Mary Midgley (¿Podemos formular juicios morales?)

Lo que es el juicio

Tal vez convendrá que adelantemos un poco uno de los términos clave que hemos empleado desde el principio.

Juzgar no suele consistir en dar por buena una de dos alternativas preconcebidas. No puede hacerse tirando una moneda al aire. Consiste en encontrar razones para pensar y actuar de un modo correcto. Se trata de una función integral, en la que interviene nuestra naturaleza al completo, mediante la cual nos guiamos y hallamos un camino en un auténtico bosque de posibilidades. Aquí no hay reglas científicas, ni tampoco un sistema dado de hechos que nos indiquen la ruta a seguir. Siempre nos movemos en un territorio nuevo.

Una vez más, existen en este caso algunos mapas explícitos y algunas guías generales para los exploradores, que podemos consultar. Hay un empleo constante de la racionalidad; la zona es cognitiva; podemos conocer cosas. No se trata de una adivinación ni de una apuesta. Quien toma una decisión, ya sea sobre un hecho o sobre unos valores, no se introduce de repente en un papel distinto, como, al parecer, imaginan los objetores del juicio moral. No es en ese momento un actor que representa el papel del juez, se pone la toga, entra en un tribunal de cartón piedra y se convierte efectivamente en otra persona. Todo lo contrario: se compromete con una decisión que nace de su forma de actuar, da fe de ella y es más o menos coherente con el resto de su vida.

Por supuesto la coherencia nunca es absoluta, porque las actitudes nunca son en sí mismas enteramente articuladas, pero es imprescindible que la ejerzamos lo más posible, pues una separación caótica entre el pensamiento y la actuación no solo resulta dolorosa, sino que es también destructiva para la individualidad y la identidad personal. 

Los usos de la tradición

[...] La idea romántica de un comienzo por completo nuevo, de un movimiento «moderno» que no debe nada a sus predecesores —muy extendida a principios del siglo XX—, tomada literalmente, es una fantasía. En ese momento, mediante cambios sin duda limitados, los artistas crearon formas muy interesantes, pero, viéndolo con retrospectiva, la continuidad con el arte de sus predecesores es obvia, y el esfuerzo de los teóricos por demostrar que todo el mérito procedía de sus capacidades «modernas» y sin precedentes resulta poco convincente. Sin el armazón previo de una tradición compartida, las obras y las notas no serían otras que ruidos indistinguibles e insignificantes. Es una regla general de la naturaleza del significado. Donde no existen patrones de expectativa, nada sorprende y nada significa. En esa situación, los aspirantes a innovadores serían mudos; y sus oyentes, sordos. Los signos solo significan algo dentro de una sociedad coherente, con una tradición coherente de expectativas.

La escalera mecánica progresiva

Hace ya más de un siglo que los ciudadanos de Occidente depositan una gran confianza en la posibilidad de continuar guiándose sin más por la dirección en la que ya viajan. Se sienten profundamente apegados a la idea de que los rápidos cambios que se producen en su civilización los conducen por un sendero derecho y ascendente, una especie de escalera mecánica del progreso (o de los avances o de la evolución) encaminada a una situación ideal.

Esto significa que todas las dudas que suscite el siguiente paso pueden resolverse, en principio, perseverando en lo mismo; es decir, llevando a cabo nuevos cambios en la línea de los anteriores. De modo que si la población, la rapidez de los viajes o el tamaño de las ciudades se han multiplicado por cinco en los últimos tiempos, el siguiente paso progresivo consistirá en repetir el proceso: moverse todo lo lejos y todo lo rápido que sea posible en una dirección fija, distanciándose del statu quo. Aquella frase odiosa de «conduzcamos a la población, de grado o por la fuerza, al siglo XX» se ha oído con frecuencia en boca de quienes se encuentran cómodamente asentados en la escalera mecánica, cuya actitud parece tan aceptada que no ha despertado la crítica que la brutalidad de la frase habría merecido. 

El signo de los tiempos

Llegamos así a otro punto interesante de lo que, como he afirmado, tienen en común estas declaraciones. Todas ellas pertenecen esencialmente a nuestra época y es probable que no hubieran podido escribirse en ninguna otra. Nietzsche, que publicó en los años ochenta del siglo XIX, se encuentra entre los primeros profetas del individualismo radical que consideramos típicamente moderno, y de los elementos de subjetivismo que lo acompañan. La etiqueta de modernidad sigue confundiéndose a la hora de verlo, porque a lo largo del siglo XX hemos tendido a creer que esas notables ideas «modernas» eran la última palabra, una especie de cambio irreversible. Nos han impresionado como si fueran un descubrimiento científico, unas revelaciones que se nos imponen por su evidencia y que debemos aceptar: hechos, quizá hechos científicos como la existencia de unos planetas recién descubiertos o la composición química del agua. Nietzsche inauguró la moda, y esa es la razón de su declaración retórica «Dios ha muerto». «¡Será posible! —exclama Zaratustra—. ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!». 

Así que el santo está anticuado, desfasado. Pero Nietzsche no se refiere a una mera cuestión de moda, aunque por desgracias le concedió a esta una enorme importancia y se dejó seducir fácilmente por un vago ideal de futuro. Tampoco se refería a un fracaso de la religión. Con la muerte de Dios aludía a un conjunto de cambios reales en el mundo, descubrimientos —hechos— que, a la hora de adoptar decisiones morales, hacían absurdo contar con cualquier cosa que estuviera al margen de la propia voluntad. 

¿Qué explicación?

Conviene observar cómo sostiene la gente sus juicios morales y cómo espera que los sostengan los demás. A veces creen que sus juicios se defienden solos. Por ejemplo, ¿cómo se demuestran los derechos humanos? «Sostenemos estas verdades como evidentes en sí mismas, escribieron Jefferson, Franklin y Paine, entre otros, al redactar la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, sabiendo que en muchas sociedades resultaría sorprendente. Lo cierto es que no dependían de la evidencia, porque no la necesitaban.

Aunque de Declaración hizo época, los Padres Fundadores no tomaron estas ideas de la nada. No inventaron ningún «valor nuevo». Se basaron en un contexto de argumentaciones ya completo, en algunas ideas mucho más complejas, que habían surtido efecto tanto en la teoría como en la práctica en su propio tiempo y, muchas de ellas, incluso antes. Dieron por sentados varios principios sobre la libertad y la igualdad entre los seres humanos que procedían de los griegos y de la visión cristiana del valor inestimable del alma individual. Y, más cerca en el tiempo, les sirvieron de inspiración algunas cosas negativas: el odio a la tiranía, la comprensible desconfianza en las instituciones aristocráticas y el miedo a la opresión. 

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