FRAGILIDADES
Homo fragilis
C. Linneo bautizó al ser humano con el nombre de Homo sapiens sapiens. Nos reconocemos desde entonces como individuos pertenecientes a una especie que se autocalifica de doblemente «sabia». Es del todo probable que, tomando en consideración nuestras notorias capacidades mentales y no menor fatuidad, pocos fueran los que se hubieran atrevido a discutirle al gran naturalista sueco la idoneidad de la nomenclatura que empleó para situarnos entre los seres vivos. Cabe pensar, no obstante, que de haber creído este oportuno considerar en primer lugar, por ejemplo, nuestro largo período de inmadurez y dependencia, la vulnerabilidad de nuestra anatomía o algunas de nuestras flaquezas mentales, bien podría habernos clasificado como Homo fragilis. Y, muy probablemente, de haberlo hecho así, hubiera contribuido a hacernos más conscientes de nuestras limitaciones. Reconocernos ya nominalmente «frágiles» podría haber servido a la causa de hacernos más prudentes y verdaderamente «sapiens». Mientras que considerarnos sabios ya de origen, más bien ha favorecido desatender infinidad de veces lo que se precisa para serlo. Para distraernos de la necesidad de comprender el significado y las causas de nuestros más que reconocibles desatinos.
En las páginas anteriores he intentado poner de manifiesto que las aptitudes mentales de los humanos no son independientes de ninguno de sus pasados ni del ámbito en que las personas se desenvuelven o pretenden hacer uso de aquellas. Como tampoco de los afectos y las influencias de las que no tomamos conciencia. He considerado, igualmente, algunas de las trabas o sesgos que experimentan nuestras capacidades perceptivas y cognitivas como consecuencia de la historia evolutiva del cerebro. Y cómo la cultura y la educación (entendida como la actividad intencional) pueden, al interactuar con nuestros procesos mentales y tendencias valorativas, transformarnos en personas inteligentes y virtuosas, pero también exponernos a múltiples formas de desadaptación individual y colectiva. Todo depende de nuestra voluntad y del conocimiento que hayamos adquirido acerca de esas disposiciones que modula el cerebro humano.
En lo que sigue haré referencia a algunas de las fragilidades humanas que se han hecho más evidentes en nuestro devenir histórico o que se ponen de manifiesto al analizar la propia experiencia personal. Siempre partiendo de la reiterada idea de que tales muestras de fragilidad son la consecuencia de la manera en que las influencias socioculturales afectan a la psique de los individuos. A unas estructuras cerebrales surgidas de la evolución que, pese a presentar sus propias lógicas de funcionamiento, han de cumplimentar su función adaptativa en relación a otras, de tipo sociocultural, con las que no siempre se corresponden. Las que comentaré a continuación serán, pues, algunas de las eventuales fragilidades de unos seres que bien podría haberse denominado Homo fragilis.
Las fragilidades del pensamiento
A ninguna cualidad humana se le ha rendido mayores honores en nuestra cultura que al pensamiento racional. Sin embargo, no sería en modo alguno exagerado decir que las ideas surgidas de la razón (y los sentimientos que despiertan) han ocasionado más víctimas a la humanidad a lo largo de la historia, que las debidas a todos los arrebatos pasionales y momentáneas enajenaciones mentales que los hombres hayan podido sufrir desde que pisamos la Tierra. Por sus potenciales funestas consecuencias, las derivadas del pensamiento y de aquello que culturalmente lo alimenta, merecen ser consideradas con toda certeza como la más temible de nuestras posibles fragilidades. Aquella que nos convierte en víctimas o verdugos de la incondicional identificación con ciertos símbolos, mitos, ideologías, principios orales o identidades, y nos lleva a mostrarnos ciegos a las realidades más evidentes, y sordos a las palabras más sabias. Tristemente también, a desposeer en ocasiones de la dignidad humana a quienes no comparten nuestras ideas o sentimientos. La fragilidad que representa esa incondicional filiación me parece convertir a las personas en auténticos títeres de los pensamientos que circulan por nuestra mentes y de quienes advierten la facilidad con que pueden ser «inoculados» en ellas. Ideas, por otra parte, que, de vivir lo suficiente, comprobaríamos cómo, en su mayoría, iban a ser sustituidas por otras. A veces, por aquellas contra las que se combatió espada o fusil en mano. Los estragos ocasionados por la razón, sus arrogantes propuestas y el convencimiento que nos procura de que «las cosas no pueden ser de otra manera» ofrecen sobrados motivos para pensar que «Si la creencia de que los seres humanos son seres racionales fuera una teoría científica, haría ya mucho tiempo que habría sido abandonada» (Gray, 2013:63).
