Josep Maria Esquirol (La resistencia íntima) Ensayo de una filosofía de la proximidad

NO CEDER AL DOGMATISMO DE LA ACTUALIDAD

La manera actual de no contar es, paradójicamente, ser contado por las estadísticas. La opinión pública (que en vez de manifestación de un sujeto colectivo es un objeto manipulado), los gustos—incluidos—de los consumidores, pero, principalmente, el hecho de hallarnos inmersos en lo que nuestra época nos ha traído como destino con la sensación de que ha sido asumido voluntariamente, son algunas de las muestras del éxito del dogmatismo. Es dogmatismo todo lo que domina y se asume porque sí, porque toca. Da pena el edulcorado escepticismo de intelectuales de feria, que menosprecian antiguos dioses y antiguas creencias y, no obstante, engordan los nuevos dogmas. 

¿Cuál es la forma justa de resistir a la actualidad? ¿Tal vez—siguiendo a Jünger—la figura del emboscado? ¿O,—según Deleuze—la de quien crea? ¿Hay una resistencia reaccionaria y otra revolucionaria? ¿O quizá, para enfocar mejor el asunto, sea más adecuado no utilizar, por lo menos al principio, esta recurrente dicotomía política? La verdadera resistencia a la actualidad consiste en no ceder al dogmatismo. No hay otra. En cualquier caso, no conviene quejarse de la falta de altavoces ni de titulares; repercusión, como dice Nietzsche, la tendrá: «Que un hombre resista a toda su época, que la detenga en la puerta para que dé cuenta de sí, es cosa que forzosamente ejercerá influencia».

En nuestra época se actúa como si se hubiese encontrado la solución de la vida humana y ya no hubiese más secreto: hay lo que hay, y lo vamos sabiendo gracias a la ciencia. No ceder, como nos enseña Patočka, no significa ni confesar el absurdo ni creerse ya a salvo (en posesión de sentido); más bien al contrario, significa asumir la intemperie y la problematicidad. Ya hemos dicho que el nihilismo, como el dios Jano, tiene dos caras: la del vacío y la del lleno. Dos caras que, en nuestra actualidad, hemos de saber descubrir; sólo así podremos resistir eficazmente. Aunque alimentando los dos frentes, los aliados del lleno son los sabihondos—con renovadas máscaras—, la pantallización del mundo y la ideología tecnocientífica (no la ciencia). Del vacío es aliado el «poder aprovechado», la política servil con la actualidad que pretende y consigue ser absuelta del compromiso y de la responsabilidad («Nadie responde»).

LA AMENAZA DE LOS ENTERADOS (DE LOS QUE LLENAN)

Nos abruman los «enterados», o los sabihondos: amenaza secular que ha ido en aumento, con toda una parafernalia social, pseudoacadémica y mediática que la eleva a la enésima potencia. Montaigne hablaba de las «sutilezas frívolas y vanas con las que los hombres buscan a veces la alabanza», y retoma el tema socrático de la docta ignorancia: «hay una ignorancia rudimentaria, que precede a la ciencia, y otra doctoral, que sigue a la ciencia—ignorancia que la ciencia produce y engendra, de igual manera que deshace y destruye la primera—». La ignorancia sabia consiste en dar cuenta de que no sabemos nada de lo más importante. Según Montaigne, lo peor y lo más pernicioso es el sector intermedio, formado por los que creen haber superado la primera ignorancia y, sin embargo, no han llegado a la segunda; se trata de personas petulantes y dogmáticas (esto segundo, sin saberlo). Así escribe:

Los campesinos simples son gente honorable, y gente honorable son los filósofos o, según los llama nuestro tiempo, las naturalezas fuertes e ilustres, enriquecidas por una larga instrucción en ciencias útiles. Los mestizos, que han desdeñado la primera posición, la ignorancia de las letras, y no han podido alcanzar la otra—el culo entre dos sillas, entre los cuales estoy yo y tantos más—, son peligrosos, ineptos, inoportunos. Por eso, por mi parte retrocedo en la medida de mis fuerzas a la primera y natural posición, de donde en vano he intentado salir.

El mismo tema lo retoma Pascal, en unos términos que no podemos dejar de citar y que compartimos plenamente:

El mundo juzga adecuadamente muchas cosas porque vive en la ignorancia natural, que es la verdadera sede del hombre. Las ciencias tienen dos extremos que se tocan. El primero es la pura ignorancia natural en la que se encuentran todos los hombres al nacer. El otro extremo es aquel al que llegan las grandes almas que, después de haber recorrido todo lo que los hombres pueden saber, descubren que no saben nada, y vuelven a encontrarse en la misma ignorancia de la que habían salido; pero ésta es una ignorancia docta que se conoce. Entre unos y otros están los que salieron de la ignorancia natural y no pudieron alcanzar la otra; éstos tienen un barniz de esta ciencia presuntuosa, y se las dan de entendidos. Son los que alborotan el mundo y juzgan inadecuadamente de todo.

Efectivamente, los «entendidos», supuestos especialistas de todo tipo de saberes, perturban el mundo. Hablan en demasía cuando sería menester callar más. Todos son respuestas y casi no queda espacio para las preguntas que no tengan respuesta. La cantidad de estupideces per capita pronunciadas en programas de radio y televisión, congresos y reuniones varias no se habría encontrado nunca, en la misma proporción, en ninguna cafetería rural, con gente sencilla jugando a las cartas los domingos por la tarde. Además, las tonterías que allí se decían no pretendían ser otra cosa.

El éxito de los «enterados» prueba que el mundo se llena demasiado fácilmente de sentido. Y de este modo vemos que el esfuerzo por no ceder al vacío y al sinsentido también hay que hacerlo para no ceder ante la cantidad de ofertas de sentidos rápidos (y por eso mismo, dogmáticos). Resistencia ante el imperio del vacío, pero también ante la precipitación del sentido acrítico. Surge así una situación intermedia radicalmente diferente de la citada, porque ésta sí que define bien lo humano y exige la misma tenacidad tanto para no rendirse a la nada como para no ceder ante quienes supuestamente están en posesión del sentido.

Interesante es, hoy, uno de los adjetivos más usados en la estrategia del sentido poseído; es la palabra clave de los enterados. La sociedad publicitaria busca insistente e incansablemente el impacto sobre los miembros indiferenciados de las masas consumistas; se espera que la respuesta al impacto sea decir «esto es interesante», y todo se queda ahí, dado que quien pronuncia tal expresión no está en condiciones de implicarse en nada. Programas de divulgación «científica» relativos al ser humano empiezan con la frase: «Ahora ya sabemos que…», como si ya se estuviese descifrando definitivamente el enigma de todos los enigmas (¿que es el hombre?), cuando en realidad sigue siendo tan enigmático como siempre. En el fondo, de lo único que se trata es de suscitar un nuevo «¡qué interesante!», tan efímero como superficial, que pronto quedará sobrepasado por otro más nuevo.

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