Bernard Maris (Carta abierta a los gurús de la economía que nos toman por imbéciles)

  ¿Qué hace Dios aquí metido?

La economía es un anestésico del mismo tipo que el latín en la Iglesia, y sin duda ha ganado mucho allí donde la religión ha perdido mucho. Hay una dimensión de trance en la oración común, que se encuentra en la alabanza económica a la Confianza, cantada en canon en las reuniones del G7 y en otras.

Toda persona de mínima apertura espiritual comprendía que el comunismo era una <<perversión de la redención de los humildes>>, una herejía tal vez, pero una religión de todos modos. No hace falta ser clérigo para ver una utopía en la economía ortodoxa, la ley de la oferta y la demanda y el liberalismo idealizado, como en el comunismo; y con él, una religión con sus fieles, sus papas, sus inquisidores, sus sectas, su ritual, su latín (las matemáticas), sus apóstatas y quizás un día su Pascal y su Chateaubriand.

La <<mano invisible>>, astucia hegeliana de la razón, razón que domina a la razón de los hombres, es un avatar del Espíritu Santo. Ídem el mercado, (su otro nombre) omnipotente, omnipresente y ubicuo, ser de razón superior, sustancia inmanente y principio de los seres -sólo sois razonamiento coste-beneficios-, causa trascendente que crea el mundo, y que tiene todos los atributos de la divinidad, incluido el destino: nadie puede eludir el mercado. Existía antes y existirá después. Por ello es imposible pensar el después-de-la-economía. Por eso, el fin de la historia, la new-economics (el fin de los ciclos, viejo refrito en salsa liberal de las creencias en el crecimiento óptimo, en vigor después de la guerra) no disociables del liberalismo. El fin de la historia conviene a muchos a los que ejercen el poder. La eternidad del mercado, que justifica el dominio de algunas decenas de millonarios cuya fortuna equivale al PIB acumulado de los cincuenta países más pobres, depende del principio de derecho divino. El derecho de los mercados es el derecho del más fuerte. Los dictadores siempre han intentado justificarse democráticamente, mediante un noventa y ocho por ciento de los votos.

Si la economía es una religión, lo que creen finalmente muchos economistas que tienen sus lugares asegurados en los coloquios o su sillón en el consejo del príncipe (<<La economía es la religión de nuestro tiempo>>; <<La economía política es la religión del capitalismo>>), es que indiscutiblemente el mercado, su divinidad, tiene cierta prestancia: contiene la Razón, el Progreso, la Felicidad, la Democracia y otros candidatos muy aceptables a la esencia eterna.

El problema de las religiones es que engendran fanatismos, sectas (en los salones de Luis XV se hablaba, con razón, de la <<secta de los fisiócratas>>, personajes que se distinguían por su arrogancia y la complejidad de sus discursos), heterodoxias, Papas, gurús. La Escuela de Chicago es una secta, limitada a comer heno, pero peligrosa y convincente como todas las sectas. Los libertarios son una secta, apenas más sectaria que la anterior. También los chartistas. La sociedad Mont Pelerin es una secta con sus ritos y sus corbatas adornadas con el rostro de un aduanero. Los microeconomistas son una secta. Los teóricos de la economía industrial son una secta, cuyo oscurantismo y fanatismo dan escalofríos. No es difícil descubrir un talibán bajo el experto, y el loco de Dios bajo el loco de la incitación.

Hay también una manera rigorista y desenfadada de practicar esta religión, engañando a la gente y yendo a confesarse. Hay predicadores y convertidos. Los liberales más fanáticos suelen venir del marxismo, es decir, han cambiado de religión. Se ven abades cortesanos. Talleyrands que cojean y cantantes gregorianos de las bellezas y bondades del mercado. Pero el problema de la religión, cuando se ha sido formado en ella, es la extrema dificultad para pensar fuera de ella.

La contaminación, por ejemplo. Este asunto es dramático, y no ya por estar destruyendo, tras un golpe de pala mecánica en la nuca, los pocos trozos de tierra que aún sobreviven a vientos pestilentes y mareas negras, sino por nuestra incapacidad para pensar en la contaminación por una vía diferente de la económica: así los desperdicios (el envés de la mercadería, de la riqueza, su negativo) se convierten, gracias a la <<ciencia económica >> en un bien, un producto. El pensamiento económico es el único capaz de transformar el mal en bien. El desperdicio, residuo de un cálculo costes/beneficios (de un cálculo de ganancias), sólo se puede considerar, a su vez, como costes/beneficios. Estrictamente trágico. No hay más opciones en el pensamiento económico ortodoxo, que resulta entonces totalitario. Lo cual caracteriza sin duda a cualquier religión en la que todo, la lucha de clases o el cálculo económico, se explica por Dios.

* Bernard Maris (Houellebecq economista)

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