Se ha realizado así un tipo de hombres que, mientras estudian filosofía, están de guardia por la noche empuñando un fusil, que discuten los problemas más altos y, una hora más tarde, cortan leña, que trabajan en las bibliotecas y que trabajan en las fábricas.
N. BUJARIN
Teoría del materialismo histórico
Entre los innumerables problemas que se plantean por sí mismos, elegir aquellos cuya solución interesa al hombre, este es el mérito de la sabiduría...
INMANUEL KANT
Sueños de un visionario 1766
Hay en la actualidad lo que se denomina una crisis en el mundo. Es como estos grandes acontecimientos epidémicos que se producían en la Edad Media y que atravesaban los países. Y todos los hombres conocían el miedo.
Esta crisis llegó precisamente cuando el mundo se sentía de nuevo próspero y confiado, sin que la presagiaran esos cometas con forma de espada o de llama que los astrólogos saben ver. No hubo signos de anunciación en plena naturaleza: el acontecimiento solo concierne a los hombres, sus máquinas, sus mercancías, sus monedas, sus Estados y sus ideas. Hemos llegado al tiempo en que los hombres son definitivamente la tierra, y ya no se forman los signos naturales para avisarlos, como en tiempos de César.
Todas las hormigas del espíritu comienzan a ponerse en movimiento, despertadas por fuertes golpes que sacuden los corredores limpios y bruñidos por los que estaban acostumbrados a subir y bajar con sus hatillos de pensamientos. Los pensadores, los políticos, los profesores de economía, los diplomáticos, los banqueros y aquellos a quienes los halagadores llaman capitanes de industria se reúnen y descubren que no todo funciona en el mundo como quisiera el orden de las naciones y como exige el beneficio. En el lugar por mucho tiempo seguro del orden, en el lugar de ese reposo donde respiran igualmente las sociedades y las personas, advierten la entrada del desorden, la llegada de las catástrofes. Esta visible anarquía es una preocupación para su porvenir y un escándalo según su razón.
Las existencias de mercancías quedan apiladas por los rincones como montones de guijarros. Los casos de café se arrojan al mar. El trigo arde en el fogón de las calderas. Los elevadores del pool canadiense se yerguen tan en vano como las pirámides de Gizeh. Los precios del bushel de grano se derrumban como piedras. Grupos de parados vagan a lo largo de Michigan Avenue. Cuadrillas de granjeros arruinados van a desvalijar las tiendas de comestibles en las pequeñas ciudades adormiladas del Medio Oeste. La policía carga contra los desempleados de Tokio. La policía aguarda con ametralladoras y gases a los huelguistas negros de Pensilvania. Grupos armados se tirotean por las esquinas de las calles alemanas. El oro se hincha como los humores de un absceso en las reservas americanas y francesas. Los guardias móviles encabritan sus caballos ante las barricadas de las Longues Haies. Los policías amontonan en sus camiones a los parados que ensombrecen la explanada de los Inválidos. Los bancos caen como lobos. Las multitudes de la India se rebelan contra el poder del Imperio y las porras de sus policías. Las cifras de venta de las tiendas de lujo bajan como el número de los automóviles americanos. Los campesinos de Andalucía se aferran a la tierra bajo el fuego de los aviones socialistas. Miles de hombres combaten en Glasgow. Los marinos de la flota del Atlántico cantan Bandera Roja. Hay promesas de revuelta en varios puntos preocupantes de la tierra. ¿Soportarán por mucho tiempo las multitudes anamitas los asesinos pagados por la democracia? Se celebran inútiles conciliábulos entre los enviados de las naciones. Los obuses japoneses incendian las aldeas chinas. A algunos comienza a parecerles seductor el rostro de la guerra. Los fabricantes de armas toman el mando.
En esta atmósfera de enfermedad algunos hombres reflexivos, de estos hombres que mandan, intentan recobrar esa antigua salud y su antiguo confort y esa seguridad del mañana a la que llamaban civilización occidental. Escriben libros e informes, pronuncian sermones, convocan conferencias y parlamentos y explican casi todo lo que ocurre por diversas locuras curables y por diversas opiniones falsas y corregibles de los hombres. Piensan que la modestia debe suceder al orgullo, el ahorro al gasto. El desorden ha derribado la serenidad y la seguridad de los poderes espirituales. Los poderes buscan ese bienestar perdido.
