El globalismo como ideología es el aspecto intelectual de la trampa de la globalización.
Pueden distinguirse tres variantes del globalismo normativo.
El primer lugar, el neoliberalismo, como la variante con mayores repercusiones. Como es tan poderoso, es el primero que la opinión pública crítica pone en la picota. En neoliberalismo usa la referencia a la globalización como argumento para deshacerse de las obligaciones sociales del capital, y así especula con el razonamiento de que, como los estados compiten por los puestos de trabajo, hay que atraer la inversión con medidas que eliminen los llamados impedimentos para dicha inversión, entendiendo por tales los aspectos ecológicos, sindicales, sociales e impositivos. El globalismo neoliberal es una ideología legitimante del movimiento sin trabas del capital en su búsqueda de condiciones favorables a la rentabilidad. Trabaja con la advertencia de que podemos vernos separados de las corrientes de capital. con tales palabras pone sobre nuestras cabezas un escenario amenazador, y la amenaza no persigue otro fin que la imposición del primado de la economía. El Estado y la cultura han de servir a la economía. El neoliberalismo esgrime el carácter básico de la economía con tanto énfasis como antaño lo hizo el marxismo vulgar. Por eso, en cierto sentido significa la resurrección del marxismo como ideología de los ejecutivos. De hecho, tiene a la vista un orden del mundo que el manifiesto comunista describió de esta forma:
<<Ha destruido todas las relaciones patriarcales e idílicas. No ha dejado otro (...) vínculo entre hombre y hombre que el interés desnudo, que el frío "pago en efectivo". (...) Ha disuelto la dignidad humana en valor de cambio>>.
Los ideólogos del mercado desencadenado se las componen bien en el juego alternante entre el ser y el deber. Afirman que el ser económico determina la conciencia, y a la vez introducen la exigencia de que ese ser ha de determinar la conciencia. El juego recíproco entre lo fáctico y lo normativo poseen ventajas argumentativas, pues en el caso de una crítica normativa del mercado es posible escudarse en el poder de lo fáctico, y en el caso de una crítica empírica de las realidades del mercado se puede apelar a la idea del mismo, que supuestamente no se ha realizado en forma pura. De este modo, se ocupan al mismo tiempo los campos del ser y los del deber, remitiéndose para ello a Adam Smith, el gran teórico del mercado. Sin embargo, lo cierto es que no defendió el dominio ilimitado del mercado. En efecto, Adam Smith escribe:
<<Sólo es un buen ciudadano el que está dispuesto a respetar las leyes. Indudablemente, es un buen ciudadano aquel que acaricia el deseo de fomentar el bienestar de la comunidad entera con todos los medios que tiene a su disposición>>.
Para Adam Smith el mercado sólo puede producir el bien común si se basa en la moral del bien de todos. Por sí mismo, el mercado no puede crear los presupuestos espirituales y morales que se requieren para su propio funcionamiento. Adam Smith, que era un filósofo moral y no sólo un teórico del mercado, comprendió algo que sus descendientes ideológicos olvidan por razones interesadas. Joseph Stiglitz, Premio Nobel y anterior jefe de economía política del Banco Mundial, defendía un liberalismo económico; pero recientemente ha pasado cuentas con la ideología neoliberal, que gobierna en las jefaturas de las instituciones globales de la economía. Stiglitz describe cómo esgrimiendo los pretextos neoliberales de la apertura de mercados, así como los de la privatización y la reducción del presupuesto social del Estado, se atenta contra una realidad compleja, y cómo a través de esos lemas se puede arruinar la economía de algunos pueblos, tal como sucedió en Argentina y en Rusia. Una variante especialmente desdichada del <<globalismo>> consistente en pensar ideológicamente y actuar globalmente.
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La ideología liberal permite que el capital sea cosmopolita en un sentido muy trivial, a saber, siempre que se cumpla la siguiente medida: <<Mi patria está allí donde me va bien>>. De hecho, el capital tiene muchas patrias, se encuentra en casa dondequiera que produzca beneficios. En este sentido también son cosmopolitas los jugadores de lo global, que habitan en las rutas de su capital y giran en torno al mundo con fax, correo electrónico y avión privado. El globalismo como ideología de los jugadores de lo global tiene también la función de una cláusula de apertura, pero en un sentido que no coincide con la del cosmopolitismo. Este globalismo reivindica la apertura de los mercados para la inversión de capital, para los productos y servicios del tercer mundo, pero sin derogar el principio de la economía nacional cerrada.
El globalismo como antinacionalismo (o multiculturalismo) no se muestra, sobre todo el Alemania, como apertura, sino como mera maniobra de exoneración. En la huida de la propia historia se busca refugio en el todo.
Y por lo que se refiere finalmente al globalismo ecológico y ecuménico de la salvación del mundo, éste no arranca de la amplitud del espacio cosmopolita, sino del miedo global por la falta de espacio.
Bajo cualquiera de las modalidades, el globalismo estrecha los espacios y, allí donde es realmente sensible, moral y responsable, amontona una desesperanzadora montaña de problemas.
El globalismo es un síntoma de sobrecarga. Parece obvio que ningún hombre soporta la globalización; de ahí la tendencia a parapetarse en ideologías (neoliberalismo, multiculturalismo, etcétera) y la huida a fantasías de decadencia o de salvación. No hay duda de que se da también un comportamiento práctico con los problemas de la globalización, una forma de acción que es serena, que está versada en lo político y guiada por el sentimiento de justicia. Por ejemplo, los críticos de la globalización del movimiento Attac no se refocilan ante el escenario del ocaso del mundo, sino que hacen circular análisis, descubren contradicciones y escándalos, e incitan a acciones pragmáticas de resistencia. También en los aparatos del poder de la política oficial hay síntomas de un cambio de opinión. A pesar de todo, o precisamente por ello, hemos de decir que lo global se ha convertido en escenario de la economía, de los medios de comunicación, de la política, de las estrategias y de las estrategias contrarias. Ya no estamos ahora ente el todo de la teología, de la metafísica, del universalismo y del cosmopolitismo; en el momento actual tenemos que habérnoslas con un todo que ha pasado a ser objeto de la elaboración económica, técnica y política. De ahí el sentimiento peculiar de encogimiento en las dimensiones de lo global. En cierta manera todo le parece familiar a uno, incluidas las malas noticias. Desde todas las regiones del mundo suenan los imperativos globales. Cada información transmite a la vez un sentimiento de impotencia. La globalidad se presenta como una interconexión del sistema, el cual funciona de forma tan colosal y, a la postre, tan olvidado de los sujetos, que ya casi resulta obsceno recordar la importancia del individuo.
Pero no podemos por menos de dar la vuelta al escenario y dejar en claro que no sólo la cabeza está en el mundo, sino que también el mundo está en nuestra cabeza. Es cierto que el individuo no existe sin el todo, al que pertenece. Pero también es cierto lo contrario, a saber, que no existiría este todo si no se reflejara en nuestras cabezas, en la cabeza de cada uno. Cada individuo es el escenario donde el mundo tiene su entrada y aparece. El mundo estará lleno de significación o será un desierto en función de que el individuo sea lúcido o poco inteligente. Por eso, configurar la globalización es una tarea que sólo puede llevarse a feliz término si no se descuida otra necesidad, la de que el individuo se configure a sí mismo. No hemos de olvidar que también el individuo es un todo, una totalidad en la que se tocan el cielo y la tierra.
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