Carlo Gambescia (Liberalismo triste) Un recorrido de Burke a Berlin

[...] Pero hay algo más: la santa alianza antiliberal cambia a menudo de estrategia y a la sociedad presente opone la versión idealizada de cualquier sociedad del pasado, adhiriendo resueltamente incluso la marcha atrás, para acabar amalgamándose en una ecología a base de sangre y suelo, como sucede con los estrafalarios modelos sociales partidarios del decrecimiento defendidos por los ecopesimistas de extrema izquierda y compartidos por radicales de derecha. O puede que finalmente, a pesar de todos los escándalos novecentistas, persistan en la persecución de la utopía de un futuro igualitario de color rosa, siguiendo las fantasmagóricas líneas trazadas por la tradición anárquica y comunista. Cambiando, por así decirlo, el orden de los factores, el resultado no cambia. Como, por lo demás, ha señalado Jean Baechler, confirmando la distinción entre anticapitalistas reaccionarios antimodernos y anticapitalistas ultramodernos. Escuchémosle: «Los anticapitalistas no se reúnen en torno a las soluciones sensatas, pues en tal caso no serían ideólogos. Desde los orígenes se encuentran divididos en dos campos. Unos creen encontrar una salida deshaciéndose no sólo del capitalismo, sino también de todo lo que lo acompaña, es decir, toda la modernidad, en bloque y en detalle, de la democracia, del individualismo, de la ciencia, de la secularización. Estos reaccionarios antimodernos postulan el regreso a los "verdaderos" valores de antaño. Los otros son de alguna manera ultramodernos. Aceptan la modernidad, pero detestan el capitalismo y persiguen su eliminación. Hay quienes, entre ellos, ven la salvación en la liquidación del capitalismo en sus tres definiciones primarias: sin propiedad, ni mercado, ni empresarios, la crematística será vencida en el seno de la abundancia. Una cohorte diferente buscaría más bien vencer al capitalismo desarrollándolo hasta el agotamiento de sus posibilidades: una vez en el estado estacionario, la eficacia infinita promovería la abundancia y se resolverían todos los problemas. Los antimodernos han encontrado expresión ideológica y política en el fascismo, el izquierdismo, el ecologismo... Los ultramodernos han producido el socialismo y el comunismo, así como diversas utopías técnico-científicas».

Detrás de la crítica radical de los anticapitalistas reaccionarios antimodernos y ultramodernos puede detectarse sin dificultad, como ha observado el historiador Arthur Herman, la lógica del cuanto peor, mejor, que remite a una especie de profetismo secularizado. Pues para ellos toda «mala noticia es en realidad una buena noticia. En la medida en que la depresión económica, el desempleo, las guerras mundiales y conflictos, así como los desastres medioambientales presagian la destrucción final de la civilización moderna, saludan estos sucesos con una alegría apenas disimulada. Los modernos profetas del pensamiento saben, como los antiguos profetas, que cuanto peor vayan las cosas, mejor les irá a ellos». 

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[...] Por lo demás, también para Röpke, «sólo podemos respirar el aire de la libertad si estamos dispuestos a soportar el peso de la responsabilidad moral que se deriva de ello. Vale para la libertad moral la enseñanza de Burke: que los hombres alcanzan la libertad en la medida exacta en la que están dispuestos a limitar sus apetitos». Esto significa, concluye, que «ni siquiera la libertad económica puede subsistir sin un dique que contenga la voluntad y los apetitos desenfrenados. Si este freno no actúa en el fuero interno del hombre será necesario imponerlo desde fuera».

¿Cómo alcanzar ese estado cuando falta el sentido del límite? Bertrand de Jouvenel, a la sombra de Hobbes, advierte que la libertad entendida como libertad-licencia desemboca siempre en un poder absoluto. «En la medida —escribe De Jouvenel—en que el progreso desarrolla el hedonismo y el relativismo moral, y la libertad individual se concibe como el derecho a obedecer a los apetitos, la sociedad no puede mantenerse sino con un poder muy fuerte».

Un fenómeno que ya Tocqueville había descrito pacientemente, afirmando que «nuestros contemporáneos están atormentados por dos pasiones enemigas: sienten la necesidad de ser conducidos y el ansia de permanecer libres». De modo que «al no poder destruir ni uno ni otro de esos instintos contradictorios, se esfuerzan por satisfacerlos a la vez. Imaginan un poder único tutelar, todopoderoso, pero elegido por los ciudadanos. Combinan la centralización y la soberanía del pueblo [...]. Cada individuo tolera que se le sujete porque ve que no es un hombre ni una clase sino el pueblo mismo el que tiene el extremo de la cadena». 

De ahí la necesidad, como amargamente afirma Guglielmo Ferrero, de que «[se tome] conciencia de los límites del género humano, [...] de que las obras del hombre son al tiempo simples y profundas, humildes y sublimes. Únicamente así conseguirá que la civilización occidental termine percatándose de sus innegables inconvenientes [...], que no pueden ser disimulados, ni encubiertos por las quimeras que el orgullo, la ligereza, la incapacidad para someterse a los dictados de un futuro enigmático, van creando poco a poco en el hombres».

Por otra parte, como observa también Berlin, invitando a la moderación, «el grado de libertad de que goce un hombre, o un pueblo, para elegir vivir como quiera tiene que estar medido por contraste con lo que pretendan significar otros valores, de los cuales quizá sean los ejemplos más evidentes la igualdad, la justicia, la felicidad, la seguridad o el orden público. Por esa razón la libertad no puede ser ilimitada».  Por lo demás, continúa, « que no todo lo podemos tener es una verdad necesaria, y no contingente. Lo que Burke pedía: la necesidad constante de compensar, reconciliar y equilibrar; lo que pedía Mill: nuevos "experimentos de vida" con su permanente posibilidad de error [...] puede que enoje a los que buscan soluciones finales y sistemas únicos omnicomprensivos, garantizados como eternos. Sin embargo, esto es una conclusión que no pueden eludir aquellos que han aprendido con Kant la verdad de que del torcido madero de la humanidad nunca se hizo nada derecho».

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