Isaiah Berlin (Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo)

El núcleo de la filosofía de Maistre consiste en un ataque a gran escala contra la razón tal como fue predicada por los philosophes del siglo XVIII, y está en deuda con el nuevo sentido de la nacionalidad que surgió, al menos en Francia, como resultado de las guerras revolucionarias, así como con Burke y su denuncia de la Revolución francesa, y con su énfasis en lo concreto, en la fuerza vinculante de la costumbre y la tradición. Maistre desprecia el empirismo inglés, en especial de las ideas de Bacon y Locke, pero rinde a regañadientes un homenaje a la vida pública inglesa, que es para él, como para tantos teóricos católicos occidentales, una cultura provinciana desligada de las verdades universales de Roma, pero al mismo tiempo lo mejor que puede lograrse sin poseer la fe verdadera, lo más próximo en términos seculares al completo ideal espiritual que lamentablemente la imaginación inglesa jamás ha logrado alcanzar. La sociedad inglesa es admirable porque se basa en la aceptación de una forma de vida, y no pretende revisar perpetuamente sus fundamentos. Quien cuestiona una institución o una forma de vida exige una respuesta. Y la respuesta, basada en la argumentación racional, estará ella misma sujeta a nuevas preguntas del mismo tipo. Cada respuesta tenderá a estar siempre expuesta a la duda y a la incredulidad

Una vez ser permite el escepticismo, el espíritu humano se vuelve inquieto, puesto que no ve ninguna solución definitiva a sus indagaciones. En cuanto se ponen en duda los fundamentos, no puede establecerse nada permanente. La duda y el cambio, la desintegración corrosiona desde dentro y desde fuera, hacen que la vida se vuelva demasiado precaria. El acto de explicar, tal como lo llevaba a cabo Holbach y Condorcet, consiste en escindir y no deja nada en pie. Los individuos se ven atormentados por dudas irresolubles, las instituciones sufren la subversión y son sustituidas por otras formas de vida, condenadas igualmente a la destrucción. No hay lugar de descanso en ninguna parte, no hay orden ni posibilidad de una vida tranquila, armoniosa y satisfactoria. 

Todo lo que es sólido debe ser protegido de tales ataques. Hobbes entendió ciertamente la naturaleza de la soberanía cuando contempló el poder del Leviatán como libre de toda obligación, como absoluto e indiscutible. Pero el Estado de Hobbes, como el de Grocio y el de Lutero, es una construcción hecha por el hombre, desprotegida frente a las perennes preguntas que ateos y utilitaristas han planteado generación tras generación: ¿ por qué vivir así y no de otra manera? ¿Por qué debería uno obedecer a esta autoridad y no a alguna otra o a ninguna? En cuanto se permite al intelecto plantear estas inquietantes cuestiones, ya no hay forma de contenerlo; una vez hecho el primer movimiento, ya no hay remedio, la podredumbre se ha asentado de manera definitiva. 

