Juan Arnau (Historia de la imaginación) Del antiguo Egipto al sueño de la Ciencia

LA IMAGINACIÓN CIENTÍFICA
 
DARWIN Y EL PARAÍSO PERDIDO

La pérdida paulatina de sensibilidad que Charles Darwin experimentó a lo largo de su vida, tal y como él mismo describe en su Autobiografía, ilustra y anticipa un proceso histórico, el de la modernidad. La figura del genio no solo encarna el devenir de la historia, sino que también muestra la fosilización que causa el esfuerzo de procesar cantidades ingentes de información. Un maquinismo. el de Darwin, que terminó por convertirlo en el héroe solitario de un universo sin sentido (preludio del existencialismo) que anuncia la lenta pero inexorable tecnificación de la sociedad, en la que la sensibilidad cede paso al sentimentalismo. 

Pero vayamos por partes. En su juventud Darwin disfruta de la poesía romántica de los Lake poets, Wordsworth y Coleridge, aunque ya se conoce incapaz para la metafísica. Durante su vuelta al mundo en el Beagle lleva en el macuto el inmortal Milton, mientras que respecto a la religión es perfectamente ortodoxo. A bordo del buque cita la Biblia como autoridad indiscutible y los oficiales se mofan de su candidez. A su regreso baraja la posibilidad de hacerse clérigo (su padre no quiere que sea un señorito ocioso), pero poco a poco va advirtiendo que en Antiguo Testamento falsea la historia de la creación del mundo y las especies, y que moralmente resulta abominable atribuir a la divinidad los rasgos de un tirano vengativo. Toda su obra será un diálogo continuo con los primeros capítulos del Génesis. La ley de una naturaleza neutra y desapasionada, implacable, va imponiéndose a lo milagroso. Hace tiempo que los prodigios están proscritos en los órdenes natural y científico, que en su época empiezan a identificarse. 

El escepticismo ha ido ganando terreno en el joven Darwin, de modo que cuando finalmente abandona el cristianismo no sufre ninguna crisis o angustia. Si fuera verdad el dogma su padre y sus mejores amigos recibirían un castigo eterno, algo que le parece inadmisible. Además, un Dios omnipotente no debería permitir tanto sufrimiento. La variabilidad en plantas y animales domesticados se cierra con un viejo dilema filosófico: «Un creador que lo ordena todo y lo prevé todo nos enfrenta a la dificultad insoluble del libre albedrío y la predestinación». Su forma de argumentar ese distanciamiento resulta curiosamente ingenua. La idea esencial de Darwin es que la vieja concepción del diseño de la naturaleza falla a la luz de la selección natural. «Ya no podemos sostener que el hermoso gozne de una concha bivalva deba haber sido producido por un ser inteligente, como lo es la bisagra de una puerta por un hombre. En la variabilidad de los seres orgánicos y en los efectos de la selección natural no puede haber más designio que en la dirección en que sopla el viento». Homero sonreiría ante estas palabras y recordaría a Eolo, al que Zeus concedió el poder de controlar a los Aneemos. Darwin da a continuación en la clave: «Todo cuanto existe en la naturaleza es resultado de leyes fijas». La euforia positivista se deja sentir. La tentación matemática ha hecho mella en el naturalista. Hay algo aquí del viejo fatalismo protestante, de esa sensación de que todo está decidido antes de empezar. Darwin considera que «la educación y el entorno influyen escasamente en nuestra manera de ser y de pensar, pues la mayoría de nuestras cualidades son innatas».

Curiosamente, frente a los agoreros del valle de lágrimas, Darwin sostiene que la felicidad prevalece en la vida y armoniza con los efectos de la selección natural. Comparte la pasión por la naturaleza de Rousseau y se distancia del pesimismo ilustrado: «Si todos los individuos, sean de la especie que sean, hubiesen de sufrir hasta un grado extremo, dejarían de propagarse; pero no tenemos razones para creer que esto haya ocurrido [...] en general los seres sensibles han sido formados para gozar de la felicidad». Está convencido de que todos los órganos corporales y mentales se han desarrollado por selección natural o supervivencia del más apto. Como buen cazador, sabe que los seres evolucionan para salir airosos de la competición con otros seres y crecen en número como especie. Si el dolor y el sufrimiento se prolongaran demasiado, la depresión reduciría la capacidad de acción. Por otro lado, Darwin, que nunca fue partidario de cultivar en exceso los placeres de la vida, creía que las sensaciones placenteras tampoco podían durar demasiado sin que tuvieran un efecto depresivo. La sensualidad exacerbada, como la prisa, el estrés, el exceso de trabajo o los viajes sin fin, acaban obturando la sensibilidad y la empatía.

