Proceso de civilización en China y de barbarización en Italia
Me parece que la idea de calidad (suzhi) es la aportación teórica más relevante de la victoria del confucianismo. Según Luigi Tomba, sinólogo australiano muy atento a la complejidad de la sociedad china actual, el término no debe entenderse como un eslogan ideológico más, sino como la noción en torno a la cual gira un vasto proceso civilizatorio que contiene a todos los aspectos de la vida material y espiritual. Comparecen nociones esencialmente estéticas como estilo de vida, educación en civismo, bondad, magnanimidad, etc. En otras palabras, en China se está creando algo parecido a lo que el sociólogo alemán Norbert Elias (1897-1990) definió, haciendo referencia al nacimiento de la modernidad occidental, como civilización de las «buenas maneras». No se trata de algo superficial ni convencional, más bien implica un largo y difícil camino de refinamiento y perfección interior, basado en el control de las emociones y el dominio de los códigos formales y simbólicos. La imagen del llamado «ciudadano chino de calidad» sigue el modelo del nacimiento de la burguesía a partir del Renacimiento. Los manuales de «autocultivo» recuerdan la etiqueta europea de los siglos XVI y XVII.
Llegamos así a la raíz del pensamiento de Confucio, que se refiere al estrecho vínculo entre la perfección del ser humano y el sentido del ritual. La naturaleza humana es tal que siempre es susceptible de aprender, mejorar y perfeccionarse infinitamente: el ejercicio de autocualificación concierne a todos, no a una determinada clase o estrato. «Mi enseñanza —dice Confucio— se dirige a todos sin distinción» (Diálogos XV, 38). La excelencia es un valor moral que implica la relación con los demás, que se rige y se mantiene a través del espíritu ritual. Aunque nada tiene que ver con mero conformismo estereotipado, sino que implica una participación y una energía emocional profunda. En otras palabras, el «ciudadano de calidad» no es otro que el «hombre de valor» confuciano. Así queda inmunizada de la inclinación hacia el subjetivismo, provinente de la influencia euroamericana, que entraña el peligro de deriva que la lleva hacia la disolución de los vínculos sociales y la desintegración del Estado. La famosa frase confuciana «superar el propio ego, recurrir a los rituales» significa, precisamente, disciplinarse estableciendo una relación armoniosa con los demás. En Italia ocurre lo contrario. Cualquier intento de introducir calidad en lugar de cantidad en el discurso cultural es tildado de elitista, antidemocrático o incluso aristocrático. Yo, por ejemplo, por el mero hecho de haber escrito que en Italia hoy tenemos un gobierno de los peores (ojo, no dije de los pésimos, como fue el caso de Camboya bajo los Jemenez Rojos y todavía en muchos lugares), ¡me tildaron de «aristócrata»! Si esta palabra se entiende en sentido literal como el gobierno de los mejores, no tengo dificultad en reconocerme el el término: pero ¿quién no se reconocería? No sé si hay alguien que teorice la legitimidad del gobierno de los peores como tal, ni siquiera los seguidores de Mandeville (1670-1733) (para quien no recuerde es el autor de La fábula de las abejas, en la que el vicio privado es condición para la prosperidad económica de los Estados). Y esto también es mérito de los partidarios de Berlusconi, que se definen a sí mismos como «buenos»: de hecho, la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. Sin embargo, si nos referimos a la nobleza, que a los largo de los siglos se ha apropiado indebidamente de este término, tengo mala opinión de la nobleza italiana en su conjunto y creo que su posible gobierno sería peor que los actuales. Pero cuando me tildan de «aristócrata» hacen referencia a una tercera cosa: el hecho de que siempre he sido partidario de la autoridad del conocimiento. ¿Habrían sido, por tanto, «aristócratas» los fundadores de la ciencia moderna, los ilustrados, los ideólogos, los idealistas, los marxistas, los positivistas, los teóricos del pensamiento crítico, etc.? Se trata, no obstante, de sutilezas para el oscurantismo comunicativo y demagógico que lo mete todo el el mismo saco, cosa que no podría hacer de otro modo dada su ignorancia, que le impide distinguir entre pensadores de izquierda, de centro o de derecha, progresistas o reaccionarios... ¡Precisamente porque es alérgico a la existencia misma de los «pensadores»! Por supuesto, es necesario poner algunas etiquetas políticas, aunque en última instancia todo se reduce a una sola: ¡reformismo! La desaparición de los conservadores me parece embarazosa para la actual clase política italiana: todos se definen a sí mismo como «reformistas», sin darse cuenta de que la mayoría de los italianos tienen mucho miedo a las innovaciones, dado que estas parecen esconder casi siempre algún dispositivo de empeoramiento de la situación existente a favor de los intereses de quienes promueven tales «reformas». A estas alturas, llamarme «conservador» es incluso pero que llamarme «revolucionario». De hecho, se ha realizado la identificación de los «revolucionarios» con Black Bloc, con los «terroristas» y sus partidarios, mientras que para los conservadores no hay más que desprecio y lástima. Nada tranquiliza más a los defensores de la comunicación, de lo efímero, del presentismo, que la falta de toda calidad, sobre todo si va acompañada de cierto éxito, demostrando que estudiar no sirve de nada y que los mejores de la clase son los últimos en la vida, Quién sabe, por tanto, por qué las universidades siguen estando tan pobladas y los periódicos dan cifras elaborando ranking que distinguen productividad (¿qué significa?), docencia e investigación, a menudo entrando en mayor detalles al distinguir servicios (está claro lo que significa), gasto en becas y otras invenciones (cuáles), estructuras (¿está todavía de moda el estructuralismo?), web, internacionalización. Quien crea la nada tras de sí, encuentra la nada frente a él; en otras palabras, si realmente se quiere construir un futuro, es necesario repensar el pasado. Esta es la enseñanza fundamental del eterno retorno del que habla Nietzsche. La tradición (y más generalmente el estudio) no es algo que pueda reducirse a un slogan. Por ejemplo, hay un partido político en Italia que pretende construir su mito fundacional remontándose a la Edad Media. Algunos habrían esperado ingenuamente un florecimiento de los estudios medievales, sin embargo, no me parece que para ser admitido en este partido se requiera ningún conocimiento sobre el período histórico o que se corra el riesgo de ser expulsado por no haber estudiado filosofía escolástica o el pensamiento de Gianfranco Miglio (1918-2001). De hecho, se dice —aunque no sé hasta qué punto es cierto el rumor— que en ese partido el conocimiento no se valora en absoluto y, de hecho, se considera uno de los «cuatros viejos» de los que debemos liberarnos. Los otros tres —relata refero— serían la buena educación, la moderación y el espíritu nacional.
* Perniola, Mario (Del sentir)
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