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Maistre no es un pesimista romántico en el sentido en que lo son Chateaubriand, Byron, Büchner o Leopardi. El orden del mundo no es para él caótico o injusto, sino que, a ojos de la fe, es tal como debe ser. Frente a quienes en todas las épocas se preguntan por qué los justos se quedan sin pan mientras que los malvados prosperan, Maistre responde que tal pregunta se debe a una pueril malinterpretación de las leyes divinas. «Nada sucede por azar [...]; todo sigue una regla». Si existe una ley, esta no puede tolerar excepciones; si un buen hombre atraviesa días malos, no podemos pretender que Dios modifique en beneficio del un individuo las leyes sin las cuales todo sería caos. Si un hombre padece gota, es desafortunado, pero eso no ha de llevarle a dudar de la existencia de las leyes de la naturaleza; al contrario, la ciencia médica a la que él recurre presupone dichas leyes. Del mismo modo, si un hombre justo sufre un desastre, ello no debe motivar su escepticismo con respecto a la existencia de un buen gobierno en el universo. La existencia de leyes no puede impedir las desgracias individuales; ninguna ley puede aplicarse de manera que se ajuste a los casos individuales, puesto que entonces dejaría de ser una ley. Hay en el mundo una cantidad determinada de pecado, y este es expiado mediante una cantidad proporcional de sufrimiento; tal es el principio divino. Pero no hay nada que diga que la justicia humana o la equidad racional deban gobernar la acción divina; esto es, que todo pecador individual haya de ser castigado, al menos en este mundo. Mientras el mal penetre en el mundo, correrá sangre en algún lugar; así es como la Providencia redime a la humanidad pecadora: derramando la sangre no solo de los culpables, sino también de los inocentes. Si ello es necesario, el inocente será masacrado en lugar de otro, hasta que se alcance el equilibrio. Tal es la teodecia de Maistre: la explicación del Terror de Robespierre, la justificación de todo el ineludible mal de este mundo. 

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Nuestro autor es un pensador original, que nada contra la corriente de su época, decidido a hacer saltar por los aires los lugares comunes más sacrosantos, y las fórmulas piadosas de sus contemporáneos liberales. Si estos hacen énfasis en el poder de la razón, él, quizá con demasiado regocijo, señala la persistencia y la extensión del instinto irracional, el poder de la fe, la fuerza de la tradición ciega, la obstinada ignorancia sobre el material humano en la que incurren los progresistas —los científicos sociales idealistas, los apasionados creyentes en la tecnocracia—. Mientras que a su alrededor se habla de la búsqueda de la felicidad, él subraya, de nuevo con exageración y con perverso deleite, aunque también con cierto grado de verdad, que el deseo de autoinmolarse, de sufrir, de postrarse ante la autoridad, ante el poder superior, venga este deseo de donde venga, y el afán de dominar, de ejercer la autoridad, el afán del poder por el poder en sí, son fuerzas históricamente tan poderosas como el deseo de paz, prosperidad, libertad, justicia, felicidad, igualdad.

El realismo de Maistre adopta formas violentas, rabiosas, obsesivas, con una salvaje estrechez de miras, pero sigue siendo realismo. Al autor nunca le abandona su agudo sentido para detectar lo que puede remediarse y lo que no, ese que ya en 1796 le lleva a decir que, tras haber realizado su obra el movimiento revolucionario, Francia en cuanto monarquía solo puede ser salvada por los jacobinos, que los intentos de restaurar el viejo orden son una estúpida locura; que si alguna vez los Borbones son restaurados, no podrán durar. Maistre es ciegamente dogmático en el terreno teológico (y en el teórico en general), pero por lo demás es un pragmático clarividente, y lo sabe. Con este espíritu insiste en que la religión no tiene por qué ser verdad; o más bien, su verdad consiste simplemente en el hecho de que satisface nuestras aspiraciones:

Si nuestras conjeturas son plausibles, [...] si sobre todo nos reconfortan y son capaces de hacernos mejores, ¿qué más se puede pedir? Aunque no sean ciertas, son buenas; o más bien, dado que son buenas, ¿no hace eso precisamente que sean verdaderas?

Maistre revela y enfatiza esas tendencias destructivas que las personas humanitarias y optimistas generalmente no quieren ver (el lado oscuro y nocturno de las cosas, en términos de los románticos alemanes). Aunque solo sea por ello, nadie que haya vivido en la primera mitad del siglo XX, y por supuesto después, puede dudar de que la psicología política del autor, a pesar de todas sus paradojas y sus esporádicas caídas en la pura absurdidad contrarrevolucionaria, es a veces una mejor guía de la conducta humana que la fe de los creyentes en la razón; puede proporcionar un muy útil antídoto contra los remedios que aquellos proponen, unos remedios que son a menudo simplistas y superficiales y, en más de una ocasión, desastrosos. 

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