para justificar el orden existente. De hecho, bastará con que la Guerra Fría se atenúe para que renazca en el acto la revuelta anticapitalista, con la ola creciente de disturbios de movimientos antiglobalización entre 1998 y 2001. Entre los gobernantes, el miedo al pueblo siempre ha prevalecido sobre el miedo al enemigo externo. La lucha declarada contra el uno sirve en primer lugar como coartada para la lucha de hecho contra el todo.Todos los dirigentes del mundo están en el mismo barco cuando se trata de meter en cintura a su propia población. Bashar al-Ásad ha demostrado incluso que algunos de ellos prefieren renunciar a su población antes que a su poder; los mancos y los tuertos de las protestas de los chalecos amarillos lo han comprobado en sus propias carnes. ¿Cómo llamar a la «unidad» en torno a un orden social injusto sin señalar alguna amenaza externa indescriptible? Un terrorista, un virus, el caos climático cumplen igual de bien esta función: la función bíblica del Mal universal. Bill Gates lo subrayó oportunamente en 2017, en una de esas Conferencias de Seguridad de Múnich en las que cada año se reúne la flor y nata policial-militar mundial:
«Obviamos la relación entre seguridad sanitaria y seguridad internacional por nuestra cuenta y riesgo [...] Se avecina un ataque con armas biológicas, es solo cuestión de tiempo. Tenemos que prepararnos. Tenemos que prepararnos para las epidemias del mismo modo que los militares se preparan para la guerra»
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Todos los pequeños gestos cotidianos, tan chuscos, mediante los cuales han querido que manifestásemos nuestra participación en la «guerra contra el virus» solo servían para que nos adhiriéramos a las desorbitadas medidas de restricción de libertades. Y ello en virtud del «efecto cubito de hielo» teorizado en 1947 por Kurt Lewin.
La disposición a hacer lo que te manden, aun cuando ello implique comportarse de manera absolutamente inhumana, a poco que quien lo ordene sea alguien vestido con una bata blanca: ese era el objeto del famoso experimento de «obediencia a la autoridad» de Stanley Milgram en 1961. Desde 2020, la comunicación gubernamental ha sacado todas las consecuencias posibles del mismo.
Las imágenes de transeúntes muriendo de repente de coronavirus en las calle de Wuhan en enero de 2020 o las de los agonizantes en los pasillos de los hospitales explotaron explícitamente el «efecto ancla» formulado en los años setenta en las investigaciones de los psicólogos Amos Tversky y Daniel Kahnemman, asociados para siempre a la «programación neurolingüista» de Richard Bandler y John Grinder. Este punto de vista afirma que, en las situaciones de incertidumbre, a los sujetos humanos les resulta sumamente difícil desprenderse de la primera impresión que han asociado, o que ha sido asociada, a una representación.
Los testimonios difundidos por los medios de famosos contando su vacunación buscaban explotar el «efecto halo» identificado por Nisbet y Wilson en 1977: parece que la fama de la persona que te habla altera de manera inconsciente tu juicio con respecto a la validez de lo que te esté contando.
La campaña mundial de vacunación general no responde a racionalidad médica alguna. Para la mayoría de la gente, las principales «vacunas» son más nocivas que el virus, y no inmunizan contra la enfermedad en cuanto tal. Favorecen incluso la aparición de variantes más virulentas. En resumen: solo satisfacen la pasión de experimentar con nuevos juguetes a escala mundial, y la rapacidad de quienes las vende. Por lo tanto, resulta tentador ver en ella una aplicación de la célebre y crucial «teoría del compromiso» formulada en 1971 por Kiesler en su [La psicología del compromiso: experimentos que relacionan el comportamiento con las creencias]. La hipótesis antropológica de Kiesler y de toda la psicología social es que los humanos no actúan en función de lo que piensan y dicen. Su conciencia y su discurso sirven únicamente para justificar a posteriori los actos que ya han llevado a cabo. Uno está predispuesto a decir que sí a un vendedor que le sonríe y que le coge del brazo, y a racionalizar acto seguido su decisión. Para el psicólogo social, quien ha consentido irracionalmente que le inyecten tenderá a justificar toda la propaganda que le ha llevado a ello. Para defender su gesto, defenderá el orden político que le ha empujado a hacerlo. El «sesgo de confirmación», según el cual cada uno selecciona las informaciones que le dan la razón, hará el resto.
[...] Lo que estamos padeciendo de forma generalizada desde marzo de 2020 es parte de una gigantesca operación de psicología social que constituye al mismo tiempo un ataque especulativo a la baja contra nuestros semejantes. Es sin duda la más colosal acometida contra la alegría de vivir, que se haya alcanzado hasta la fecha. Los propietarios de esta sociedad nos han aplicado, en una grado de concentración inédito, una combinación de todas las técnicas de influencia elaboradas desde la Segunda Guerra Mundial. Un fuego a discreción de manipulaciones. Hay que leer el KUBARK —el manual de «interrogatorios» de la CIA— para captar la semejanza entre lo que hemos vivido y las prácticas de tortura psicológica dirigidas a quebrar la resistencia de los prisioneros y hacer que cooperen.
«Si se mantiene el tiempo suficiente, un miedo grande a cualquier elemento vago o desconocido induce la regresión [...] No basta con colocar a la fuente que se resiste bajo la presión del miedo; también es preciso que perciba una vía de salida aceptable. [...] La amenaza, como todas las demás técnicas coercitivas, es más eficaz cuando se utiliza para favorecer la regresión y cuando se acompaña de la insinuación de una salida».
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La intuición de que los dueños de este mundo quieren deshacerse de nosotros, ahora que ya no tienen necesidad y sí todo que temerlo nosotros, no es en absoluto descabellada. Es incluso de sentido común. Según una vieja máxima gubernamental, «al pueblo conviene tenerlo siempre ocupado [...] Son muy peligros para el público sosiego los que no tienen intereses» (Giovanni Botero, La razón de estado, 1591). Un empresario de Silicon Valley, gurú efímero de la «nueva economía» de los años noventa, especulaba en el New York Times hace ya más de veinte años: «El 2 por ciento de los americanos bastaría para alimentarnos, y el 5 por ciento para producir todo lo que necesitamos». Todos los trabajos de mierda del mundo no bastan para contener la marea creciente de carácter esclavista —ya que «toda mano de obra, desde el momento en que es puesta a competir con un esclavo, sea este humano o mecánico, ha de aceptar las condiciones de trabajo esclavo», como advertía Nobert Wiener en 1949 al sindicato de trabajadores del automóvil— no cambiará nada al respecto, como tampoco las ansias de control universal. Esta situación imposibles no puede ser estabilizada.
Tal es el secreto a voces de esta época, que se vislumbra aquí y allá, a fogonazos. El resultado es una curiosa configuración ortogonal de los poderes, tanto públicos como privados. A la cabeza tanto de las grandes empresas como de los Estados se observa la misma disposición: un puñado de ejecutivos, inmersos en un ambiente viril de banda a la conquista del mundo y, por debajo de este pequeño núcleo de horizontalidad desinhibida, una vertical, no del poder, sino de la sumisión. Una vertiginosa cascada de obediencia temblorosa, tanto en la Administración como en las empresas que ya no trata de entender lo que le hacen hacer. Semejante estructura, por más que se apoye en las fuerzas de seguridad y en las consultorías mundiales, dispone de una capacidad de resistencia muy escasa. Carece de consistencia propia.
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