¿Qué sentido común rechaza mi sentido común?
Rechaza el sentido común expresado en la plaza, tanto de la ciudad como de la televisión, porque muy a menudo la plaza enloquece y aplaude a Mussolini, a Hitler o Stalin, y se abandona al éxtasis con el primer conducator de cualquier programa de éxito de la tele. Y rechaza el sentido común expresado por el hombre de la calle sorprendido por un micrófono, o el del lenguaje de los diagramas y tablas con los porcentajes y los índices de satisfacción.
Este tipo de sentido común no me gusta. Mi sentido común es un poco más despegado, más distante, es un contrapeso automático que interviene casi a mi pesar cada vez que la balanza se inclina hacia la insensatez típica de una sociedad desorganizada también en el plano moral. En el fondo, las más de las veces se trata de volver en sí, ni más ni menos.
Es allí, en ese sí en el que nos reconocemos, adonde debe devolvernos el sentido común. Como si fuese «la voz de la conciencia».
En una época de teorías que se revelan unas a otras y que se niegan recíprocamente en una rápida sucesión, mientras en su fuga continua los conceptos viajan veloces hacia la nada y se desintegran como cometas en el espacio, mi sentido común se asemeja al instinto de conservación.
Sí, empiezo a creer de veras que mi sentido común es un instinto sin un concepto que lo justifique, sin una filosofía de apoyo, y sólo por esto me resulta necesario, vital.
Como un don, el sentido común se da.
También forma parte de la trama conceptual que envuelve el mundo esa densa red de conocimientos derivados a menudo de estudios minuciosos y profundos sobre cualquier tema posible: historia, sociología, ecología, literatura, política, etcétera.
Y forma parte de la gaya ciencia del sentido común descubrir cómo en tantas ocasiones este aparato cognitivo, con sus teorías inherentes, termina en la práctica como una pompa de jabón. ¿Qué frutos han dado esos conocimientos que pretendían soluciones de una perfección imposible de alcanzar? ¿A qué han llevado esas previsiones, esos datos recopilados, esos sondeos, esas tablas, esas estadísticas? ¿Han conseguido prevenir algún desastre? ¿Resolver una situación complicada de la sociedad? ¿Salvar la economía, el paisaje, el sur, la sanidad? ¿O una, al menos una de nuestras ciudades?
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Cuando yo sostengo que para el sentido común Las señoritas de Avignon es un cuadro feo, no hablo únicamente de lo bello y de lo feo (sujetos a transformaciones en el tiempo y a las oscilaciones del gusto), y no hablo solamente de Las señoritas de Avignon.
Hablo de todas aquellas obras de arte que no me transmiten una emoción artística semejante al estupor o a la maravilla. Comprender los motivos por lo que se ha creado una obra de arte, y comprender los significados que contiene, no debería tener nada que ver con el coup foudre que suscita en nosotros la belleza. Si he contemplado la belleza no deseo otra cosa; la belleza me basta. Eso es lo que me pasó cuando vi los Bronces de Riace. ¿A quién se le habría ocurrido preguntarse, cuando se nos aparecieron numinosos surgiendo del mar, cuál era su significado?
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Si es cierto que el sentido común se forma en base a la opinión común, esta opinión —como se sabe— en una sociedad como la nuestra siempre está manipulada. No se forma sobre los hechos verdaderos en los que estamos todos involucrados y que se establecen en base a testimonios inequívocos, sino sobre hechos que «existen únicamente en los límites en los que se habla de ellos» (Hannah Arendt), y que por tanto están sujetos por parte de los medios de comunicación (periódicos y televisión) a todas las posibles manipulaciones (políticas, ideológicas y en todo caso sectarias).
¿Cómo se puede formar, sobre hechos tan manipulados, una opinión auténtica, y por tanto un sentido común creíble?
Si es cierto que sin verdad no se da la opinión y que sin opinión no se da juicio moral, el sentido común no debería tener ahora mismo espacio alguno, y todo se volvería mucho más complicado. El presupuesto necesario para el sentido común sería, por tanto, sólo la libertad política y una sociedad democrática.
¿Pero de verdad están las cosas así? Por ejemplo, en los regímenes más opresivos de los países totalitarios, aquellos donde la verdad era (o continúa siendo) manipulada a diario o elaborada de forma artificial según lo dictaba el interés político, ¿de verdad que el sentido común no existe allí?
En realidad, las cosas no son así. En esos países, el sentido común nació en los lager, y en las cárceles, y se abrió camino en el corazón de los oprimidos a costa de lágrimas y sangre, e hizo escuchar su voz. Toda la literatura del disenso en Alemania, Rusia y otros lugares ha dado fe de ello con palabras y versos inolvidables.
Porque existe un sentido común elemental imposible de reprimir (como no se puede reprimir en el ser humano el sentido de la libertad y de la justicia) que habla en voz baja en la intimidad de la conciencia, que llama a las cosas con su verdadero nombre, y que es capaz de rebelarse incluso ante el más feroz de los conformismos.
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