Hay en la actualidad lo que se denomina una crisis en el mundo. Es como estos grandes acontecimientos epidémicos que se producían en la Edad Media y que atravesaban los países. Y todos los hombres conocían el miedo.
Esta crisis llegó precisamente cuando el mundo se sentía de nuevo próspero y confiado, sin que la presagiaran esos cometas con forma de espada o de llama que los astrólogos saben ver. No hubo signos de anunciación en plena naturaleza: el acontecimiento solo concierne a los hombres, sus máquinas, sus mercancías, sus monedas, sus Estados y sus ideas. Hemos llegado al tiempo en que los hombres son definitivamente la tierra, y ya no se forman los signos naturales para avisarlos, como en tiempos de César.
Todas las hormigas del espíritu comienzan a ponerse en movimiento, despertadas por fuertes golpes que sacuden los corredores limpios y bruñidos por los que estaban acostumbrados a subir y bajar con sus hatillos de pensamientos. Los pensadores, los políticos, los profesores de economía, los diplomáticos, los banqueros y aquellos a quienes los halagadores llaman capitanes de industria se reúnen y descubren que no todo funciona en el mundo como quisiera el orden de las naciones y como exige el beneficio. En el lugar por mucho tiempo seguro del orden, en el lugar de ese reposo donde respiran igualmente las sociedades y las personas, advierten la entrada del desorden, la llegada de las catástrofes. Esta visible anarquía es una preocupación para su porvenir y un escándalo según su razón.
Las existencias de mercancías quedan apiladas por los rincones como montones de guijarros. Los casos de café se arrojan al mar. El trigo arde en el fogón de las calderas. Los elevadores del pool canadiense se yerguen tan en vano como las pirámides de Gizeh. Los precios del bushel de grano se derrumban como piedras. Grupos de parados vagan a lo largo de Michigan Avenue. Cuadrillas de granjeros arruinados van a desvalijar las tiendas de comestibles en las pequeñas ciudades adormiladas del Medio Oeste. La policía carga contra los desempleados de Tokio. La policía aguarda con ametralladoras y gases a los huelguistas negros de Pensilvania. Grupos armados se tirotean por las esquinas de las calles alemanas. El oro se hincha como los humores de un absceso en las reservas americanas y francesas. Los guardias móviles encabritan sus caballos ante las barricadas de las Longues Haies. Los policías amontonan en sus camiones a los parados que ensombrecen la explanada de los Inválidos. Los bancos caen como lobos. Las multitudes de la India se rebelan contra el poder del Imperio y las porras de sus policías. Las cifras de venta de las tiendas de lujo bajan como el número de los automóviles americanos. Los campesinos de Andalucía se aferran a la tierra bajo el fuego de los aviones socialistas. Miles de hombres combaten en Glasgow. Los marinos de la flota del Atlántico cantan Bandera Roja. Hay promesas de revuelta en varios puntos preocupantes de la tierra. ¿Soportarán por mucho tiempo las multitudes anamitas los asesinos pagados por la democracia? Se celebran inútiles conciliábulos entre los enviados de las naciones. Los obuses japoneses incendian las aldeas chinas. A algunos comienza a parecerles seductor el rostro de la guerra. Los fabricantes de armas toman el mando.
En esta atmósfera de enfermedad algunos hombres reflexivos, de estos hombres que mandan, intentan recobrar esa antigua salud y su antiguo confort y esa seguridad del mañana a la que llamaban civilización occidental. Escriben libros e informes, pronuncian sermones, convocan conferencias y parlamentos y explican casi todo lo que ocurre por diversas locuras curables y por diversas opiniones falsas y corregibles de los hombres. Piensan que la modestia debe suceder al orgullo, el ahorro al gasto. El desorden ha derribado la serenidad y la seguridad de los poderes espirituales. Los poderes buscan ese bienestar perdido.
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