Andrew Doyle (La libertad de expresión) y por qué es tan importante

EL DISCURSO DE ODIO
 
El odio es una emoción humana a la que aprendemos a resistirnos a través de la socialización durante la infancia. Reconocer los peligros del odio no consigue eliminar el instinto y, en muchos casos, ese instinto puede incluso estar justificado. ¿Acaso no es razonable, e incluso moralmente sensato, odiar a quienes disfrutan del genocidio, de las violaciones y de la tortura? Aunque lográramos reunir algo de empatía por los sociópatas o verles como víctimas de un sistema que ha fallado, ¿no aborrecemos sus actos de crueldad? Y por encima de todo, ¿acaso no tenemos derecho a expresar ese impulso innato del ser humano, cuando y como lo sintamos, al margen de si la formulación de ese tipo de sentimientos tiene alguna justificación moral?

En vista de las dificultades, está claro que el «discurso de odio» no es algo que pueda definirse coherentemente, un hecho que han reconocido tanto el Tribunal Europe de Derechos Humanos como la UNESCO. Sin embargo, como esboza Paul Coleman en su libro La censura maquillada: cómo las leyes contra el «discurso del odio» amenazan la libertad de expresión (2002), todos los países europeos tienen leyes contra el discurso de odio, y «su empleo, abuso y expansión constantes están teniendo un profundo efecto sobre la libertad de expresión a lo largo y ancho del continente». Dejando a un lado la cuestionable moralidad de intentar criminalizar una emoción, ¿cómo habría que establecer los parámetros? En otras palabras, ¿a quién le corresponde decidir qué constituye un «discurso de odio», para empezar?

Las actuales directrices de la Fiscalía General de la Corona definen el «crimen de odio» como «cualquier delito criminal percibido por la víctima o por cualquier otra persona como un acto motivado por la hostilidad o por los prejuicios basados en la discapacidad o en la discapacidad percibida, en la raza o en la raza percibida, en la religión o en la religión percibida, en la orientación sexual o en la orientación sexual percibida, o en la condición de transexual o en la condición de transexual percibida, de una persona». Análogamente, un «incidente de odio» se define como un acto no delictivo que sea «percibido por la víctima, o por cualquier otra persona, como un acto motivado por la hostilidad o los prejuicios basados en las cinco caractériscas protegidas» 

La policía notifica los «incidentes de odio no delictivos» cuando no se ha cometido ningún delito pero sí se ha investigado el empleo de lenguaje o conductas ofensivas. Eso puede tener repercusiones para el acusado, porque ese tipo de denuncias aparecen en las búsquedas del Disclosure and Barring Service (DBS), a las que los empleadores están obligados por ley. Lo más preocupante es que la Directriz Operativa para los Delitos de Odio publicada por el College of Policing británico ordena a los agentes presentar un atestado de todos los incidentes de odio «independientemente de si existe alguna prueba para identificar el elemento de odio».

En todos los casos, las definiciones dependen explícitamente de la percepción subjetiva de la «víctima», un término que se salta el proceso debido y presupone culpa por parte del acusado. ¿Y qué pasa cuando alguien le dice sin querer algo ofensivo a otra persona, pero esta percibe que ha sido adrede? Como ya he argumentado, nuestras sospechas sobre los móviles que animan a los demás rara vez son exactas, sobre todo en los momentos en que las emociones están a flor de piel. Además, la intuición no suele ser una base prudente para procesar penalmente a alguien.