[...] Lamentablemente, cuando tal cosa sucede, nos situamos muy cerca de sentirnos en la obligación de propagarlas e incluso de abatir intelectualmente a quienes pretendieran oponerse a ellas. Por este camino, no solo hemos engrosado a los largo de los tiempos los cementerios culturales e «ismos» filosóficos, ideológicos o científicos, sino, trágicamente también, los de las personas que pagaron con sus vidas las embestidas de quienes creían disponer de certezas incuestionables. Amordazada la voluntad y la ética por la ofuscación que nos producen con frecuencia nuestros pensamientos y teorías, pasamos por alto que estos ni sienten ni padecen, que pueden aparecer, morir e incluso resucitar, pero que nada de todo eso ocurre con la vida ni en la vida de los individuos. Manejamos en la mente solo ideas, el poso que dejan las palabras que un día se llevará el viento producido por otras. Y olvidamos que «los seres humanos no son animales que se hayan equipado a sí mismos con símbolos. Los símbolos son herramientas útiles por cuanto ayudan a los humanos a manejarse en un mundo que no comprenden, pero los seres humanos tienen una tendencia crónica a pensar y actuar como si el mundo que han construido a partir de esos símbolos realmente existiera» (Gray, 2013:110).
[...] El pensamiento nos cautiva porque no notamos, como tampoco lo hacemos con el leguaje, que exagera, fracciona, separa, selecciona, distorsiona, cualquier realidad que considere. Y que ese proceso disgregador nos impide «ver» cómo unas cosas se relacionan con otras, o que lo pensado se vincula tan solo a nuestros conocimientos y experiencias pero no al conjunto de los posibles. Podemos así confundir lo particular con lo universal, aquello que entendemos acerca de algo con los único que cabe entender. De manera que «atrapados» en las propias ideas y su poder de convicción se alejan fácilmente de cualquier posibilidad de diálogo y encauzamiento racional de los conflictos que padecen. En ese considerarlas «propias» —y por tanto preferibles—concurren, además, otras influencias que suelen pasarnos desapercibidas. Las cartas marcadas, cuya apariencia no haría sospechar al más avezado de los tahúres, que representan las disposiciones efectivas, las experiencias pasadas y sus recuerdos, la educación, las dinámicas sociales, etc.
[...] Condicionados, quizás, por ese mil veces recordado «pienso luego existo» se nos pasa por alto que existir es la condición previa para pensar, que la «fiesta de la vida» (para quienes les merezca la pena considerarla así) no empieza con nuestra llegada al mundo y que es el pensamiento quien debiera estar, en consecuencia, al servicio de aquella, del necesario amar y convivir al que debemos la existencia. Por esta razón, «profundizar la comprensión que tenemos de quiénes somos y de la manera en que funcionamos en cuanto criaturas neurobiológicas y sociales» supone acrecentar «nuestra capacidad de desarrollar métodos para resolver los problemas sociales» supone acrecentar «nuestra capacidad de desarrollar métodos para resolver los problemas sociales» y mejorar «nuestra salud mental, física y social y nuestros sistemas de educación» (Evers, 2020:150). En el caso que nos ocupa esto supondría proteger al pensamiento de las ideas que malignamente nos enfrentan y, a su vez, guardarnos del poder de encantamiento del propio pensar.
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