Emociones y política
Con razón, ciertos ensayos han observado la necesidad de estudiar la posibilidad de la emoción en la realidad política. Y si es posible un rescate de este concepto más propio del arte, esencialmente hablando.
Para M. Nussbaum la emoción no es un concepto en principio fácil, e incluso no compatible esencialmente, a priori, con el orden social regido por la libertades que han de ser el punto de partida. Se verifica lo incómodo de la situación y la compleja adaptación de este concepto. Reflexiones éstas con las que el lector estará ya familiarizado después de cuanto llevo expuesto.
La autora reconoce que, en el fondo, la emoción en cuanto tal se identifica con proyectos históricos por los que se enfatiza la importancia de una determinada idea que causa objetivamente un beneficio al individuo y que plantea, por tanto, la posibilidad de la subordinación de aquél a la misma. De hecho, asociamos la emoción, en las democracias, a experiencias sociales diferentes de las que tenemos en nuestros propios regímenes actuales. Esta autora pretende entonces conciliar la idea de «emoción» con la idea de libertad misma del individuo. Otorgarle un espacio posible. Posibles emociones, que se van descubriendo de forma legítima en el ámbito colectivo, discursos de gobernantes que a veces pueden causarnos tales sensaciones, situaciones que pueden conmovernos. La solución es buscar ese espacio armónico entre el orden de libertades individuales y la emoción.
Ahora bien, lo curioso es que, sin embargo, en la realidad política, ¿no sobran, más bien, emociones? ¿No hace incluso falta mayor racionalidad, eso que insatisface? La política es cada vez más emoción que razón, ¿En qué quedamos, pues? No puede ignorarse la impronta de la emoción como forma de comunicarse, el político, con el votante. El discurso emotivo triunfa. La gente valora o sigue a los líderes políticos aplicando este código. La política, más bien, tiene incluso poco de racional en nuestros días. Prima lo emotivo, se adoptan soluciones sin pensar en su viabilidad real, por ejemplo la consecuencias económicas de las decisiones. Aumenta la deuda pública por satisfacer deseos del electorado, lejos de una lógica racional. Damos contraprestaciones a colectivos, pese a ser inviable. De no hacerlo así, siempre habrá un político dispuesto a seguir el discurso fácil y populista. Emociones es lo que sobra, dirán muchos. Incluso vence el populismo, apuntan otros.
Es preciso salir al paso de este falso debate. Este tipo de emociones son distintas de las que nos han ocupado, y poco tienen que ver con el proyecto del Estado de la cultura en sentido propio o el Estado estético ya referidos antes. Se trata de una emoción, esta otra, propia del diseño político (no del arte), algo hecho a su medida y que refleja su propio carácter. Dentro de la lógica del actual diseño social es preferible incluso una mayor racionalidad.
Así pues, parece que, concluyendo, es mejor que todo siga como está
Por tanto, es incluso preciso avanzar por la racionalidad necesaria, apostando por una mayor neutralidad del Estado. Lo mejor es profundizar en los principios existentes rectores del orden social. La cultura ha llegado a tal estado de atrofia que ni siquiera se entendería esas otras soluciones basadas en lo cultural. Hay que conformarse con ver máscaras y espectros. La opción es avanzar socialmente elevando la cultura media y aumentando el número de personas dedicadas a oficios intelectuales, aunque sea a costa de ir suplantando fuentes genuinas del arte.
En un diseño desencajado, el tema es que toda intromisión del Estado en lo cultural produce incluso perturbaciones. Mientras el diseño no sea apropiado, cualquier salida del marco produce soluciones incorrectas. Hoy día, una alternativa frente a la neutralidad del Estado no sería un "Estado de la Ilustración", sino un Estado de símbolos nacionalistas que no integran, sino que excluyen; y de culturas subvencionadas generando deuda pública. Aquello otro podría llevarnos a un mundo mejor pero arriesgado; y, lo más definitorio, es que ya ni se entiende.
Una cultura que no diseñe el modelo social se acaba convirtiendo en una carga. La cultura vive entonces gracias al propio mercado y a los consumidores. La cultura ha de estar agradecida. Y es que, cuando queda algo fuera del contexto, este es su destino final. La mejor solución es, por tanto, terminar de una vez con este lastre que es la cultura. Ya de no ser, mejor que no genere gasto y que cada uno se las arregle como pueda. El desconcierto es tal, que aquellos parecen proponer alternativas de sistema y una mayor preocupación por la cultura, más hunden a esta en lo contrario de ella misma. Sin dudar por ello de su buena intención, termina afirmando ese régimen de valores tan necesarios para todos. Menos para la cultura. Tiene que ser así, en atención al significado de los principios del orden. El resultado no puede ser más patético, viendo cómo las posibles soluciones son la mejor confirmación del problema. Queda demostrada la "necesidad de lo imposible". Surgen entonces versiones, que revelan falta de autenticidad. No puede ser de otra forma: la imposibilidad de la cultura, la ilusión de un espectáculo, ya que falta el diseño social que aquella precisaría para poder darse.
Y, sin embargo...
Y, sin embargo, no habría otra solución final que compartir estos planteamientos y empezar a virar en la dirección que nos propone el Estado de la cultura si se quiere dar satisfacción a los anhelos más verdaderos.
1 comentario:
Qué sorpresa
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