La «moral» narcisista
La ética narcisista
En el capítulo anterior nos hemos encontrado con el superyó. Hemos visto todo lo que implica su mandato: el dominio de una ley que emite prohibiciones y mandamientos. Un dominio en el que el superyó actúa simultáneamente como juez, censor y vigilante observador que juzga nuestras acciones —también nuestros propósitos—. Freud señaló explícitamente que esto sucede tanto a los individuos como a los grupos: también las comunidades, incluso las épocas marcadas por un determinado patrón cultural, producen su propio superyó con esas mismas funciones. En este caso, al superyó lo llamamos «moral».
Sin embargo, se sabe que desde hace tiempo este dominio se encuentra en declive. ¿Qué consecuencias tiene este debilitamiento del superyó? ¿Qué implica para el individuo y para la sociedad? ¿Hemos conseguido librarnos de un amo despótico para disfrutar libres y sin inhibiciones?
De hecho, el régimen del superyó ha sido reemplazado por otra instancia, a la que hoy estamos sometidos: el ideal del yo. Se trata de un dominio muy particular. La diferencia entre el régimen del superyó y el del ideal del yo puede ser planteada como la diferencia entre moral y ética.
Foucault ha sabido nombrar con precisión todo lo que implica esta diferencia. seguiremos su modo de presentarla.
Para Foucault la moral es el conjunto de reglas y valores de una sociedad (o de un grupo) que tiene carácter de ley. Fija el marco de la acción: determina qué está permitido y que prohibido. El cumplimiento de estas normas se vigila estrictamente y toda violación es castigada. Por eso, la moral siempre está unida a una instancia de autoridad, que impone y controla tanto el aprendizaje como la observación de las leyes. En este sentido, la moral se corresponde con lo que hemos denominado «superyó social».
Es relevante desde nuestra perspectiva que Foucault contrapone su concepto de ética a esta concepción de la moral. La ética implica producción de sujetos éticos que siguen máximas éticas al actuar. De modo que tanto las máximas como los sujetos son éticos.
Por lo que concierne a las máximas, resulta crucial que no sean leyes sino reglas. La oposición entre ley y regla es de una enorme importancia. Implica distintos modos de obligación y acatamiento. Así, Foucault nombra con extrema precisión la diferencia fundamental que se da entre el dominio del superyó y el régimen del ideal del yo. A diferencia de lo que ocurre con la ley, que demanda obediencia, las reglas nos guía en los modos concretos de vivir. Las reglas apuntan al sujeto ético como «perfeccionamiento de sí mismo». Para alcanzar esta finalidad, para perfeccionarse, cada individuo actúa sobre sí. Se busca alcanzar el ideal. Está claro. Pero, ¿cómo podemos operar sobre nosotros mismos?
Valiéndose de eso que, desde Foucault, se conoce comúnmente como «tecnologías del yo», como cuidado a uno mismo. Apareció en el capítulo 3. Se trata de técnicas y procedimientos que usamos para cambiarnos, elaborarnos, transformarnos.
Y ya estamos de nuevo aquí: en este modo de concebir la ética como un conjunto de reglas para conducir la propia vida, impulsados por el cuidado de sí. No solo tenemos múltiples formas de vida y un sinfín de reglas que abarcan desde la alimentación hasta la estética. Una obsesión que penetra en todos los estratos sociales. La pregunta siempre es la misma: ¿cómo alcanzo mi ideal? ¿Mediante qué modo de vivir, qué tecnologías del yo, que técnicas narcisistas?
Vivimos en sociedades que no solo nos permiten cuidar de nosotros mismos, incluso nos lo exige.
Recordemos: a diferencia del dominio del superyó en el terreno de la moral, hoy nos encontramos en un régimen ético marcado por el ideal del yo. Aunque nunca queda claro qué es lo que nos exige esta ilimitada demanda de cuidados de sí que tenemos que combinar con la «herencia de una tradición moral cristiana». Una tradición que encuentra en la abnegación la condición de la salvación, como señala Foucault. De modo que el cuidado del sí resulta sospechoso, pues toda forma de amor propio se nos presenta como inmoral.
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La contraposición entre cuidado de uno mismo y abnegación tiene una larga historia. Al abordarla no seguimos una cronología histórica, lo haremos comparando a los autores que se han dedicado con más atención a intentar comprender las formas esenciales de esta contraposición, es decir, dos modos esenciales de tratar con las tecnologías del yo: Max Weber y Michael Foucault.
Para ambos, los monasterios cristianos constituyen el negativo de lo que intentan delimitar.
Por un lado, los monasterios eran lugares dedicados plenamente al trabajo sobre uno mismo, a través de sofisticadas prácticas que desarrollaban las órdenes monásticas. Por otro lado, estas prácticas no tenían nada que ver con el cuidado de sí. Más bien se dirigían en la dirección contraria. Las técnicas monacales de contemplación, obediencia o examen de conciencia, iban dirigidas a la renuncia al yo. Cada una de las rigurosas reglamentaciones de la vida diaria, desde el control del sueño y la vigilia hasta el constante examen de los pecados, tenían como objeto la disolución del yo.
Fuera de los muros del monasterio quedaba la moralidad secular que hacía del altruismo su principal exigencia.
Fue precisamente el protestantismo el que transformó el modo secular de relacionarse con uno mismo, transformando radicalmente este tipo de altruismo. Max Weber explicó en qué consiste este cambio en su famoso estudio sobre la «ética protestante»
Según Weber, el capitalismo surge en sus inicios de lo que denominó «ética protestante». Esta habría conseguido formar a los sujetos económicos que aquel necesitaba. Asimismo, habría producido en los individuos las características que aquel demandaba, eliminando los obstáculos de modos económicos precapitalistas.
La expresión «ética protestante» denota para Weber una seria y pormenorizada reglamentación de la vida que lega a penetrar en todos los ámbitos. Weber nos presenta, por ejemplo, la imagen de trabajadoras tradicionales, reunetes a abandonar las formas de producción aprendidas, comparándolas con las muchachas «de origen pietista», con su disposición a concentrarse y calcular, con su sobrio autocontrol, su fría modestia, su mesura —todos ellos atributos que incrementan «enormemente el rendimiento»—. Se valen para ello del autocontrol constante, utilizando cuadernillos en los que anotan los pecados, registros pormenorizados de los progresos, una estricta regulación del tiempo.
Estamos ante una «racionalización» del modo de vida, en dos sentidos distintos, por un lado es racional por dirigiese contra afectos y pasiones, contra las pulsiones, contra el «hombre natural». Por otro lado, no se trata de lidiar con aspectos específicos, sino de una conformación sistemática de la vida entera, de modo que es racional por atender metódicamente a la totalidad de la persona mediante el autocontrol constante. La vida se ve reglamentada y sistematizada [...]
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