Si bien quienes afirman que estamos viviendo una «crisis de la libre expresión» podrían pecar de exagerados, no les falta razón cuando llaman la atención sobre las formas en las que el actual procedimiento policial pone de manifiesto una erosión gradual de las libertades civiles. Nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad no deberían dedicarse a auditar nuestras emociones. De la misma forma, es inquietante escuchar a altos funcionarios del Estado —como Huzma Yousaf, secretario de Justicia de Escocia— reivindicar la criminalización de la libre expresión en el ámbito privado. Cuando la policía investiga de forma rutinaria a los ciudadanos por «no-delitos», y utiliza expresiones como «necesitamos verificar su forma de pensar«, es evidente que algo se ha torcido del todo. Aunque levantar un atestado de los «no delitos» no da lugar a una imputación, es de todas formas un reflejo de una tendencia más amplia a la politización de nuestro sistema de justicia penal y de la desconfianza respeto a la libre expresión más en general.

Cuando la policía no actúa de una manera políticamente neutral, inevitablemente está dando un viraje hacia el autoritarismo. Cada año la policía detiene a tres mil personas en el Reino Unido por comentarios ofensivos que han publicado en Internet, incluso en los casos donde claramente había una intención humorística. El apartado 127 de la Ley de Comunicaciones de 2003 criminaliza las expresiones online que a juicio de los tribunales puedan considerarse «gravemente ofensivas». Una vez más, el requisito de que el fiscal demuestre que había algún tipo de intención de ofender brilla por su ausencia. 

Por añadidura, debemos estar alerta frente a la promulgación de leyes que incluso obligarían a determinadas formas de libre expresión. Uno de los ejemplos más famosos de los últimos años es el caso del psicólogo clínico Jordan Peterson, cuya negativa a utilizar pronombres neutros dio lugar a que algunos exigieran su dimisión de la Universidad de Toronto (Canadá) y a la posibilidad de acciones legales en su contra en virtud del código de derechos humanos de la provincia de Ontario. En el Reino Unido, los periódicos han informado en muchas ocasiones de investigaciones policiales sobre «misgendering» —referirse a una persona con un pronombre de un género distinto a su identidad.

En su ensayo «Looking Back on the Spanish War» George Orwell imaginaba «un mundo de pesadilla donde el Lider, o alguna camarilla gobernante, controla no solo el futuro sino tambien el pasado. Si el Lider dice que este o aquel acontecimiento «nunca sucedió», pues nunca ocurrió. Si dice «dos y dos son cinco», pues dos y dos son cinco. Esa posibilidad me asusta mucho más que las bombas». Obligar a los ciudadanos a decir mentiras como si fueran verdad es una forma de control psicológico común a todas las dictaduras. Como argumentaba Spinoza, que un hombre «se vea obligado a hablar únicamente conforme a los dictados del poder supremo» es una gravísima contravención de su «inalienable derecho natural» a ser «dueño de sus propios pensamientos». 

En última instancia, la cuestión de a quién le corresponde definir lo que es un «discursos de odio» es insalvable. Para poder establecer los parámetros, primero hay que moverse por un conjunto de conceptos abstractos —«odio», «ofensa», «percepción»— que son irremisiblemente subjetivos. E indefectiblemente, la decisión se delega a una figura de autoridad o en un organismo político, con sus propios sesgos, preferencias y una meta intrínseca de autoconservación que nunca podrán obviarse.

Para colmo, los precedentes jurídicos son un aspecto clave en el funcionamiento del sistema judicial y, si el Estado está dispuesto a pasar por alto el derecho de un ciudadano a la libre expresión, ninguno de nosotros está a salvo. Aunque lograra medirse de alguna forma el «discurso de odio», la terminología seguirá siendo eternamente imprecisa. Puede que usted confíe en que los dirigentes sepan juzgar estas cuestiones con sensatez, pero hace falta ser bastante miope para no ver que los gobiernos del futuro podrían intentar abusar del precedentes. Que la mayoría de la gente tenga sentido común es una escasa garantía de seguridad frente a un Estado aún por nacer que podría tener tendencias pérfidas o incluso totalitarias.

El precio que pagamos por una sociedad libre es que las personas malas dicen cosas malas. Lo toleramos, no porque aprobemos el contenido de su discurso, sino porque cuando ponemos en peligro el principio de la libre expresión estamos allanando el camino a una futura tiranía.

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