La desigualdad social «produce» mala salud. De hecho, la equidad es un determinante de salud. Y, como hemos señalado previamente, también produce mala salud la falta de democracia, o el vivir en democracias «imperfectas» con poca participación social («vota y calla»). Ya citamos la importancia de la existencia de un sistema sanitario público de cobertura universal. O la importancia de la educación formal del máximo nivel según capacidad, que sólo llega a todas las clases sociales cuando hay un soporte público a la enseñanza y cuando se fomenta el ascenso social por méritos propios, no de familia, ni de riqueza previa.
Las políticas que no dependen del sector sanitario producen tanta salud como la propia actividad del sistema sanitario. En todo caso, la mejora de los determinantes sociales lograrán mayor equidad en la salud y en la enfermedad, pero conviene recordar que un perfecto Estado de bienestar no podría evitar ni el sufrimiento, ni la enfermedad ni la muerte, compañeros del humano vivir.
La salud es un «producto social» que generamos entre todos y que todos disfrutamos. En los países desarrollados la salud se convierte en un bien que puede ser consumido individualmente (de los que tienen capacidad de compra y consumo), lo que lleva a ignorar los componentes sociales, comunitarios y políticos de la salud y a olvidar las necesidades de los que no tienen acceso al sistema sanitario. A ello contribuye la expropiación de la salud, la enfermedad y la muerte, pues los médicos pueden «comerciar» con el miedo a enfermar y a morir y hacer creer que «salvan vidas» y que la salud es un derecho, de forma que los individuos y las poblaciones exijan el consumo innecesario de servicios y productos sanitarios.
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«La salud no tiene precio», se repite como un mantra, y con tal dicho se expresa el inmenso caudal de disfrute de la vida que conlleva el tener salud. Lamentablemente, si se pretende una salud «perfecta», y se refrena el uso de la salud que se tiene, se destruye en mucho el propio disfrute de la salud. Como hemos comentado, la paradoja de San Petersburgo aplicada a la salud predice que «jugar con la salud» añade un beneficio creciente según se consigue con las actividades sanitarias dependen del nivel previo de salud del jugador, y quienes tienen salud hacen mal en jugar con ella.
El «culto a la salud» es la nueva religión que ha rellenado el vacío dejado por otras formas de religión y de cultura abandonadas fundamentalmente por la clase media. Los creyentes de esta nueva religión tienen a su propia salud por diosa, a los médicos por sacerdotes, y los productos que les «venden» los expertos y las industrias a través de los médicos son las ofrendas que logran calmar a la diosa y les permiten la común unión con otros acólitos. Como diosa, la salud es celosa y exigente, siempre ansiosa, insatisfecha e intransigente.
¿De qué sirve la salud si no es para disfrutar de la vida?
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La «soberanía del consumidor» es la filosofía que anima a participar en el festín sanitario, de forma que se adquieren y consumen bienes y servicios según la capacidad de compra, no según la necesidad. Esta filosofía va contra la equidad, contra el viejo y básico principio de los sistemas sanitarios solidarios de financiación pública y de cobertura universal, el «hoy por ti, mañana por mí» que se transforma en «hoy, mañana y siempre para mí, que puedo pagarlo». Se genera, así, un narcisismo sanitario que busca la imposible perfección individual, un egoísmo ególatra que encuentra satisfacción y superioridad moral en los resultados positivos de las pruebas y análisis «de salud». Con ello el consumo de bienes y servicios sanitarios no depende de la necesidad, sino de la capacidad de pago, y se contribuye a que se cumpla con mayor rigor la ya comentada Ley de los Cuidados Inversos (quien necesita más servicios médicos es el que recibe menos, y esto se cumple con mayor intensidad cuando más se orienta a lo privado el sistema sanitario).
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La actividad y el coste del sistema sanitario en Estados Unidos son realmente sorprendentes, ya que cuenta con casi el 25% de la población sin ninguna cobertura sanitaria y, a pesar de este «vacío, gasta anualmente 8.750 dólares per cápita (el gasto «ajustado por paridad», comparable, es en Japón 3.650 y en España 2.900).
Algo del exceso del coste se explica por el gasto administrativo de un sistema fragmentado de provisión privada, pero en su mayor parte se debe al excesivo uso de la tecnología médica y de los medicamentos (que además son muy caros en sí mismos y por la remuneración de los médicos que los prescriben). El gasto sanitario es creciente, como demuestra el impacto de la introducción del cribado de cáncer de mama de la mamografía digital (la radiación no se registra en película fotográfica sino que se informatiza, lo que permite el diagnóstico asistido por ordenador, por ejemplo). La mamografía digital cubre ya en Estados Unidos el 94% del total de la actividad de cribado. El coste es mayor, y por ejemplo en el sistema Medicare ha elevado el gasto desde 666 millones de dólares en 2001 a 962 en 2009. Lo lamentable es que tal incremento del gasto no se ha «convertido» en mejora de la salud, pues el diagnóstico de cáncer de mama pasó de 2,4 a 2,6 por 1.000 mujeres al año. De hecho, se calcula que en Estados Unidos se emplean anualmente unos 200.000 millones de dólares en tratamientos innecesarios (En España se calcula un despilfarro anual en torno a 13.000 millones de dólares, que para unos 44 millones de habitantes, frente a los 314 de Estados Unidos, significa aproximadamente la mitad del derroche).
Sin control, la salud es un negocio peligroso que expropia y lesiona al sano y al enfermo. Así, en Estados Unidos la esperanza de vida de las mujeres jóvenes es cinco años menor que la de sus madres, en parte por los excesos de consumo de bienes y servicios médicos y en parte por la desigualdad social (la más afectadas son las mujeres de clase baja, con pocos años de educación formal y de las regiones pobres).
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