Félix de Azúa (Autobiografía de papel)

Creo que todos (menos algunos columnistas) estábamos ya hartos del idealismo chic y de la revolución con champán y caviar. Los resultados de la utopía liberadora, fuera la revolución maoísta, el uso habitual de drogas duras, el sexo en comunas y otras grandes ideas, habían dado ya suficientes muestras del terror como para que hasta el más idiota (el Idiota) se percatara de que había caído en una trampa no muy distinta a la que proponen las seductoras sectas religiosas. Quienes habíamos comprado (bastante barata, ciertamente) la felicidad del siglo XX, nos dimos cuenta un poco tarde de que cualquier felicidad que pueda mercantilizarse como liberación colectiva es, necesariamente, falsa.

La felicidad es una abstracción bancaria que se vende como una promesa de bienestar permanente. En el mejor de los casos, como una promesa de futuro al modo bolchevique, católico o nacionalista. Y es una mercancía para masas ansiosas de comprar cualquier medicina que les persuada de que están en este mundo para algo. No hay nada más grotesco que el actual uso del verbo <<disfrutar>> en el periodismo español aplicado a cualquier cosa (<<La duquesa de Las Calvas ha disfrutado de una operación de cáncer de mana>>), pero el gozo, el placer, el deleite o cualquier otro sinónimo de bienestar, incluido el disfrute, son siempre efímeros y obligatoriamente individuales. Ese es el mayor valor del gozo. Que no dura. Que es efímero. De modo que el idiota es ese prototipo que va dándose cuenta del fraude de las felicidades colectivas del siglo XX, todas ellas aseguradas en el futuro pero ausentes del presente.

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Mi persuasión, una de las escasas convicciones que me llevo de este mundo (y por eso la repito con tanta frecuencia), es que somos primitivos de nuestra era, que comenzó hacia 1970 y aún no ha cumplido los cincuenta. Estamos aún emergiendo del Antiguo Régimen del mundo industrial, en el cual los grandes relatos y las utopías (la venta de felicidad) sosegaban la ausencia de sentido. Dicho de un modo crudamente popular: aún estamos ensayando cómo se sobrevive en una sociedad sin dios y sin ayuda externa, después de veinte siglos de religión cristiana y sobreprotección divina. 

No tengo la menor duda de que las ideas libertarias o emancipadoras, típicas de Mayo del 68 y de los actuales periódicos progres, no son si no los fuegos artificiales que despiden a la gran utopía del siglo XX, la Revolución, el único deseo colectivo en verdad serio que ha tratado de sustituir a las iglesias cristianas. Una vez destruída la última utopía y convertido en un infierno el paraíso del proletariado, entramos lentamente en tierra ignota. Por eso suenan a viejo todos los progresismos mediáticos y por eso aún no hay nada que suene a nuevo. Nos parecemos a los cristianos de las catacumbas que a veces representaban a Jesucristo con los rasgos de Apolo porque no sabían aún lo que iban a ser. 

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Era muy hermoso ver en las cafeterías a los hombres fumar y leer la prensa, el sombrero sobre la silla vecina, un café con leche en taza o vaso con dos terrones de azúcar. En ocasiones la mirada se les disipaba sobre el gentío que entraba y salía, era el momento de la reflexión o el despiste. Si alguien me pregunta cuál es la imagen del mundo perdido por la que más nostalgia siento, diria que es esa. Estampa unificadora del alma occidental, la misma en Viena, en Chicago, en Verona, en Cáceres, en Estrasburgo, en Cracovia, en todas las ciudades del mundo civilizado muchos hombres dejaban el sombrero en la silla de al lado o sobre la mesa, abrían el periódico y pedían un café con leche mientras encendían el primer cigarro de la mañana. Millones de ciudadanos hacían exactamente el mismo gesto, se petrificaban en la misma postura, en Australia, en Argentina, en Nueva Inglaterra, en Menorca.

El aire del café estaba saturado de humo de tabaco flotando en capas paralelas que formaban cintas de caligrafía árabe y por los ventanales entraba una luz opaca y temerosa que obligaba a mantener encendidos los globos de la luz eléctrica en plena mañana. Como el icono bizantino la madre y el hijo, así también en esta imagen cristalizaban el alma y el cuerpo de un mundo que ahora debo abandonar.

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