A los ocho años pierde a su madre y su padre se erige en una figura de referencia. Varias páginas de su Autobiografía están llenas de gratitud y admiración hacia su progenitor, un médico rural al que le disgusta su oficio. Charles hereda su capacidad de observación y una considerable fortuna que le permitirá llevar una vida de investigador independiente. Perspicaz y escéptico, el padre supo ganarse la confianza de la gente que acudía a su consulta. Su imaginación activa lo llevó a desarrollar una «vis clínica» y una empatía con las que adivinar el carácter e incluso los pensamientos de sus pacientes. Le ha dejado un consejo: «Nunca seas amigo de alguien a quien no puedas respetar». 

De su primera juventud recuerda el gozo del paisaje, los atardeceres en Maer, su pasión por la caza y las excursiones a caballo. Por nada del mundo se perdería la temporada de la perdiz. Colecciona escarabajos,  minerales, conchas, huevos que roba de los nidos, monedas y sellos. Todo ello conforma una pasión poderosa e innata «que conduce a las personas a ser naturalistas sistemáticos, virtuosos y tacaños». En medio de la selva amazónica, como le ocurrirá un siglo después a Claude Lévi-Strauss, experimenta intensas emociones («Altos sentimientos de asombro, admiración y devoción que llenan y elevan la mente») y se convence de que «el ser humano es algo más que respiración».

Esos sentimientos acabarán perdiendo para Darwin su peso como prueba (a diferencia de Hegel, fiel hasta el final a una idea de juventud). No justifica ninguna clase de trascendencia, «como tampoco sirven los sentimientos similares, poderosos pero imprecisos, suscitados por la música». Su creencia instintiva en la inmortalidad se enfría: incluso se debilita el teísmo que asumió al escribir El origen de las especies. Se cuestiona la implantación de la creencia en Dios en la mente de los niños (cuando su cerebro no está plenamente formado), porque puede producir un efecto tan fuerte que deshacerse de ella resulte tan difícil como para un mono deshacerse de su temor instintivo a las serpientes. 

Cuando alcanza la vejez, reconoce que su visión está empañada: «Se podría decir que soy un daltónico, y que la creencia universal en el color rojo hace que mi actual pérdida de perspectiva no posea la menor validez como prueba». La aprobación del prójimo y el amor de aquellos con quienes convive es ahora el placer supremo. «En cuanto a mí, creo que he actuado de la forma correcta al marchar constantemente tras la ciencia y dedicarle mi vida». En el recuento fin al lamenta no haber hecho el bien más a menudo (fuera de la línea marcada por la selección natural) y se escusa por su mala salud y por una constitución mental que lo hace ser monotemático. «Me resulta extremadamente difícil pasar de una ocupación a otra; podría haber dedicado a la filantropía todo mi tiempo, pero no una parte». Y aunque su padre le había aconsejado que no ocultara sus dudas, en la segunda parte de su vida nada hay más importante para él que la difusión del escepticismo o el racionalismo. Curiosa agenda y curiosa asociación, sobre todo para alguien que consideraba a su creyente esposa su máxima bendición, infinitamente superior a él, sabia consejera y alegre consuelo que con paciencia soportaba sus frecuentes quejas. Con los años reconoce haber perdido la facultad de establecer vínculos efectivos profundos. Una pérdida de sentimientos que «se ha apoderado de mí de forma gradual y subrepticia». Su mente ha cambiado poco en los últimos treinta años, su principal disfrute y única dedicación es el trabajo científico. Apenas sale de su residencia de Down y poco tiene que contar sobre el resto de su vida salvo la sucesiva publicación de sus investigaciones. 

Poco queda ya del enorme placer que le procuraba el teatro de Shakespeare o la poesía de Milton, Byron y Shelley. En el momento en que redacta su biografía, admite que hace años que no soporta la poesía. Encuentra a Shakespeare tremendamente aburrido (<<me revuelve el estómago>>) y ha perdido el gusto por la pintura y la música. Una pérdida de sensibilidad de la que se salvan las novelas que tienen un final feliz (<<debería dictarse una ley contra las que acaban mal>>). La represión de la sensibilidad suele abocar al sentimentalismo.

Uno no puede sino pensar que tanta investigación, tantos datos y tantos volúmenes han terminado por atrofiar la sensibilidad del genio. <<La erudición es una forma aparatosa de no pensar>>, decía Macedonio Fernández, y el pensamiento no es pensamiento si uno no se recrea en él (en sentido literal y metafórico). Ya no hay rastro del joven cazador, del observador fino y atento, del entomólogo capaz de advertir diferencias imperceptibles entre los escarabajos. Él mismo reconoce esa pérdida lamentable de los gustos estéticos más elevados: <<Mi mente se ha convertido en una máquina de moler grandes cantidades de datos para producir leyes generales>>. Y no se explica, aunque algo en él lo intuye, por qué esa actividad le atrofia <<la parte del cerebro de la que dependen los gustos más elevados. La pérdida de estos gustos supone una pérdida de felicidad y quizá sea nociva para la inteligencia y el carácter moral, al debilitar la parte emocional de la naturaleza>>. No se equivoca. Con los años, Darwin se <<maquiniza>>, se transforma en aquello en lo que el mundo va a transformarse. Esa es su genialidad y también, por qué no decirlo, su fatalidad.

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